lunes, 1 de mayo de 2017

Diccionario mexicano; más observaciones de Inventarios; sexismo oficial

Aunque soy entusiasta de los diccionarios (afición más o menos reciente, y contagiada por la colección acumulada por Antonio Bolívar en Redacta, que ocupaba todo un cuarto bastante grande, las cuatro paredes de piso a techo, y a la que contribuí con la sugerencia —creo recordar que a eso se redujo— del Diccionario secreto de Camilo José Cela (nombre cacofónico; el diccionario me lo presumió Bernardo Ginés de los Ríos), y la aportación del Diccionario del argentino exquisito, de Adolfo Bioy Casares; Bolívar me honró imponiendo mi nombre en el ex libris, y con la venta baratísima de los primeros tomos del Corominas —no había aparecido el último—, y el obsequio del Moliner, que trajo de España cuando era inconseguible en México), no tengo tantos como algunos coleccionistas y usuarios célebres, como dicen que era don Jaime García Terrés, pero paso del centenar.
                Es cierto que no sabemos usar diccionarios; en alguna ocasión, en El Financiero, en la sección de Deportes habían deshojado un Pequeño Larousse Ilustrado que obsequié, aunque sólo de las primeras 40 páginas, que eran las que consultaban; pedí a los administradores que sustituyeran ese ejemplar, ya viejo además, por uno nuevo, y dotaran a otras secciones de al menos uno; al ver que tardaban pregunté el motivo, y me contestaron que no conseguían uno de la misma edición del que aporté un par de años antes y que ya tenía algunos años en casa, y lo había sustituido por el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado que publicaba Selecciones de México (segunda edición, la azul; la primera la obsequiamos a la escuela donde Diego cursó el primer año de secundaria; eso nos confirmó que cuando donamos libros nos peleamos con esas personas o instituciones), y que pese a los muchos años que ya llevamos con él, nos ayuda prácticamente en toda consulta; por desgracia, no lo han actualizado, creo, o no lo han traído, así como descontinuaron el excelente La fuerza de las palabras, mejor que el primer Diccionario de dudas de Manuel Seco.
                Los que saben dicen que hay que actualizar diccionarios en casa cada cinco años, cuando se tiene sólo uno, como pasa en la mayoría de los hogares; el contagio por la afición por los diccionarios me ha hecho adquirir algunos curiosos; y eso es lo valioso de los míos: más que muchos, tengo algunos que causan envidia entre los buenos coleccionistas; tengo, a cambio del de germanías de Gredos, carísimo en la Feria de Minería, y que hace por lo menos cinco años que ya no traen, algunos especializados en el lenguaje del hampa, uno de ellos confiscado en su momento por la policía, no por censura, sino para que las autoridades entendieran a los vatos que se burlaban de ellas en su presencia (ahora lo censurarían las nuevas autoridades mojigatas por una sola línea: joven, adjetivo con el que los hampones se referían a los afeminados); ese útil libro parece haber sido consultado en su momento por Carlos Fuentes y por Octavio Paz; otros se refieren al lenguaje de las malas expresiones o por delincuentes en España, aunque por desgracia nunca pude conseguir el más atractivo, que era el que sirve de mofa a los filólogos por cómo se expresan en general los españoles que se creen elegantes (y supongo ya rebasado por las modalidades de hablar en disílabos: boli, peli, cumple, prosti, progre y otras ridiculeces); la mayoría de esos diccionarios de jergas o germanías los ha publicado la benemérita Alianza Editorial.
                Tengo diccionarios de incorrecciones; uno, maravilloso elaborado por Fernando Corripio, mi filólogo favorito; otro por alguien que se dedicaba a demostrar que los adjetivos sirven para calificar de manera contundente a las casquivanas, coquetas, ligeras de cascos y practicantes de los cariñitos de un instante, las de las adolescencias apresuradas, aunque no tanto las víctimas que amaron deseando también ser amadas; otro, también puritano, que demuestra cuántas palabras que usamos ahora provienen de otros idiomas o son de acuñación (entonces) reciente, pero como ya había palabras que servían para lo mismo, caen en incorrecciones; es menos perverso pero también divertido.
