La aparición de los tres tomos que seleccionan una parte
significativa pero menor de la columna Inventario, que José Emilio Pacheco
publicó en los últimos meses del Excélsior
dirigido por Julio Scherer, y en Proceso
desde su fundación hasta el fallecimiento de Pacheco, en enero de 2014, ha sido
esperada desde el anuncio de que habría preventa en la feria del libro en
Guadalajara; son tres tomos con cerca de 650 páginas cada uno, pero en un
formato inusualmente mayor que el acostumbrado en Ediciones Era, del mismo
tamaño que los Cuadernos de la cárcel,
de Gramsci, aunque con caja más pequeña y letra más grande.
No hay
engaño: el título del libro respeta el nombre de la columna; no hay noticias de
que vayan a recopilarse las columnas muy semejantes, prácticamente iguales, que
publicó en México en la Cultura
(aunque la mayoría fueron reseñas, más que columnas), la Revista de la Universidad de México (parte reseñas y crítica y
parte columna), La Cultura en México,
El Heraldo Cultural, Nexos, Plural, Letras Libres y otras desperdigadas en alguna revista tipo Caballero y en otras publicaciones
aparentemente dirigidas a un público femenino, pero con las mismas intenciones
y la misma calidad que las que ahora se recopilan. Tuvieron diferentes nombres,
casi todas mencionadas por Hugo J. Verani en La hoguera y el viento (UNAM, Era), ni consideradas tampoco en el Diccionario de Escritores Mexicanos, que
en cambio incluye vida y obra de Julián Hernández, el más renombrado de los
heterónimos de Pacheco. (Este diccionario excluye lo que no consideran
cultural, y dejan fuera gran parte de la obra de muchos autores dignos de
respeto sólo porque no se publicó en revistas culturales.) Además,
colaboraciones esporádicas en otros diarios, revistas y suplementos. Si se
llega a recoger todo puede igualar el número de volúmenes de las Obras completas de Alfonso Reyes. Y los
no incluidos son los que más falta hacen, porque finalmente en las páginas
electrónicas es posible consultar, guardar e imprimir prácticamente todo lo que
publicó en Proceso.
Hay una
reacción que me toma por sorpresa: muchos lectores esperaban más ensayos sobre
literatura que sobre historia, política y vida cotidiana; no es de asombrar: a
los literatos no los consideran historiadores, aunque hayan hecho estudios
notables y novedosos sobre estos aspectos; no sólo Pacheco: él mismo decía que
a Fernando Benítez no lo tomaban en serio pese a sus libros sobre la Colonia y
sobre la Revolución Mexicana, con el tema central de vida y obra de Lázaro
Cárdenas. Y no son los únicos.
Juntos,
nos revelan un aspecto que se sale del esquema (los esquemas que limitan y
reducen a fórmulas la obra de Pacheco, en especial la poesía “ready-made” y las
lecturas unidimensionales de la narrativa, aspecto del que también me considero
culpable, porque hasta que comencé la lectura de la tercera versión de Morirás lejos me di cuenta de guiños
inequívocos sobre libros e influencias que no había visto, ni yo ni nadie).
Muchos
lectores de su poesía ven con menos interés la narrativa, y viceversa; menos
observan los ensayos, y creo que han considerado más el periodismo cultural,
quizá porque es más sencillo, y aplica la fórmula de Borges y Reyes, influencias
notorias, de que el periodismo debe ser amable con el lector; en efecto, los
inventarios y columnas semejantes hacen que el lector se sienta culto e
inteligente.
Pero el
otro aspecto es el de historiador, pues no se limita a repetir y glosar
historias conocidas o las poco conocidas: ahonda en hechos y personajes, encuentra
explicaciones que, sutiles, otros pasan por alto, y que comprenden actitudes
personales, amistades o rencores, situación económica, enamoramientos que
influyen en el comportamiento en batallas, el entorno cultural que modifica el
pensamiento de los protagonistas y, sobre todo, no juzga desde el presente, y
muchas veces no juzga, sólo explica y juega a lo que pudo haber sido y no fue.
Como
historiador hace lo que otros no; por eso son tan entrañables estos
inventarios, porque está el Pacheco al que hemos valorado por debajo de sus
otras actividades.
Repito: se agradece la excelente redacción, la gramática
amable, la consideración para con el lector a quien pone al tanto de lo que
suele ignorarse; conecta la historia con la literatura, y a ésta con la
política y con la sensualidad; como sucede con el periodismo, y es algo de lo
que siempre estuvo consciente, hay hechos, datos, palabras, frases,
observaciones, que envejecen o pasan de moda; en uno de los inventarios más
recordados, “La vida en México durante el periodo presidencial de Rafael
Baledón”, pierde actualidad no frente a los sucesos (Trump ha aparecido en 12
filmes, uno de ellos nada menos que de Woody Allen), sino frente a las
personas; obviamente la referencia a Baledón le dice algo sólo a los cinéfilos de
muy buena memoria, y a los que no son víctimas de Netflix, Blim y esas redes,
para quienes el cine viejo es el de los años noventa; con el buen chiste de que
Reagan sucumbe haciendo la prueba del añejo no muchos podrán recordar que antes
de que John Gavin aceptara el cargo de embajador en México había filmado un
comercial de ron Bacardi, cuya calidad la garantizaba su añejamiento; otra
referencia cercana, la de Alcoholy Queen, asombrará a quien no se acuerde del
comercial de Viejo Vergel, “como el viejo decía” (y que no hubo segunda campaña
por culpa mía y de Antonio Flores González).
