sábado, 26 de junio de 2010

Cuando el futbol era un deporte... / II

Cuenta Enrique Krauze que asistió a la inauguración del estadio de la Ciudad Deportiva; la primera vez que vi a un equipo entrenar fue en el parque 18 de Marzo, en Insurgentes Norte; fue el Atlante, en la cancha mayor de las varias que había entonces; supimos que entrenaría allí porque Jesús Desachy, quien se acababa de cambiar a la calle de Fortaleza, en la colonia Industrial, tenía un hermano en las fuerzas menores; José Luis Desachy luego fue uno de los mejores medios del Atlante, luego del San Luis Potosí y del Veracruz. Muchos años después lo entrevistamos Refugio Melchor y yo, y nos confirmó que el Atlante era tan pobre que no sólo entrenaba en un parque público, también a veces en glorietas y hasta en camellones.
Jesús Desachy nos enseñó las mañas del deporte, cómo no dejarse engañar por las gambetas (adoré un tango que dice “gambeteabas la pobreza”), y me enseñó también a ver el juego, que había descubierto y me había aficionado porque Jaime, Jorge y Humberto se la pasaban hablando de los grandes jugadores de ese momento, y sabían las hazañas del Pirata Fuente y de Horacio Casarín.
Mi padre, aficionado al beisbol, consintió en llevarme a una jornada doble de un Pentagonal, la noche en que Pedro Dellacha fracturó una pierna a Pelé y el Necaxa derrotó a Santos de Brasil 4-3; apareció por entonces un libro editado por Novaro: La historia al día del futbol mexicano; allí me enteré de la existencia de Amadeo Carrizo (a quien vimos en un Pentagonal o un Hexagonal), Ricardo Zamora, y los entonces vigentes Gordon Banks, Mazurkievics y Yashín, por entonces considerado el mejor del mundo. Sabíamos que Carrizo había anulado varias veces los ataques de Pelé, y después, que detuvo un penalti a Gerson, que seguramente ha sido el jugador más fino y exacto. (El Coco Rodríguez, portero suplente del Guadalajara, detuvo un penalti a Pepe, el cañonero de Brasil, pero con el estómago; duró varios minutos inconsciente.)
Vi otro juego en vivo: Uruguay contra Alemania, por el tercer lugar en la Jules Rimmett de 1970, aunque hice algo que ahora no me atrevo a confesar y por eso sólo vi parte del partido.

Como jugador fui pésimo; no sé por qué me permitían jugar en el recreo; desesperaba a mis compañeros y el equipo contrario se aprovechaba de mi incapacidad, para atacar por donde me ponían; sólo una vez logré despejar con fuerza, para azoro de todos; pero a la hora de la trivia le ganaba a todos, me sabía la alineación de cada equipo de la Liga Mexicana de Futbol, con el número de cada jugador (era más fácil, porque iban en orden del portero, el 1, al extremo izquierdo, el 11; los suplentes, en una época en que no había cambios durante el juego más que en torneos internacionales o partidos amistosos, usaban el que correspondía a la posición que ocupaban), el número de goles que anotaban, pero creía que era mejor ser delantero que defensa –algo que Carlos Monsiváis también creía, demostrando su ignorancia en este deporte–, y pensaba que ascendían de la defensa a la delantera. (Soy de los muy pocos que saben quién fue el Cri Cri Fernández.) De regreso de la escuela íbamos compitiendo en nombres de jugadores, entrenadores, árbitros; por Radio 590 escuchaba la narración de los partidos, y esperaba, durante la transmisión del boxeo, que dijeran el resultado de algún juego sabatino; la mayoría de las veces no me enteraba y debía esperar hasta verlo en el periódico dominical, pero si el juego había sido nocturno, no alcanzaban a incluirlo; lo mismo sucedía con el de Zacatepec, donde jugaban los domingos por la tarde, por la calor, y al terminar ya no había programas informativos y había que esperar hasta el periódico del lunes, que a veces se limitaba a dar los resultados sin decir quiénes habían anotado.
Algo sabíamos de las similitudes entre el América y el Zacatepec; en los torneos internacionales el Zacatepec le prestaba al América a Raúl Cárdenas, al Coruco Díaz y al Nene Piña; por ello, no jugaban, o sólo medio tiempo, Mario Arrieta, Pepín González y el Curro Buendía; el día que apareció la noticia de que el dueño del Zacatepec lo vendía y adquiría al América los diarios minimizaron el hecho; en vez de Emilio Echeverría era Guillermo Cañedo el presidente de los entonces Cremas, y además se trajo al entrenador del Zacatepec, Nacho Trelles, quien sustituyó a Fernando Marcos, suspendido un año por agredir al árbitro Felipe Buergos, a quien además Walter Ormeño, el portero peruano del América, le bajó un diente; en vez de Enrique Huerta (a quien mandé entrevistar; Cuca Melchor le hizo una nota espléndida), contrataron a Manuel Camacho, quien iba hacia el retiro pero aún fue un excelente guardameta, y a quien sustituyeron Jorge Iniestra y Ataulfo Sánchez, uno de los mejores porteros que ha jugado en México, a la altura de Florentino López y Miguel Marín, argentinos los tres. La noticia ha sido la más importante, porque allí cambió el rumbo del futbol mexicano, y del deporte en general: se multiplicaron las transmisiones de futbol antes una o dos a la semana, hasta no sólo opacar, sino anular las de otros deportes. Mientras más futbol se transmitió disminuyeron las de boxeo, toreo, beisbol; algunos programas desaparecieron, hasta hacer que en las redacciones de los diarios, futbol sea sinónimo de deporte, y se llegue al extremo ridículo de que los cronistas deportivos desconozcan las reglas de los deportes que no son futbol.