                De Corripio tengo varios: el (para mi gusto) mejor diccionario de sinónimos y antónimos, el ya referido de incorrecciones, justo y no pacato; uno de ideas afines tan bueno y más compacto que el Ideológico de Casares, que conseguí hace poco tiempo luego de haberlo buscado durante años (sólo una vez lo había visto, en la Librería del Sótano, hace años y entonces carísimo); uno más, filológico, no tan exhaustivo pero igual de útil que el Corominas; tengo varias ediciones del DRAE, que me sirven para ver cómo ha envejecido la institución aun cuando hace esfuerzos por modernizarse, y la mayoría de las veces sólo para ceder a las presiones, por lo regular efímeras, de ciertas instancias; por ejemplo: tardaron mucho en admitir presupuestar, y entró al lexicón (así le dicen los cursis para evitar repeticiones no innecesarias) cuando ya ni los funcionarios ni los economistas usan esa palabreja, que por cierto era inútil porque ya existía presuponer; acceden a que acceder signifique, además de aceptar, ingresar, inútil y cursi porque ya existía ingresar; la muy lejana acepción de vestuario como vestimenta, porque la principal era el lugar donde deportistas, cantantes, actores y políticos y casquivanas amantes de los cariñitos de un instante cambiaban de vestimenta; ahora es la primera y la segunda acepción. Cedió a las presiones y ya iguala a hombres y mujeres cuando menos en el adjetivo poeta, y ya no distingue si son uno u otra, aunque sí distingue entre actores y actrices; pero por pelear una igualdad que se debe de dar en la calidad de sus obras, la RAE ya los compara con los poetastros; antes cuando menos poeta era el hombre (y poetisa la mujer) que componía obras poéticas y estaba dotado de las facultades necesarias para poetar; ahora ya cualquiera es poeta aunque no las componga ni en el aire ni en el momento. Ahora además son personas, cuando hay otros términos menos rotundos y sonoros, como digamos, por ejemplo, gente. Poeta, al generalizarse, o por ponerlo como persona, anula al autor y lo minimiza, porque además persona tiene demasiadas acepciones que desindividualizan, si se me permite el término.
                A falta de capacidad (física y económica) para albergar la Británica (es más cómoda la Oxford), ni mucho menos la Espasa-Calpe, cuya mayor utilidad es para los hipocondriacos (describe de tal manera los síntomas de todos los malestares ficticios o reales, del alma o del cuerpo, que es un desperdicio no sentirlos, asustarse y fastidiar a los médicos hasta que se les recuerde que de tanto ahi viene el lobo aunque quede el consuelo de “no que no”), acudo a enciclopedias menos aparatosas, cuya única limitación es lo temporal; queda el consuelo de suscribirse para recibirlas digitalmente (acepción nueva) o en unos cuantos disquetes, que terminan siendo más latosos y más tardados que las ediciones impresas; también existe la enciclopedia wikipedia, que es utilísima por el acceso inmediato aunque alguien versado en consultar lo impreso le gana en velocidad, y tiene ésa el defecto de que no atiende lo minucioso, desatiende a las figuras menores pero no menos importantes, y hace más caso a las figuras populares; y no es tan exacta como dicen sus forofos, que afirman que tiene diez mil (¿o cien mil?) errores menos que la Británica, aunque ninguno ha sido capaz de enumerar los mil principales fallos; además, wikipedia es pacato y está sujeto a cambios que desactualizan o llevan a errores que ya se han perpetuado en novelas o ensayos. Al menos, derroté a uno de sus principales forofos al consultar la fecha de nacimiento de un músico: mi enciclopedia de rock (una de ellas) es más fácil y rápida de consultar que la wikipedia, que además fue inexacta su búsqueda. (No dejo de reconocer que una enciclopedia que no presume de serlo, la Imdb, es más exhaustiva y precisa que cualquier enciclopedia de cine, pues contiene los nombres de hasta los más invisibles extras de cualquier película, siempre y cuando sea estadounidense, francesa, inglesa, pero es menos precisa con las italianas, las españolas, y de plano desdeñosa con el cine mexicano: por ejemplo, no revela el nombre de la altota que baila bien sabroso con Germán Valdés, y lo carga al final, en las últimas escenas de El mariachi desconocido; mal no menor, aunque comparta la falla con las anotaciones en la Historia documental del cine mexicano, primera y segunda ediciones, de Emilio García Riera; tampoco nombra a la bailarina, bien seria ella, que camina frente a Valdés mientras éste canta “Piel canela” en la misma cinta, y a la que describe con un amplio ademán al extender los brazos a la altura de las caderas, cuando entona el verso que habla del mar y su “inmensidad”. La Imdb tampoco tiene el nombre de todos los técnicos ni, peor, hace caso de las canciones interpretadas en casi ninguna cinta, error terrible porque la música es parte, para bien o para mal, de toda cinta. Tampoco trae el error más grave de Buñuel aunque se ensaña con muchos otros directores por fallas de continuidad o sin importancia.
