sábado, 21 de septiembre de 2013

Moviientos y represiones; Cabezas trocadas; Sergio Galindo

Gustavo Sainz estaba por salir de México, becado por un año; las circunstancias las ha narrado en diferentes lugares; fui a verlo dos días antes de su viaje, y me dedicó su Autobiografía precoz, en forma espiral, como acostumbraba: “esperando que sobreviva”, puso al final. Casi no pasó; tres días después salía de la Prepa 9, Pedro de Alba, en Insurgentes Norte; iba a la mitad del anchísimo camellón cuando llegaron, con ferocidad, dos camiones, nuevos, como los que iban de la Villa a Clasa; de él bajaron unos golpeadores, se dijo que acarreados por la CTM, y comenzaron a dar de macanazos a los que encontraron a su paso; fui uno de ellos; uno me golpeó, varias veces, y cuando se fue a perseguir a alguien más, lo relevó otro; en la cara, en la cabeza, muchos en la espalda; quien los controlaba, una persona mayor que veía con placidez los golpes, ordenó: “ya dejen a ése”; alcancé a recoger un libro, Men and Mouses, de Steinbeck. Primero me fui caminando a casa de Sara y Marialex, a quienes no encontré, y luego llegué a casa de Ana Elda, donde su madre me puso hielo en la cabeza; cuando se me pasó el mareo ya me fui a la casa de Mario Magallón, y no salí de ella hasta que se me había quitado el dolor.
                Por ello, no fui a Tlatelolco; participé en muchos actos, asistí, casi siempre como testigo, a la mayoría de las manifestaciones, sobre todo a la Manifestación del Silencio; habíamos ido varios amigos a la conferencia Los Narradores Ante el Público, de José Agustín, quien se abstuvo de dictar su charla e invitó a la gente a que se sumara a la manifestación; en ella me topé con mi maestra de Literatura en la secundaria; vimos a una muchacha desmayada en brazos de algunos de los compañeros.
                He reconstruido el Movimiento gracias a varios libros, sobre todo al de Ramírez, publicado por Era, que relata día a día desde el inicio hasta que el Consejo Nacional de Huelga lo declaró concluido; vi a muchos escritores que eran miembros de la coalición de maestros e intelectuales, allí conocí a José Revueltas, y hablé muchas veces con Carlos Monsiváis. He platicado con muchos de los que participaron como organizadores, como líderes, he leído casi todo lo que se publicó; quien pueda seguir la cronología sabe que en muchos asaltos a escuelas (la Prepa de San Ildefonso, la Voca 7, Santo Tomás) hubo muertos, y muchísimos heridos; en Tlatelolco hubo muertos, lo que reconoció incluso Gustavo Díaz Ordaz, confeso de todas esas acciones; la cifra varía de un medio a otro, de los veintitantos que dijo la prensa mexicana, a los miles que dijeron algunos corresponsales, y los cientos que alcanzaron a calcular quienes se salvaron de la cárcel o del hospital; Sotero Garciarreyes me hizo una relatoría espeluznante que traté de recrear en una entrevista que no alcanzó a salir en Audacia, pero que Sainz utilizó un par de años después en Siete, y con la que terminamos Sainz y yo nuestra autobiografía a cuatro dedos.
                Hubo héroes discretos; uno de ellos: en las conferencias de Los Narradores Ante el Público casi todos manifestaban su apoyo al Movimiento; y cuando los granaderos correteaban a los manifestantes, o a cualquiera que trajera largo el cabello (era un delito no declarado pero perseguido), muchos entraron al Palacio de Bellas Artes, con la anuencia de los vigilantes, que en cambio impedían el paso a los gendarmes; en el INBA trabajaban muchos intelectuales, quienes sin miedo alguno (y hay relatos de que amenazaban en las oficinas públicas si no hacían patente su apoyo al gobierno –que era sinónimo de intransigencia–, cuando menos con despedirlo) firmaron un pliego de apoyo a los estudiantes, sin que hubiera ninguna medida de represión, ni siquiera una llamada de atención. Quienes vivieron eso saben que las amenazas eran reales, y que esas actitudes eran un reto que de seguro vieron mal en el gobierno, aunque no de parte del secretario de Educación, Agustín Yáñez. Él y José Luis Martínez, más los firmantes, dieron una muestra de valentía poco usual entre empleados gubernamentales.
                Hay bastantes libros sobre el Movimiento, muchos buenos, otros no tanto, todos emotivos; algunos exageran, todos hablan desde su perspectiva, y varían poco o mucho. Lo único que sé de cierto es que ni el recién fallecido Tomás Cabeza de Vaca, ni mi admirado Luis González de Alba, ni Marcelino Perelló, ninguno de los líderes; ni los ya fallecidos Eli de Gortari, Heberto Castillo, ni los que firmaron manifiestos; ni los que fueron perseguidos; mucho menos los heridos, las familias, las centenares o miles de familias que perdieron un hijo durante esos meses de julio a diciembre de 1968, de haber estado en sus manos, hubieran preferido que las cosas fueran como fueron. Todos hubieran deseado que no hubiera habido el movimiento; es decir, que la policía no golpeara a los estudiantes de las Vocas 2 y 5, que no entraran los granaderos a la Preparatoria, que no vejaran a alumnos y maestros, que no hubiera habido necesidad de la Manifestación del Rector, ni la del Silencio, que no hubiera habido represión. No dudo que algún loco viera la oportunidad de colocarse en algún partido político, o algunos que se sintieron héroes de historieta o de película mala, o los que iban a las Manifestaciones a echar relajo. Todos hubiéramos deseado que los cambios consecuencia del Movimiento se dieran sin necesidad de víctimas, de muertos, de presos, de heridos, de perseguidos.
                No entiendo a los que claman que hay represión cuando impiden que unos cuantos violentos (a lo mejor son miles, pero son minoría) secuestren calles, bloqueen territorios públicos, destruyan propiedades ajenas; ¿se quieren sentir héroes, víctimas, perseguidos, cuando toleran la violencia, las amenazas de sus miembros, cuando humillan a la ciudadanía, cuando quieren poner de rodillas (y con algunos lo hacen) a las autoridades, cuando no hay ni una mínima parte de los golpeados como hace 45 años; se sienten ofendidos cuando se les refuta sus argumentos, que plantean sin coherencia, sin congruencia, cuando son incapaces de desmentir a quienes los acusan de vender, heredar, legar plazas (conozco a gente que tiene cuatro plazas, lo que es absolutamente imposible de cumplir), de negarse a evaluaciones, cuando todos somos evaluados a diario en nuestro trabajo, cuando no se nos tolera, en términos burocráticos, más de tres errores de consideración, y sólo uno grave? Se llaman lesionados cuando se les advierte que en sus escritos hay solecismos, faltas de ortografía, de sintaxis; cuando desconocen el valor de la historia; cuando violan leyes y reglamentos y amenazan con amenazarnos por protestar contra sus actos. No entiendo a los que se enojan porque refutamos sus acciones, ni menos a los que quieren ser mártires, pero no están dispuestos a sufrir las agresiones a quienes las vivieron (los golpes que me dieron fueron dolorosos, pero nada comparable a lo que sufrieron otros, los torturados, los que vivieron simulacros de fusilamiento, las compañeras que fueron violadas, los que padecieron prisión) en 1929, en 1952, en 1958-59, en 1965, en 1968, en 1971, y cuando escuchan a los granaderos golpear sus escudos, se aterran y se dicen mártires.