En 1962 apareció un álbum de futbol; fue el segundo que llené; y eso que hicieron trampa, porque además de las páginas, dos para cada equipo, salieron a última hora estampas para las guardas, con Pelé como el único huésped de esas dos hojas extra; las páginas centrales las ocupaba un rompecabezas con una caricatura de todos los clubes representados por la figura emblemática de cada equipo: una chiva para el Guadalajara, una margarita para el Atlas, un león para el León; no recuerdo qué fue para el América, que no eran águilas aún, y nunca lo serán para quienes comenzamos a ver futbol antes de los años setenta, antes de que se llenara de extranjeros, al grado de que Tito Monterroso llegó a decir que con tanto brasileño y argentino, el equipo debería llamarse Suramérica.
Juntar ese álbum fue emocionante; competía con mis amigos, sobre todo Humberto Huerta, con una rivalidad que no llegaba a otros ámbitos, sólo a ver quién contestaba más preguntas en clase; sufrimos el desconsuelo de ver que no entendíamos la raíz cuadrada y menos la cúbica, pero que superábamos a los demás en ortografía y división silábica; él no me reprochaba que, en su equipo, representé un lastre, pero me hacía jugar incluso en Fortaleza, y con él admiré a jugadores militantes en equipos diferentes de nuestros favoritos, como a los del Guadalajara, a Manuel Tello, a Miloc, a Villalón (manco como Beckenbauer contra Alemania en 1970), Fello Hernández, Carvajal; y seguí viendo futbol hasta 1972, ya no cerca de Humberto sino de Paco Alvarado, quien nunca aprendió a jugar beisbol, ni siquiera lo entendió, pero era un excelente portero; como jugador, me explicó la táctica de este deporte y llegué a entenderlo mucho mejor que los cronistas que sólo saben decir, como aquel Alonso Sordo Noriega de los años cuarenta y cincuenta, “viene la pelota para acá, va la pelota para allá” (pero él sólo suplió al locutor titular, que no llegó al estadio después de una parranda absoluta); una noche, en El Horreo, Paco y yo explicamos a un amigo por qué su equipo favorito sufría tanto para ganar, y le mostramos el esquema que debería seguir; como nuestro amigo tenía un sobrino que jugaba en ese equipo, y además este sobrino tenía un padre muy poderoso tanto en la política como en la industria, le platicó a su sobrino nuestras teorías, y lo llevó para que se lo explicáramos; le pareció tan obvio que se lo contó a su entrenador, y el entrenador accedió a ir a vernos al Horreo, donde fuimos explícitos y generosos, y al entrenador le pareció tan obvio, tan lógico lo que decíamos, que decidió ponerlo en práctica para su siguiente juego; en efecto, lo puso en práctica; vimos por televisión que nos hizo caso, y que salieron a jugar según nuestro esquema; fue la última vez que vimos un juego con nuestro amigo, porque el equipo de su sobrino sufrió la peor goliza desde 1958, y no ha vuelto a sufrir una de esa magnitud.
También me retiré del futbol como espectador, y sólo de vez en cuando veía los juegos del Cruz Azul, que tenía una táctica estupenda, jugaba con tanta frialdad e inteligencia que no había manera de ganarle; o al equipo que dirigiera Ricardo de León, que desesperaba a los cronistas y aficionados, pero que puso en práctica algo elemental: para ganar no hay que anotar muchos goles sino evitar que el rival anote; es mejor un juego de 1-0 que un 5-1, aunque éste sea más emocionante; el deporte, para que sea bueno, debe tener competencia, y es mejor ganarle a los buenos que a los malos; por eso siguen siendo buenos el beisbol y el futbol americano, en donde la diferencia entre los equipos buenos y los malos es tan pequeña que no se nota más que en la marca de ganados y perdidos, pero en el campo por lo regular hay mucho equilibrio; es tan elemental como en la política: si un presidente tiene críticos y contrincantes poderosos, tendrá más fuerza que el que manda por la fuerza.
Por mi reticencia al futbol pude hacer una sección deportiva en El Financiero que no dependiera del futbol, y cuando lo abordábamos lo hicimos desde una perspectiva diferente, y con humor; Araceli Muñoz tuvo permiso para entrar a un vestidor tras el triunfo de un equipo, y pudo apreciar las verdaderas diferencias entre los jugadores; espiamos a los equipos para saber cuáles son sus sobrenombres reales, no los que les asestan los cronistas; los expusimos como tramposos y antiéticos que cometen faltas que todo mundo ve, y levantan las manitas como diciendo “yo no fui”, y logramos que durante una época, al cometer una falta, algunos (los que nos leían) no disimularan inocencia; comparamos el gabinete de Ernesto Zedillo con la selección mexicana de futbol, para tormento de los seleccionados; por eso, insumisos, reacios a las medidas que querían imponer los clubes, nos vetaron, hicieron una auténtica cacería de brujas y no dejaban entrar a los entrenamientos a Cuca, a Nancy González ni a Araceli Muñoz; entrevistamos a muchas glorias del pasado, y conseguimos unas declaraciones conmovedoras de Arlindo; logramos en fin un reconocimiento internacional, y que muchos escritores siguieran con gusto nuestra sección; las reticencias fueron en las federaciones deportivas y en algunos compañeros del periódico que pensaban que una auténtica sección deportiva debía de olvidarse de la política, la economía, limitarse a dar resultados y a seguir los lineamientos dictados por las televisoras.