                Tengo otros varios diccionarios especializados en actores, bailarinas, beisbolistas; o en filósofos o escritores, o de literaturas del mundo y sus alrededores (en uno de ellos ocupo exactamente el mismo espacio que el que le dan a mi muy admirada y amiga Rosa Montero), o inventores, o músicos, o científicos; gramáticas, o vocabularios especializados; o recuento de disparates, atestan varios plúteos además de doble fondo en un librero dedicado a puros libros de esta naturaleza, y otros andan dispersos, por su tamaño o su especialidad, en otros libreros, además de que se cuelan algunos que tendrían que estar en otro sitio, como el Diccionario de trucos gracias al cual acabo de limpiar mis sombreros de paja.
                Por falta de capacidad (física y monetaria) no tengo el más necesario para mis chambas, el Santamaría, aunque tengo otros que se ostentan como de mexicanismos, casi todos fallidos. Tengo en cambio varios llamados Pequeño Larousse Ilustrado, a falta del que cedí a Deportes de El Financiero, algunos de ellos cortesía de los muy gentiles amigos de Anaya (¿o insinúan que no sé usar el lenguaje?), pero acabo de conseguir uno que me parece útil, divertido y ejemplar, el Larousse práctico para México y América Latina, publicado hace un año pero que no está en ninguna librería en las que lo busqué luego de verlo en el pasaje del STCM (para coincidir con los que se ahorran vocales), pero que estaba cerrado por ser día de guardar. Es realmente pequeño aunque en los diccionarios no debe contarse ni anotarse el número de página, pero apenas llega a 450, en tamaño pequeño (7.4 ₓ 5.4 pulgadas), tipografía extremadamente pequeña (seis puntos), pero en verdad son útiles las más de veinte mil entradas con más de cincuenta mil significados, cinco mil de ellos exclusivos de México y alrededores, y con acepciones asequibles y precisas; no trae audicionar, aunque sí presupuestar, que supongo debe haber algunos que aún la digan; aunque de birria se diga que es una cosa mal hecha, acepta que es un guiso que se hace con carne de borrego o chivo (no con res o puerco, guácala), pero al menos no dice que hot dog es mexicanismo, y acepta que hot cake se diga jotkeik y no panqueque, como leíamos en La pequeña Lulú; admite “palomitas” y no las “rosetas” que nos acomplejaban en los cómics de nuestra infancia.
                Las definiciones son concretas (aunque prefiero las extensas y divertidas del de Selecciones), por lo regular precisas, y no tienen el complejo absurdo de pretender ser ley aunque solamente lo utilice el 47% de usuarios, si sólo se compara con México, muchísimo menos que con el resto de América Latina, y además, de manera incorrecta y cursi; no solapan los solecismos como si no supieran que son errores. Otra ventaja de este pequeño y práctico: la tabla de conjugación es real, no ilusoria, y demuestra que el verbo venir no es uno para España y otro para América, lo que será útil para algunos académicos; en lo que está mal es en la acentuación grave de “futbol” y de “beisbol”, claro, por su ignorancia del idioma inglés; corrigen en cambio el “chofer” que acentuaron gravemente en el pasado, y desechan el correcto pero feo “chofera”.
                En lo que no cambian es en la definición de las llamadas malas palabras, que son las primeras que uno busca al abrir un diccionario, y más cuando se es niño; ya no vienen definiciones incomprensibles como “pelo del empeine” y otras huidizas; aunque son más correctas y menos cobardes, no son las que uno emplea y que caracterizaban a la literatura mexicana de los años sesenta y que siguen sin aparecer, desinhibidas y coquetas, como se les usa a diario hasta en las campañas electoras oficiales u oficiosas, en las cámaras legislativas, en los periódicos (sobre todo en las oficinas, no siempre en las páginas) y ya hasta en la televisión sin miedo a que los censuren pero que demuestran mal gusto. Por cierto, hay que echarle una vista a la octava acepción de bueno/a, y advertirle al “jefe” de “gobierno” capitalino que en ningún diccionario se acepta ni por equivocación el término “sintiente”, a ver qué siente. (El de Sinónimos de Corripio acota más de treinta sinónimos para callonca, más del triple que otros diccionarios.)

