sábado, 12 de mayo de 2018

Más villanos favoritos: Miguel Inclán y Arturo Martínez


Miguel Inclán

Si Alfonso Bedoya tiene la mejor actuación como villano en El tesoro de la Sierra Madre, Miguel Inclán es el favorito por la multitud de papeles que hizo como el malo: uno de los momentos en que el espectador odia más a un personaje es cuando don Pilar, condescendiente, dice que a cambio de la caridad de permitir que vivan en sus cuartos La Muda y Chachita, desalojadas mientras Pepe el Toro está en Lecumberri (una de tantas veces), Chachita puede servir de sirvienta, pese a la mortificación de La Romántica (a quien más bien la conocemos como La Chorreada); después, don Pilar, enloquecido por falta de marihuana (él dice piloncillo), arremete contra La Muda y le causa la muerte (Nosotros los pobres).
                Ésa no es la peor villanía que comete Inclán; en una cinta en que se llama Don Carmelo, agarrar a golpes de bastón a cuanto niño en situación de calle encuentra, aunque esté ciego, y pretende cometer abuso sexual en una adolescente que lo provoca para que escape uno de esos niños pobres y abandonados de la mano de Dios y de sus padres (Los olvidados).
                Poco antes, cuando se llama Filiberto, se aprovecha de todos los alfareros para explotarlos y obligarlos a que le den la mayor parte de sus ganancias, hasta que un pocho ayuda a las víctimas a defenderse del usurero; para malas, su hija lleva las de perder ante una gringa desabrida que le baja el novio (Guadalajara pues).
                También como don Damián soliviantó a las multitudes para que lincharan a una bella (es un decir) indígena por suponer que antes que él, otro la vio encuerada; y no se le hizo con ella pese a que logró encarcelar al novio de ella, le echó a perder su cosecha y lo obligó a que perdieran su cochinito, su único patrimonio (María Candelaria).
                Como El Chueco Gallegos fue uno de los matones contratados para asesinar, en pleno Teocaltiche, a los papás de Chava, y luego, a punto de ser ajusticiado, ruega por su vida y a traición intenta rematar a Chava, pero no por nada a éste le dicen El Ametralladora (Ay, Jalisco, no te rajes).
                Pero tal vez éstos no sean sus papeles de malvado más terribles y a ratos insoportables, sino el que interpreta a don Patricio, quien sin ninguna piedad arrebata un radio a la más lastimera madrecita mexicana, cuando estaba oyendo a su hijo consentido dedicarle desde México una canción en pleno 10 de mayo (Cuando los hijos se van). Cabe decir que, además, alteró los papeles e hizo crecer una deuda de manera fraudulenta para abusar de Sara García.
                En Ni sangre ni arena es un torpe jefe de policía que confunde a Cantinflas con un torero pedante llamado Manolete. También contra Cantinflas se vuelve a confundir al creer que el manso Margarito es el buen bandido Siete Machos (que da título a una de las más divertidas cintas de Mario Moreno). En Aventurera es un feroz vigilante bajo el mando de la cruel Andrea Palma, para mantener sumisa a Ninón Sevilla, a quien desea, muchos dirán que con razón, y la somete a maldades sin fin.
                No siempre la hizo de malo: en Mexicanos al grito de guerra es el presidente Benito Juárez, quien escucha atento a un vendedor ambulante que le lleva noticias de una conspiración extranjera. Sobre todo, en Salón México es don Lupe, policía bueno que somete al villano Rodolfo Acosta y protege a la lastimera callejera y mala bailarina Marga López, y hasta la suple para visitar a la hermanita inocente Silvia Derbez, para que no se entere de que López se vende para mantenerla.
                En La tienda de la esquina, Inclán es un marido al que lo engañan casi en sus narices, único drama en una cinta llena de juegos de palabras (“¿tiene bisteceses? Sólo de reseses”), canciones de doble sentido, amores que triunfan, presencias femeninas bellas y divertidas, y le va mal a los que se portan mal; Inclán, quien aquí también se apellida Juárez, la hace de bueno aunque nadie se lo cree.
                Inclán, a quien le pusieron nombres femeninos en casi todas sus cintas (Lupe, Carmelo, Pilar, Margarito, Patricio) o como castigo, la hace de policía, de presidente, de escritor patriota, pero sobre todo es uno de los grandes villanos de nuestro cine, y tan buen actor, que fue llamado dos veces por John Ford para papeles breves pero lucidores.
                Con su voz grave, su acento pausado y su mirada entre lujuriosa y malvada, es uno de los mejores actores que ha habido en nuestro cine, y es un villano inmortal, capaz de habitar nuestras peores pesadillas.