La
referencia a Elvira Luz Cruz es muy dramática, pero las averiguaciones
posteriores muestran que el caso, sin dejar de ser dramático y atroz, tenía
otras características que las que conoció Pacheco, y todos, en esas fechas.
Hay
algunas características de la edición que no se puede dejar de señalar: en el
primer tomo, cuando Pacheco habla de décadas, dice “los treintas, los
cincuentas”; en tomos posteriores ya los escribe en singular; abundan frases y
títulos en que nombres propios son convertidos en adjetivos, y se hicieron
correcciones injustificadas, y en cambio perpetuaron erratas que a Pacheco no
le hubiera disgustado que se enmendaran. Igualmente, se actualizó la ortografía
según recomendaciones de la RAE que Pacheco no aceptaba. Ausencias notables:
notas al pie e índice de nombres (uno de temas hubiera abarcado mucho, sin gran
utilidad); las notas de los editores hubieran puesto al lector en conocimiento
de datos históricos (devaluaciones, asonadas, rumores que la gente tomó como
reales, amasiatos de estrellas con políticos, y no por el mero chisme) que
dieran contexto a inventarios que 40 años después llegan descontextualizados.
Otra
curiosidad; en el primer tomo Pacheco dice con alguna frecuencia “sino todo lo
contrario”, que era como se decía que había dicho el presidente Echeverría
acerca de la devaluación, o de inundaciones o de cualquier otro asunto; el
rumor fue tan hondo que se sigue adjudicando la frase a Luis Echeverría, cuando
en realidad la dijo el entonces secretario de Agricultura y Ganadería, Manuel
Bernardo Aguirre, y fue “antes al contrario”, como cita Pacheco en los tomos
posteriores; la corrección nada hubiera alterado, antes al contrario. Hay, sin
embargo, asuntos inesperadamente actuales, como en el segundo inventario sobre
Mussolini, que al definirlo a él y al fascismo parece que habla de Donald Trump
o de dos o tres precandidatos a las elecciones de 2018, en el país y en la capital:
igualitos.
Abundan,
desde luego, los inventarios que se refieren a la historia cultural y que siguen
siendo indispensables, aportan datos que antes de Pacheco no eran de dominio
público; se agradece también la inclusión de los que narran capítulos
autobiográficos, en los que nos regala claves para entender su obra, cómo se
conectan entre sí, y sus orígenes; como no son explícitos, seguimos repitiendo
los lugares comunes y sus influencias, nada ocultas, no las acabamos de
entrever, pero las dijo con claridad.
Otra
circunstancia; muchos inventarios son inolvidables, pero pueden leerse como si
fueran nuevos; algunos, muy enclavados en una época, han perdido actualidad y
se leen con gusto por la prosa y la inteligencia, no por el asunto tratado. Y
recalco que para la mayoría de los lectores entusiastas para quienes Pacheco es
uno de sus autores favoritos, si no el favorito (nótese que él no usaba la
palabra “fan”), los inventarios quedaron en la memoria colectiva; se decía
desde principios de los ochenta que Proceso
se leía de atrás para adelante: “Boogey el Aceitoso”, “Inventario” y la
columna de García Márquez, para rematar con el editorial más inteligente, el de
Naranjo. Así, en las ausencias de Pacheco cuando viajaba al extranjero o porque
terminaba un libro, se echaba de menos hasta que algún conocido anunciaba que
ya había regresado; son pocas las que los lectores de entonces desconocemos, y
para los lectores que conocieron la columna a finales de los noventa, casi todo
es novedad y una aportación valiosa.
En las
palabras introductorias no se explica el criterio de la selección, sólo el más
notorio, el cronológico, pero abundan los que se refieren a algún inventario no
recopilado, lo que deja al lector con la obligación de buscarlo en la red,
fácil de localizar pero no de leer (por la transcripción no pulcra); suponemos
que los muchos que tienen coleccionadas todas las columnas, insistirán
en que dejaron fuera algunas tan buenas como las incluidas. Por mi parte, me
gustaría que además se compilaran, aunque fuera sólo para las redes, muchas de
las que formaron la columna, con otro nombre y otras publicaciones. (De hecho,
en la página de facebook José Emilio
Pacheco: textos a la deriva, ha habido una recuperación asombrosa y loable
de textos muy antiguos, de Estaciones,
La Palabra y el Hombre —cuya historia
y relación con Pacheco está por escribirse— y aún antes, y desde luego del Diorama y de La Cultura en México).