En el primer tomo de los Inventarios aparece una acotación del propio José Emilio Pacheco en la que reconoce como barbarismo el término “autoinmolar”, que había usado una semana antes, y tan grave como autosuicidio, que él atribuye a un ex presidente aunque más bien se lo asestaron a un académico y director de la más importante editorial mexicana; sin embargo, vuelve a aparecer en el tercer tomo; los editores podrían haberlo eliminado, si lo hubieran advertido; a lo largo de los tres tomos aparece varias veces “así mismo”, que es otro barbarismo, que me parece nunca utilizó Pacheco aunque sí posiblemente alguno de sus editores; más lo divertiría aunque también lo mortificara alguna palabra que, mal dividida tipográficamente da lugar a malos entendidos, como “reputa-ción”, o la mala división de una palabra que termina con “no”, también da lugar a equívocos, como “mexica-no” que produce una frase negativa; también una lectura atenta hubiera evitado repeticiones o, peor, contradicciones. Pacheco, obsesionado con las erratas, tenía la costumbre de corregir de puño y letra en los ejemplares que sus lectores le ponían para que pusiera firma o dedicatoria; en estos Inventarios tendría que entregar fe(s) de erratas, con las disculpas que acostumbraba ofrecer al corregir esas erratas.

Comerciales en que advierten de los peligros de la nula educación sexual (cierto, ya nadie dice “gracias”), de los desconocimientos de los riesgos de adquirir enfermedades venéreas (un sabio mexicano, simpático y sincero como él solo, me contó que gracias a la profesión de médico de su padre, él y varios de sus amigos, muchos de ellos puntales de la ciencia y el arte mexicanos, se salvaron de esas enfermedades), ellos, o el de andar por la vida arrastrando un niño por amar queriendo también ser amadas con las consecuencias de las soledades arrepentidas; sin embargo, de todo culpan a la mujer, por precipitosas o por no avisar que, pese a pertenecer a familias recatadas, de hermanos celosos y padres vigilantes, portan males si no incurables cuando menos incómodos; en ningún caso culpan a los hombres. ¿Habrá sanción para los publicistas culpables? ¿Se darán cuenta las intransigentes que ven culpables menos donde los hay?

Y hay que advertir: un grupo malicioso, malintencionado, con todas las culpas de todas las generaciones que los anteceden, y que andan por la calle provocando: un vigilante en el Metro da el paso a las usuarias con una expresión extra: “pase, reina”; algunos de quienes colectan para la Cruz Roja entregan el simbolito con la expresión “para que se vea más guapa”: hay que combatirlos, denunciarlos, exhibirlos, aunque las que han recibido esos piropos se sientan halagadas.

Sergio Romano, mi jefe y amigo, mucho más amigo que jefe (que nunca fue) anda retirado momentáneamente, recuperándose de una intervención quirúrgica, y con la orden de reposar mientras se cumple el tratamiento; que disfrute leyendo y oyendo música, actividades ambas en que pocos lo hacen con mayor capacidad y placer; después seguiremos enloqueciendo a su auditorio.

Los gandallas de Gandhi, con toda maldad, se solazan exhibiendo a los escritores mexicanos, tanto en su revista como en la versión electrónica de facebook, porque los ponen a opinar de lo que deberían de saber, o sea de libros: a una le preguntan cuántos libros tiene y dice que muchos, como trescientos o quinientos; otra opina que los ilegibros en papel cebolla y doble columna son muy bonitos; y otro, indudablemente culto, se puso nervioso y al mostrar una rarísima edición de El joven, de Salvador Novo, lo confundió con Return ticket.

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