Arturo Martínez

Es fácil caer en la tentación de colocar a don Arturo Martínez como villano por su dirección de una de las cintas más torpes del cine mexicano, Me caí de la nube, glorificando a Cornelio Reina y desperdiciando a Claudia Martell y a Rosenda Bernal (aquella que cantaba “Los laureles”, con el ritmo adecuado y ladeando rítmicamente la cabeza, pero enfundada en hot pants, aquella horrenda moda de principios de los setenta), pero bien vista, pese a escenas burdas, tenía sentido del humor y estaba dirigida a un público nada exigente, que no distinguiría los cambios abruptos en las caminatas, ni en el detalle de los zapatos Canadá que usaba el héroe.
                Pero hay que admitir que Martínez era villano temible cuando se requería; por ejemplo, como esbirro de don Julio Villarreal para entre ambos, y otros más, mantear a Germán Valdés porque intentaba rescatar a Carmelita Molina en Soy charro de levita, y al final, salir derrotado de manera inesperada.
                Martínez tenía un físico esmirriado, delgadísimo, como para aterrorizar a nadie, y en las peleas casi siempre era apaleado por los muchachos (como se llamaba a los héroes de las épocas en que más maniqueos eran unos y otros); pero no necesitaba la fuerza bruta, con sólo su gesto fiero, sus maneras suaves, su voz de tenor acostumbrado a las frases cortas y contundentes, la mirada fija que conllevaba la amenaza no de golpes, sino de la tortura lenta y cruel, la sonrisa socarrona y la risa obscena, que terminaba en la mirada lujuriosa en piernas y pechos de las heroínas, y la manera de usar el sombrero de lado, como ocultando esa mirada lujuriosa que significaba “mía o de nadie”.
                Pocos villanos con un debut tan deslumbrante: es Luis Coronado, despreciado por María (la fría e inexpresiva Miroslava), y quien se venga charrasqueando a Juan Robledo (tal vez por lo horrendo que canta “vengan canciones… de puro gusto y hasta relincho”), en una escena previsible (“cuídate Juan que ya por ahi te andan buscando… no tuvo tiempo de montar en su caballo, pistola en mano se le echaron de a montón”), y todavía alardea cuando una bala atraviesa su corazón, pero disparada a traición por Martínez, sin saber que varias cintas después su hija estaría a punto de casarse con uno de tantos hijos de Robledo, pagando así sus culpas. (Confesión vergonzante: en una misma función en el Cine Tepeyac vi ambas cintas sobre Juan Charrasqueado, el protagonista de una de las canciones que dio al habla coloquial tantas frases que se hicieron parte de nuestro lenguaje cotidiano, y perduran pese al paso de las décadas. Me conmovió casi hasta el llanto, además de perder una bufanda con la que me protegería del sereno; por fortuna no enfermé.)
                Martínez abraza a las heroínas con una impudicia sólo igualada en nuestro cine por don José María Linares-Rivas; las hace sentir que al poseerlas las degradará, se sienten asqueadas por la sola insinuación, y por la pronunciación lasciva de la palabra “chiquita”; es también repelido por los “muchachos”; es el perfecto traidor, es quien delata y además por placer, pero quien no perdona la traición en las bandas a las que pertenece; es quien mata no sólo a traición sino con la turbia mirada de sadismo.
                En más de la mitad de sus 180 apariciones fílmicas la hace de villano, pero es quien más reciente la infidelidad de la esposa casquivana (Meche Barba) y quien finge ser narcotizado para matar a balazos a la infiel y a su amante en Casa de vecindad; es quien sufre los desprecios de Rosita Quintana en Escuela de valientes sólo para ser atropellado por su caballo para que Piporro se lleve injustamente los créditos; es quien legítimamente desea a Ana Luisa Peluffo y a Silvana Pampanini (ambas ceden ante el arrogante y chocante Armendáriz en Sed de amor); es el burócrata que pone la trampa al ministro que aspira a la presidencia; bueno, ni siquiera cuando es bueno (Tiempo de morir) se le quita el gesto de malo.
                Fue tan buen actor que en sus últimos créditos alcanzó una distinción que no pocos consiguieron: Don: Don Arturo Martínez, algo comparable a Fernando y Domingo Soler, pero ni Pedro Infante ni Jorge Negrete ni Pedro Armendáriz.
                Debo agregar que, sin embargo, como villano es previsible, por lo maniqueo de sus personajes; pero también, que dos de sus actuaciones más memorables fueron no como “malo”: en Policías y ladrones, antes de ser derrotado por Adalberto Martínez y Ricardo Moreno (nadie más popular que él en sus tiempos de gloria, nadie más castigado por la vida luego de unos pocos meses de celebridad), tortura a Resortes y a la guapa y poco apreciada Lucy González, y para que los vecinos no los oigan quejarse, pone en un Garrard una canción de moda, “Cógele bien el compás”, con la Orquesta América, y mientras, Martínez y sus esbirros Manuel Dondé (que no la hace de Miguel Alemán), Jose Luis Fernández, Mario Castillo y el temible Lobo Negro, bailan con sabor y cadencia que Resortes era incapaz de expresar; uno lamenta que lleguen los buenos.
                Y en Quiéreme porque me muero es un odioso y amanerado jefe de personal de Sears Roebuck, que maltrata a los empleados, y al ser desplazado por el poco simpático héroe Abel Salazar, se niega a ser degradado a elevadorista: “de limón la never”, dice, quebrando la cintura.
                Muchos grandes momentos como villano, y dos ridiculizando a villanos, le ganaron la gloria cinematográfica, además de por alguna que otra cinta dirigida con decoro (por ejemplo, Julissa mostrando, por una vez sin vulgaridad, sus bombachas en pleno Lago de Chapultepec).
(Ambas semblanzas fueron publicadas por José Antonio Gurrea en El Universal Querétaro.)

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