De niño envidié la habilidad de Ernesto Cisneros para cabecear con potencia; la velocidad de Pedro Nájera y su tenacidad para recuperar balones (que él mismo había perdido, decían sus detractores), la firmeza del Pescado Portugal; la velocidad y la potencia de Juan Bosco, la rudeza de Héctor Hernández, los trallazos (esa palabra la entendemos todos) de Magdaleno Mercado y Jasso y Flores; la finura de Ángel Schandley y de Lalo Pálmer; después, pese a una antipatía injustificada, la habilidad de Carlos Reynoso, y como si fuera mía, la garra de José Luis Desachy, quien fino y de mucha calidad, calificaba de tibieza sospechosa la actitud de muchos jugadores que rehúyen la dureza. Ahora no se les envidia la calidad de juego, sino las mujeres a las que atraen y se les entregan, y luego descubren que las gambetas y las chilenas sólo las “ejecutan” en la cancha y entonces prueban suerte con otros compañeros del mismo equipo; o peor, con los contrincantes; de atraerme el dinero, envidiaría los sueldos que cobran, pero nunca envidiaría la vida que llevarán a su retiro, pedaleando una bicicleta inexistente, como Pelé, o buscando que hablen de ellos sea como sea, como Maradona, y dando lástimas.

Me queda pendiente hablar de mis andanzas como espectador, jugador y de nuevo espectador de futbol americano, y como espectador de tenis; del primero habló mi amigo Enrique Krauze; el segundo no lo mencionó, pero fue igual de importante, lo mismo que el automovilismo, y del mundo extrañísimo del frontón.

Impresiona el impacto que causó el fallecimiento de Carlos Monsiváis; impresiona más que ninguno de los que hablan, hablen de algún libro, de su obra, sino de su amistad con él, de las causas que defendió, de sus ocurrencias, sus anécdotas, las aventuras que tuvieron juntos; también, que quienes lo elogian sean los que combatió, de los que se burló, y que lo hagan como si lo hubieran leído: alguna vez él se quejaba de que publicar en México era azaroso, porque la gente no sabía que se había publicado; si lo sabían, no sabían qué; si sabían, no lo habían leído, y si lo habían leído, no lo habían entendido; han comenzado a aparecer los críticos; ¿saldrán los detractores, lo que tenían qué reclamarle? Y a ellos, ¿los dejarán hablar?

Otra posdata: durante la semana pasada hubo tres blanqueadas diarias en las Ligas Mayores, excepto el viernes, que hubo cuatro y la quinta se frustró en la novena entrada; hasta el viernes, 21 juegos habían terminado con marcador de 1-0, y el mismo viernes se lanzó el cuarto juego sin hit de la temporada, más tres de un hit hasta el 25 de junio; en 1908, 1917, 1969 y 1990 hubo seis juegos sin hit en toda la temporada; faltan tres meses y medio para alcanzar y romper esa marca; pero hay millones viendo juegos de futbol que ellos mismos califican de malos y feos.

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