viernes, 27 de diciembre de 2019


También a JEP lo seguían las erratas

José Emilio Pacheco tenía la costumbre de enmendar las erratas más visibles, cuando alguien le pedía que le dedicara algún ejemplar de alguno de sus libros.

La tarde de un lunes de mayo de 1970 (una semana con pocos días hábiles porque el 1 era lunes, festivo, y el viernes era 5, en esas épocas, también festivo, por lo de la batalla de Puebla con lo que el puente natural era enorme; no estaban ni Benítez ni Rojo, sólo él y una visita: Juan Manuel Torres), en el tapanco de la casona en Vallarta 20, domicilio de la revista Siempre! y en donde, alrededor de una mesa no muy grande, Fernando Benítez, Vicente Rojo y el propio Pacheco (y ocasionalmente Carlos Monsiváis) revisaban originales, los marcaban, los corregían, y Rojo los imaginaba sobre las sábanas que formaban el suplemento La Cultura en México, le puse enfrente un ejemplar de la segunda edición de El viento distante, lo tomó y buscó la página 62, en el relato “La reina” y con su flair negra enmendó una errata; en vez de “…llegaste para que nadie dijera que me cortejeabas…” tachó la e sobrante y quedó “cortejaba”; se fue a la página 93, “Virgen de los veranos”, y en el segundo párrafo de esa página, el sexto renglón, agregó un “de” para que fuera la frase verdadera, “[dán-]dome órdenes paquí y pallá como si de verdá…”; aun se fue a la página 105, de “No entenderás”, y en el cuarto renglón del último párrafo tachó “botes” y en su lugar, con letras mayúsculas pero diminutas puso “latas”; tres erratas en un libro no es para alarmar a nadie, excepto para los que habitan el país de los editores y correctores.

En Ediciones Era no había la costumbre, ni la hay, de anotar quién era el responsable de la edición, pero es de creer que el libro lo corrigió el mismo Pacheco, quien siempre se mostró orgulloso, aunque discreto, de su oficio de editor. Era el responsable, ante la indiferencia de Monsiváis, de las correcciones en La Cultura en México.

Ese mismo día me firmó El reposo del fuego, primera edición (que compré por 13 pesos, seguramente en la Librería Zaplana), del Fondo de Cultura Económica, 1966, aún regido por Arnaldo Orfila Reynal, y que estuvo a cargo el propio Pacheco, según reza el colofón. Tampoco hizo enmiendas a Los elementos de la noche, publicado por la unam en 1963, en la colección Poemas y Ensayos dirigida por su jefe y amigo Jaime García Terrés; la edición estuvo al cuidado de Jesús Arellano y del propio Pacheco.

Jesús Arellano, uno de los poetas más curiosos que ha existido en México, era un excelente corrector, autor de un manual de corrección que no ha perdido actualidad excepto por el hecho de que los libros ya no se hacen en linotipo (que exigía más cuidado, pues una letra de más o de menos no podían condensarse, como ahora con los libros hechos en computadora, y no con programas tipográficos, como el Compugraphic, a principio, en los años ochenta). Y Arellano estuvo al cuidado de la Antología del Modernismo, una de las mejores que se han hecho en México, y que es motivo de esta nota.