He visto no sé cuántas veces The Man Who Shot Liberty Valance; es una de mis cintas favoritas de uno de mis directores favoritos, pero no la entendí cabalmente hasta la penúltima vez, en que Lourdes me hizo ver la similitud con una de nuestras novelas favoritas de uno de nuestros autores favoritos: Las cabezas trocadas, de Thomas Mann. En la novela el conflicto se desata cuando una mujer, profundamente enamorada de su esposo, conoce al mejor amigo de éste; en uno admira la inteligencia, la prudencia, la sensatez, el amor que le da; en otro, la belleza física, la fortaleza, la lealtad, la capacidad de admirar; el amigo se enamora de la esposa de su mejor amigo, y ella de él; no deja de amar a su esposo, pero los deseos son los deseos, aunque la fidelidad es la fidelidad; el esposo, como es obvio, se da cuenta del deseo que surge entre los dos seres que más ama, y en un viaje, al encontrar una especie de capilla en una ermita, pide a sus acompañantes que le permitan entrar a rezar a la deidad femenina que la preside (los personajes son hindúes); solo, se siente mal por estorbar el amor que, de manera tan impetuosa pero tan pura, ha surgido entre su esposa y su mejor amigo; no le queda más remedio que quitarse de en medio, y se decapita; al ver su tardanza, su amigo entra a buscarlo, y al encontrarse ante un cadáver, admite su culpa, el amor que no le estaba permitido, se siente traidor e infiel, y culpable de la muerte del amigo al que ama, y decide decapitarse; la mujer se desespera y entra a ver la causa de la tardanza de los hombres, y al verlos decapitados, decide hacer lo mismo que ellos, sólo que la diosa, harta de tanto suicidio, se le aparece, la regaña, le advierte que no tolerará un suicidio más, y le permite enmendar los hechos; puede pegar las cabezas en sus respectivos cuerpos, y la diosa se encargará de regresarle la vida; sólo le aconseja que no vaya, en su precipitación, a pegar las cabezas al revés, viendo a sus espaldas; y por cuidarse de eso, lo hace mal: la cabeza del intelectual esposo en el cuerpo atlético del amigo, y la cabeza bella del amigo, en el cuerpo delicado del esposo.
                A Vera Miles no se le da la facultad de intercambiar cuerpos y dejar al inteligente, tímido, delicado James Stewart en el cuerpo del intrépido, vital, vigoroso y hábil John Wayne, y al revés; en uno ama la decisión, la voluntad, la idea del progreso y de combatir el mal por medio de la inteligencia, la legalidad; en otro, la valentía, la puntería perfecta, la capacidad de combatir la brutalidad por medio de la brutalidad. ¿A quién escoge? Cualquier decisión es buena, y mala al mismo tiempo. James Stewart, representante del progreso, años después rinde homenaje al espíritu indomable de John Wayne, que hizo posible que llegara una civilización que respetaba pero no entendía; Stewart sabe, también, los sentimientos encontrados y confusos de Vera Miles, y la deja sufrir a solas, respetando ese dolor por lo que pudo haber sido y no fue.