Uno se entera, con estupor y dolencia, del fallecimiento de
Juan Bañuelos, un poeta excelente y magnífico amigo; en lo particular lo
recuerdo en Editorial Novaro, siempre dispuesto a platicar, recomendar lecturas
(sobre todo, de poesía religiosa), a chismear sobre amigos; nunca salí sin un
paquete de cómics, obsequio suyo; allí me confió que una de sus grandes
influencias o coincidencias fue José Hierro, al que me hizo leer de otra
manera. Sus sonetos a la muerte del padre son extraordinarios; confieso que sólo
una vez los pude leer en voz alta, aunque varias veces estuve a punto de que se
me quebrara la voz. Pese a su temática social, a sus poemas sobre la muerte, sobre la
iniquidad, sobre la represión, Bañuelos era simpático, afable, cordial,
divertido.
El viernes 31 llegó, escueta, la noticia del fallecimiento de Rubén Amaro (Sr., le dicen las agencias gringas); hijo de Santos Amaro, que no llegó a las Ligas Mayores por el color de su piel, y padre de Rubén Amaro Jr., jardinero, asistente de gerente, luego gerente y ahora coach de tercera de los Medias Rojas (en preparación hacia su carrera como mánager), jugó unos pocos años en las Mayores; los cables resaltan que fue el ganador del Guante de Oro como short stop de los Filis de Filadelfia en 1964, pero olvidan decir que ese año logró la mayor hazaña, pues lo premiaron aunque era suplente de Boby Wine, un excelente parador en corto, y quien jugó 108 partidos en esa posición; Amaro estuvo en 79 juegos en el campo corto, 58 en primera base supliendo John Hernstein y a Frank Thomas, y algunos pocos juegos en tercera y en primera base, más uno en el jardín; aunque su porcentaje fue de .264 y empujó apenas 34 carreras, lo hizo en momentos clave, y fue la razón por la que su equipo peleó hasta el último día por el campeonato de la Liga Nacional, aunque terminó un juego abajo de los Cardenales de San Luis; pese a Johnny Callison, Dick (o Richie) Allen, Thomas, Vic Power, Wes Covington, Filis lo escogió como su jugador más valioso, y la Nacional lo recompensó: es el único suplente en ser Guante de Oro sin ser titular. Excelente fildeador, heredó de su padre la habilidad al campo y se la legó a su hijo. Aunque estuvo 12 años en las Mayores, prosiguió su carrera como coach, buscador, y entrenador de fildeo en las Menores con varios equipos, como los mismos Filis y los Oseznos de Chicago. Además, fue de los pocos seres de carne y hueso en aparecer en Chanoc, junto al sabio Monsiváis y a Carlos Albert, al que confundieron con el robot, Sócrates. Fue de mis primeros ídolos deportivos, y nunca he dejado de admirarlo
El viernes 31 llegó, escueta, la noticia del fallecimiento de Rubén Amaro (Sr., le dicen las agencias gringas); hijo de Santos Amaro, que no llegó a las Ligas Mayores por el color de su piel, y padre de Rubén Amaro Jr., jardinero, asistente de gerente, luego gerente y ahora coach de tercera de los Medias Rojas (en preparación hacia su carrera como mánager), jugó unos pocos años en las Mayores; los cables resaltan que fue el ganador del Guante de Oro como short stop de los Filis de Filadelfia en 1964, pero olvidan decir que ese año logró la mayor hazaña, pues lo premiaron aunque era suplente de Boby Wine, un excelente parador en corto, y quien jugó 108 partidos en esa posición; Amaro estuvo en 79 juegos en el campo corto, 58 en primera base supliendo John Hernstein y a Frank Thomas, y algunos pocos juegos en tercera y en primera base, más uno en el jardín; aunque su porcentaje fue de .264 y empujó apenas 34 carreras, lo hizo en momentos clave, y fue la razón por la que su equipo peleó hasta el último día por el campeonato de la Liga Nacional, aunque terminó un juego abajo de los Cardenales de San Luis; pese a Johnny Callison, Dick (o Richie) Allen, Thomas, Vic Power, Wes Covington, Filis lo escogió como su jugador más valioso, y la Nacional lo recompensó: es el único suplente en ser Guante de Oro sin ser titular. Excelente fildeador, heredó de su padre la habilidad al campo y se la legó a su hijo. Aunque estuvo 12 años en las Mayores, prosiguió su carrera como coach, buscador, y entrenador de fildeo en las Menores con varios equipos, como los mismos Filis y los Oseznos de Chicago. Además, fue de los pocos seres de carne y hueso en aparecer en Chanoc, junto al sabio Monsiváis y a Carlos Albert, al que confundieron con el robot, Sócrates. Fue de mis primeros ídolos deportivos, y nunca he dejado de admirarlo
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