El cuarto libro que me autografió esa tarde fue No me preguntes cómo pasa el tiempo. Fue el tercer ejemplar de ese libro que compré; me gustó muchísimo y quería que mis amigos lo leyeran, así que le di un ejemplar a Patricia Proal y después otro no recuerdo si a Rubén Maní o a Arturo Olvera. Y para no seguir comprando, le pedí a Pacheco que me lo firmara, y él me dijo que prefería no hacerlo para que lo siguiera obsequiando. Ese ejemplar, libro preferido entre casi todos sus lectores, también sufrió enmiendas: en “Crónica de Indias”, en el verso “a cuando natural se nos opuso” corrigió: cuanto, con tinta negra; cuando la vi le dije que ya la había advertido. Puso cara de simpatía y asombro, y me dijo: “me da gusto que la haya visto”. En “Vanagloria o alabanza en boca propia” aumentó: “Infatigable”; quedó “infatigablemente”. “Mejor que el vino” mejoró con un acento que falta en el último verso: “a guardar tales ansias para solo tu lecho nocturno” a “a guardar tales ansias para sólo tu lecho nocturno”.
Es de recordar que, como Gabriel Zaid, Pacheco tampoco aceptó las sugerencias de la Real Academia de la Lengua en cuanto acentos que considera innecesarios, y los siguió usando. En las “Aproximaciones” aumentó con “Sobre la traducción de Robert Lowell” el título “De la ‘Décima Sátira’ de Juvenal”. Y en el epígrafe de “Legítima defensa” agregó el artículo “the” en la última línea: “For time is endless and the world is wide”. Tres erratas y dos añadidos en todo el tomo no son para avergonzar a nadie, pero a Pacheco lo atormentaron. Mi edición tiene tres dedicatorias, la de 1970, una posdata de 1980 y otra del mismo 1980, meses después.


Irás y no volverás, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1973, bajo un equipo ya comandado por José C. Vázquez, tiene en cambio diez erratas, entre moscas (término para describir una letra de más, o una por otra, o acentos inútiles), títulos incompletos, versos incompletos, marcados minuciosamente en mi ejemplar por la mano de Pacheco; no describiré sino una sola anotación: la leyenda en el colofón donde dice que fue el propio Pacheco quien corrigió el libro, quedó, gracias a una dele, “La edición no estuvo a cargo del autor”.


Islas a la deriva, publicada por Siglo XXI Editores, sin ninguna errata, proclama orgullosa que la edición estuvo a cargo de Martí Soler y el propio Pacheco.

A partir de entonces Pacheco no me dejó adquirir sus libros: o me los entregaba en un restaurante o me los hacía llegar mediante la editorial, algunos dedicados, otros después, previa cita, como dice el pleonasmo más citado en estos tiempos. Los dos últimos, me dijo con un tono de asombro, que sólo yo los había reseñado. Regresaré después con sus diferentes Tarde o temprano, uno de ellos, el único revisado por mí, en circunstancias simpáticas (pese a que, por diferentes versiones, se me adjudicaron varios, pero era más un mensaje de amistad que otra cosa).

Morirás lejos, su extraordinaria novela a la fecha no valorada como se merece, tiene varias anotaciones, casi todas curiosas; como era costumbre en Joaquín Mortiz, una de sus editoriales favoritas, no se consigna el nombre del responsable de la edición; también como se sabe, el trabajo sobrepasaba a don Joaquín Díez-Canedo y a Bernardo Giner de los Ríos, y entonces favorecían a diferentes escritores a quienes encargaban dictámenes (con resultados variables), redacción de las solapas o la corrección del manuscrito o de las páginas (también con resultados variables; eso se sabe por indiscreciones de Vicente Leñero en el peor de sus cuentos; por una reseña de José de la Colina a Desconsideraciones, de Juan García Ponce, y mi experiencia: en Equipo Creativo hicimos las portadas de algunos libros, en especial Cadáver lleno de mundo, de Jorge Aguilar Mora); la primera de varias erratas que Pacheco marcó en mi ejemplar está en la primera página: fútbol; para los lectores actuales debe sorprenderles que lo haya corregido suprimiendo el acento, porque ahora varios periódicos, como El Universal, usan el acento en esta palabra, lo mismo que en beisbol, y sobre todo, las televisoras y las agencias noticiosas usan ese acento hispano y argentino, pero que en México no debe usarse, tal y como atestigua el Diccionario de la Real Academia Española; en la penúltima página hay otra corrección: ideal por “irreal”, que en efecto cambia el sentido de la frase.