Los siguientes en la lista de Los Narradores Ante el Público fueron Rosario Castellanos y Sergio Galindo; a ella la traté muy poco, un par de veces, y me obsequió un relato para publicarlo en la revista Creación, que intentaba hacer con Jaime Gallegos, Javier Guzmán y César Jurado Lima, y que no apareció hasta que me quité de en medio, aunque colaboré en creo que todos sus números; ninguno de ellos creyó que en realidad fuera de ella el relato que entregué, y con todo y que eran más organizados que yo, lo extraviaron. Castellanos me compensó, muchos años después, al permitirme encontrar el manuscrito de su Rito de iniciación y de algunos ensayos. Por ellos, soy más conocido en el extranjero que aquí.

A Sergio Galindo lo conocí por Gustavo Sainz, en las oficinas de Nazas, y cuando le llevaba portadas de SepSetenta para su aprobación, me incitaba a charlar, a hablar de literatura, me obsequió sus libros, analizó varias de sus novelas favoritas y me explicó por qué lo eran, me hizo analizar otras; me invita a visitarlo y charlábamos y charlábamos; cuando Gustavo dio por finalizada la aventura de Equipo Creativo, Sergio, subdirector de Bellas Artes, me invitó a trabajar en el Instituto y me hizo responsable del área de las publicaciones del Departamento de Difusión; allí conocí a Jesús Luis Benítez, Aurelio González, Alejandro Ariceaga, Efrén Gutiérrez, Salvador Camelo, Roberto Fernández Iglesias.
                Allí nos conocimos Lourdes y yo.
                Después de Bellas Artes le seguía telefoneando, fui de los amigos que no dejó de serlo cuando él dejó de ser director del INBA, y con mucha frecuencia lo veíamos en su casa (cuando le llevamos la invitación a la boda nos dio un ejemplar de La comparsa, que acababa de reeditarse; Lourdes lo guardó en el abrigo, que fue la última vez que usó, y estuvo guardado en esa bolsa un par de años); lo visitábamos cuando sus enfermedades, y cuando lo nombraron de nuevo director de la Editorial de la Universidad Veracruzana me llamó para que me encargara de la edición y supervisión de sus ediciones, nuevas y reimpresiones. Al margen del trabajo, cada mes comíamos con Felipe Garrido y nos leíamos lo que habíamos en el lapso transcurrido; allí Sergio ensayaba relatos y novelas que quedaron truncas, y Felipe nos leyó todo su La urna y otras historias de amor, a la fecha su libro que prefiero.
                En la oficina en Las Lomas, donde trabajé al lado de su hija Ana Mónica, Arturo Serrano y Javier Parlange hicimos cerca de 40 libros (entre ellos reeditamos Polvos de arroz, El Norte, los cuentos de José de la Colina), pero sobre todo, en los ratos libres, compartimos lecturas; gracias a él leímos a E.M. Forster, Evelyn Waugh, Émile Zola, Umberto Eco, y por nosotros leyó a Doris Lessing, Peter Handke, Henrich Böll, y unas novelas de Forster que él desconocía; compartimos decenas de novelas policiales (presumía de su mala memoria, por lo que podía releer varias de ellas sin recordar quién era el asesino), y le conseguí un ejemplar de la que se convirtió en su policial favorita, Cara descubierta, de Joe Gores. Leí antes que nadie sus últimas novelas, y me publicó una noveleta, Una ola que se estrella contra las rocas.
                Antes de trabajar con él, apadrinó a mi hija María José, y me hizo conocer a varios escritores que admiré antes de tratarlos: Emilio Carballido, entre otros. Nos hizo sus invitados especiales en sus fiestas de Navidad y Año Nuevo, y comíamos en su casa con bastante frecuencia. Me reveló indiscreciones y entretelones del mundo intelectual. Entre las muchas aventuras literarias, destaco una: cuando los organizadores impugnaron nuestra preferencia por El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, nos empecinamos en que se le declarara triunfadora del Premio Grijalbo-El Heraldo; si yo renunciaba como jurado, hubiera habido un escándalo que en poco tiempo se olvidaría; su renuncia, que anunció, hubiera sido catastrófica: “si me escogieron por decente, están equivocados”, y se moría de la risa porque lo consideraban decente, sólo porque se vestía con elegancia y sobriedad.
                Una anécdota: me contó que su padre lo sorprendió leyendo una novela pornográfica, y lo reprendió: “no por leerla, sino por pendejo: me dio a leer a los clásicos, mucho más pornográficos pero bien escritos”. Me alegra, me enorgullece, haber estado junto a él en momentos muy difíciles, en varios aspectos, haberle sido útil, tanto en su vida privada como en la literaria. Fui confidente único de dos o tres secretos suyos. Mi estancia en la editorial se cuenta entre mis momentos más felices de mi vida laboral.