Pero hay otras marcas: en la página 50 un de por un en; en la 94 suprimió una coma; en la 111 suprimió una n y en la 135 cambió un de por un en. Nada que cambiara el sentido, pero no dejó de marcarlos.

Esa primera edición vio enmendadas esas erratas diez años después, en la segunda, de 1977; por alguna razón, que mucho me asombra aún, José Emilio deseaba que yo tuviera el primer ejemplar (fuera de los suyos) de esa edición, y no envió los siguientes, ni siquiera a Noé Jitrik, a quien está dedicado, hasta no asegurarse que ya estuviera en mis manos; ejemplar que leí como si fuera la primera vez que leyera la novela, y me siguió fascinando, aunque no tanto como la tercera, ya en Ediciones Era, con el asombro de que fue en esta versión cuando entendí todas las referencias, los juegos, los párrafos espejo, los homenajes a varios escritores, y la verdadera intención del libro, Me duele no haberlos entendido antes, para comentárselos.

En El principio del placer, primera edición, en Joaquín Mortiz, hay también unas pocas erratas, marcadas por él: un asterisco que faltaba en la página 30, del relato que da nombre al volumen; un Schubert por el Schumann que estaba equivocado, en la 102; un stories por el stores en la 103; en la 117 enmendó un comprarlo en vez de compararlo. Pero entre esta primera edición y la segunda de Ediciones Era hay un cambio importante: en vez del “A Arturo Ripstein”, cacofónico, queda “Para Arturo Ripstein”, ya no cacofónico aunque subsiste la sinalefa, inevitable, sin embargo.

Caso curioso: los cambios en las dedicatorias, que deben diferenciar los lectores, tanto en Morirás lejos como en Las batallas en el desierto, pero más curioso el de Tarde o temprano, segunda edición, de 2000, que añade un crédito curioso: “Edición de Ana Clavel”, aunque en el colofón hace constar que la edición estuvo al cuidado de Gerardo Cabello, legendario editor del fce, Mario Aranda y Ana Clavel; pese a los tres lectores, se escaparon seis erratas, que en su momento hice llegar a Pacheco y él a los encargados; nueve años después apareció una tercera (aunque en los créditos se dice que es cuarta) edición, con el crédito de Ana Clavel como editora; hice constar que repetía seis erratas, aunque diferentes de la edición anterior; Pacheco me dijo que eso era muy curioso, porque se había usado la misma tipografía electrónica de la edición anterior, y las nuevas erratas no venían en los libros añadidos, cuya tipografía electrónica fue proporcionada por Ediciones Era, y estaba limpia; me pidió que le dijera los errores, para que la edición definitiva, en España, apareciera completamente limpia. No he podido conseguir la edición, no sólo por afán de coleccionista, sino por tener una edición en donde yo hubiera intervenido, aunque fuera mínima y anónimamente.

La más grave de todas sus erratas estuvo, y está, en la Antología del Modernismo, cuya primera edición apareció en la Biblioteca del Estudiante Universitario, de la unam, en 1970, y que preparó en Canadá; antología extraordinaria, tanto por el estudio que hace de la época, del Modernismo, y de los autores incluidos; una de las cuestiones más importantes es la reivindicación de Amado Nervo, al que había atacado en su primera antología, La poesía mexicana del siglo xix, editado por Empresas Editoriales, a cargo de Rafael Gimenes Siles, uno de los grandes héroes del libro español y luego del mexicano, y por el entonces más famoso crítico literario, Emmanuel Carballo.

Son muchas las cualidades de la Antología del Modernismo, desde la actualización de la lectura de muchos poemas, como la selección misma de los poemas, la explicación histórica de los poetas, los poemas, algunas frases, que hacen que el lector entienda poemas llenos de misterio, o desentraña la historia de algunos escritos, como el “Idilio Salvaje” de Manuel José Othón, aunque se abstiene de algunas explicitaciones con sentido erótico, como en muchos de los poemas de Ramón López Velarde, y en especial, el prólogo extraordinario que ubica a los Modernistas mexicanos en el contexto político, sobre todo los que por una u otra causa apoyaron a Victoriano Huerta (y que cobra actualidad en estos momentos, en que el presidente de la República descalifica a los intelectuales y científicos y los compara con los que atacaron a Madero y “prefirieron a Díaz o a Huerta”). Por donde se le vea, es una antología extraordinaria, inigualable aunque las dos reediciones de la antología del siglo xix, ambas para Promexa de René Solís, Patricia Bueno, Pilar Tapia y otros, sean bastante buenas, como lo es Poesía modernista, poco conocida y un tanto limitada.

En los párrafos finales de la Introducción Pacheco agradece la “particularmente ardua corrección de pruebas” a cargo de Maruja Valcarce y Jesús Arellano, y además de la lectura previa de Miguel González, Porfirio Martínez Peñalosa, Julio Ortega, Fernando Rafful y Juan Manuel Torres, Pacheco acota que Antonio Acevedo Escobedo, Miguel Capistrán, Enrique Caracciolo, Ernesto Flores, Henrique González Casanova, Ernesto Mejía Sánchez, Carlos Monsiváis, Ernesto Prado Velásquez (coautor del primer Diccionario de Escritores Mexicanos), Efrén Rebolledo Jr., María del Carmen Ruiz Castañeda, Kazuya Sakai (sic), Rodolfo Usigli y Héctor Valdés le proporcionaron “datos que no habían aparecido en ningún otro libro” y de la abrumadora bibliografía al pie de la nota correspondiente a cada poeta, que revela cientos de lecturas.

La primera edición, en dos volúmenes, constó de 5,000 ejemplares, que se agotaron en relativamente poco tiempo; la misma unam, en coedición con Era, publicó una segunda edición siete años después, de la que Pacheco se mostró a disgusto, porque no le habían consultado, según me dijo, para hacer correcciones; no fue sino hasta hace poco menos de dos años, cuando emprendí la relectura de la Antología, que me percaté del error: en la página xlv, al hablar de José Juan Tablada y la Revista Moderna, específicamente el poema “Misa Negra” (no incluido en la Antología), menciona una carta a Jesús Urueta, Marcelino Dávalos, Alberto Leduc, Francisco M. de Olaguíbel y José Peón del Valle “para condenar la hipocresía de un público que tolera garitos y prostíbulos y se alarma ante un poema erótico”. ¿El lector encuentra el error? Ante la ausencia de la reedición de la Revista Moderna en la colección que auspiciaron José Luis Martínez y Jaime García Terrés de las Revistas Literarias Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, sólo hay tres posibles fuentes, a las que los editores no acudieron para verificar la cita, pero es accesible en todo caso en Diálogo de los libros de Julio Torri, y en Obra completa, del mismo Torri, ambos publicados por el fce. En su “Discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua”, Torri menciona a los editores de la Revista Moderna, Urueta, Leduc, Olaguíbel, Peón del Valle y Balbino Dávalos. A todos los lectores, correctores y consejeros se les fue el error.

Es muy explicable que se confundan los dos Dávalos: más o menos contemporáneos (1866-1951, Balbino, fue poeta, ensayista y traductor, y editor en varias revistas de la época, entre otras la Revista Moderna de México / Marcelino, 1871-1923, fue poeta, narrador y dramaturgo y colaborador de las mismas revistas); ambos, poco conocidos y me parece que no editados en el México actual.

Pero la carta que mandó Tablada (“Cuestión literaria. Decadentismo”) se publicó el 15 de enero de 1893 en El País, y como señalan destacadamente Julio Torri y Pilar Mandujano Jacobo en El artista en la sociedad moderna, uno de los destinatarios de la misiva es Balbino Dávalos. Mucho después de las primeras dos ediciones, apareció el tercer tomo de las Obras Completas de Tablada, ahora a cargo de Adriana Sandoval y que recoge la Crítica literaria, y donde está la susodicha carta, en la página 61, y el primer destinatario es Balbino Dávalos.