La enfermedad de Sergio lo alejó de la ciudad, y no volví a verlo; tardísimo me enteré de su partida, que aún me duele. Le debo muchas cosas que no podré pagarle, más que reconociéndolo.

Me llega un libro para completar El Librero, y luego de ojearlo lo dejé en la mesa donde están los pendientes; cuando fui a buscarlo para leerlo y hacer la nota, no lo encontré; revolvimos las recámaras, la habitación, todos los libreros, todos los sitios a donde pudo haber caminado; recordé el ensayo de Juan García Ponce sobre los libros prestados; luego de tres días desesperantes me convencí de que lo había puesto en un paquete de libros que regresaría al periódico, y fui a comprarlo a la Rosario Castellanos, pero el viernes 5 cerraron a mediodía; el sábado 6 no lo encontraron aunque su página de internet asegura que sí lo tenían; le escribí al editor, quien con amabilidad me ofreció un ejemplar; tres días después de que entregué la nota encontramos el libro escondido en una chamarra que no me había puesto en más de un mes. Fuimos de librerías y nos topamos, jubilosos, con el primer libro de Kazantzakis, y un tomo de cuentos de Robert Graves. Sin pensarlo, los compramos, sobre todo porque estaban muy baratos. Si lo hubiéramos pensado nos hubiéramos abstenido; ambos los teníamos; como consuelo, el de Graves tiene otro título, pero recordamos que ya habíamos leído los cuentos. Help!


Pese a la muerte de Johnny Laboriel, continúa la caravana que presenta a los que en los años sesenta hicieron furor con sus versiones en español de los éxitos de grupos, conjuntos y cantantes estadounidenses. En esta semana comienza algo parecido en Inglaterra, una gira que concluirá en enero, sólo que los integrantes de esa caravana son Gerry and the Pacemaker, The Searchers, Brian Poole and the Hawkes (Brian Poole era el cantante y líder de The Tremelous, el conjunto que se quedó con el contrato de Decca, venciendo a otros candidatos, como The Beatles), The Zombies, The Animals, The Yardbirds, Maggie Bell y Spencer Davis (sin Steve Winwood); no todos traen a los integrantes originales, pero un alto porcentaje es de quienes formaron esos grupos. Y por otro lado, también por esas fechas, Eric Clapton, que inició su carrera muy poco después que Angélica María, sigue presentándose con éxito, sólo que no por lana, sino por mantenerse en forma.

1 comentario:

esemendiola dijo...

Dejo este comentario, Eduardo, como prueba de que leo tus errataspuntocom con asiduidad. Realmente son textos que hacen pensar e inspiran, por todo; pero bien sabes que admiro y envidio tu prosa tanto como tu memoria y la(s)vida(s)que has vivido. Gracias por tu escritura. Es más que un motivo de orgullo considerarme tu cuate y colega. Recibe mi abrazo.