La errata o error se repitió en la segunda edición de la Antología del Modernismo, y que Pacheco esperaba que se agotara y que afirmaba no haber aprobado, pero se perpetúa en una muy reciente tercera edición, ahora por Ediciones Era y El Colegio Nacional, a cargo del novelista José Ramón Ruisánchez. Será hasta la cuarta edición que se corrija ese error.

Es de notar que como a su escritor favorito (uno de ellos), Alfonso Reyes, a Pacheco lo seguían las erratas.



Para Joaquín Díez-Canedo Flores y Jesús Quintero


martes, 1 de octubre de 2019

Mal pensado que es uno


La poesía nació para cantarse, y de hecho la lírica fue, desde el principio, la más popular. Y si la poesía canta de los sentimientos, es lógico que se detenga, y disimule, en el amor erótico; pocas veces es explícito (Neruda, López Velarde, Rebolledo, Lugones), pero cuando lo es, no hay manera de disfrazarlo.

            Intentaron disimularlo en su forma popular, en las canciones; la música ayuda a distraer al escucha, pero si se pone atención, es sorprendente cómo se describe el amor físico, o cuando menos cuando se pide, se ruega, se exige.

            Basta con recordar a los cantantes más populares para encontrar unos cuantos ejemplos: la arrogancia de Jorge Negrete al presumir “me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”; la metáfora en voz insinuante de Pedro Infante: “yo quiero ser un solo ser y estar contigo”; la petición demandante de Javier Solís: “llévame si quieres hasta el fondo del dolor, hazlo como quieras, por maldad o por amor” (o sea…); la sugerencia rotunda de Agustín Lara (“te dije muchas palabras, de esas bonitas con que se arrullan los corazones; pidiendo que me quisieras, que convirtieras en realidades mis ilusiones”); la picardía de Rubén Fuentes (“cariñitos de un instante, y no volverlos a ver… los amores más bonitos son como la verdolaga; nomás les pones tantito y crecen como una plaga; y tienes otra ventaja si cultivas este amor; que cuando ya se te pasa con un jalón se acabó”); las insinuaciones del autoerotismo (“voy a apagar la luz para pensar en ti” “porque yo disfruto aun sin tu presencia”: Armando Manzanero); la elegancia de Luis Arcaraz (“soy prisionero del ritmo del mar, de un deseo infinito de amar y de tu corazón”); la fresez de Lolita de la Colina (“qué muchacho vivaracho, eres todo un pulpo”); las confesiones vergonzantes (“que fui paloma por querer ser gavilán”) o la confesión de cuando ya no (“soy un volcán apagado”); o el orgullo de los amores prohibidos (“tú me acostumbraste a todas esas cosas, y tú me enseñaste que son maravillosas… de tu mundo raro y por ti aprendí”; “qué más da que la gente nos diga: conozco a los dos”) o la plena vulgaridad (“así le baja tu hermana al otro buey su maicito” de, quién lo dijera, Lorenzo Barcelata, quien también proclama: “quiero que sepas cuando oigas estas coplas, que tú ya no soplas como mujer”).

            Los mexicanos no son los únicos que llevan sus súplicas a la canción: en 1960 Elvis Presley (Now or never), y en 1964 Roy Orbison (Pretty woman), exclamaron “Be mine tonight", aunque ya antes Cole Porter había dicho “Let’s Misbehave”, e Irving Berling anunció “Heaven, I’m a heaven”, explícito de una canción muy explícita: Cheek to cheek. Y la muy sensual Kate Bush condensó en cinco minutos todo el monólogo final de Molly Bloom del Ulysses, que es una de las partes más pornográficas del libro, según el criterio de las autoridades estadounidenses de los años veinte y treinta.

            Se sabe que cuando invitaron a los Rolling Stones a un programa gringo les pidieron moderación, y entonces cantaron “Let’s mmmmmm the mmmmm together”, pero no disimularon el “sé que me satisfarás como yo te satisfaré”. Pero ellos hasta en las portadas de los discos eran atrevidos, y en su primer éxito inmortal hablaron del sitio de las chicas atrevidas.

            Pero no se esperaban que los Beatles fueran también explícitos: “I’m to make love only with you”, dijeron en su primer disco, lo que era falso, porque le advertían a sus esposas o novias que los cariñitos de un instante, en giras, no contaban como infidelidades.

            Y disfrazaban sus aventuras sexuales en canciones como Ticket to ride, Please, please me, I’ll keep you satisfied, Day Tripper, incluso en Twist and shout (hay que recordar que rocanrol y twist describen movimientos sexuales).

            No tanto como The Doors, que eran unos obsesivos con el sexo: Enciéndeme, Puerta trasera (sí, lo que nos imaginamos), Ámame dos veces; Está bien buena… Ni siquiera podemos hacernos disimulados con un conjunto tan fino como Turtles, que dice, sin tapujos, Happy together, que puede ser felices juntos, pero no juntos y felices; es más adecuada la traducción Orgasmo simultáneo, título similar a la canción de John Lennon aunque firmada por Beatles, Come together.

            Aunque nada es tan vulgar como una canción colombiana en una versión de Pedro Infante: “Que me está diciendo la condenada / ese mordisco no sabe a nada… chupa que chupa que es más sabroso”, o una de la primera época de los Locos del Ritmo: “Qué dirían de mí, qué dirían de ti, que diría la gente si me viera todo el día haciéndote el amor, el amor, haciéndote el amor, el amor”.



Mal pensado que es uno.




domingo, 17 de marzo de 2019

Imprecisiones cinematográficas de Carlos Monsiváis


En un ensayo publicado en Nexos, cuando se rendía homenaje nacional a Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco dijo que, al revisar la bibliografía de su amigo, desconocía varios de los títulos, aunque seguramente no el de Principados y potestades, el primero de los que publicó, pues fue editado por Librería Madero, en la que Pacheco publicó varios  volúmenes breves que no están considerados ni siquiera por sus más entusiastas seguidores. Ese pequeño tomo no está en la bibliografía oficial de Carlos. En principio, algunos de esos títulos los tengo, unos por la generosidad del  propio Carlos, y uno, rarísimo, por la de Eduardo Langagne. Pero me faltan varios.

                En la más reciente edición de la desastrosa feria de Minería encontré el más reciente de esos títulos, integrado por sus escritos sobre cine: Carlos Monsiváis: reflexiones acerca del cine mexicano, compilado por David R. Maciel y con el sello de la Cineteca Nacional; fechado en 2017, aunque en la página legal se dice que es de 2018, y en el colofón se confirma que terminó de imprimirse en febrero de 2018. Comparten créditos el gobierno de la República y la ahora tan desacreditada Secretaría de Cultura. La edición estuvo a cargo de la Subdirección de Publicaciones de la Cineteca, con muy mal tino, más bien con inexperiencia. Por fortuna tiene un insólito tiraje de sólo mil ejemplares, por lo que los editores tienen oportunidad de corregirlo para una segunda edición.

                En su autobiografía precoz, Monsiváis afirmaba que cuando aceptó conducir el celebérrimo programa de Radio UNAM, El cine y la crítica, no sabía nada de cine. Muchos de los textos incluidos en este volumen lo demuestran.

                En primer lugar, era aficionado al cine, y perteneció al grupo de cinéfilos que en los años sesenta editó una revista, Nuevo cine, pero sus conocimientos estaban limitados por sus aficiones popsociológicas; ve, más que filmes, buenos o malos, conductas masivas, reflejos de la historia patria, máscaras en vez de rostros, personajes en lugar de actores; cae en el lugar común de afirmar que el cine mexicano es malo, pero no da razones técnicas o estéticas, sólo míticas.

                Para comenzar por el principio, el antologador debió de haber leído el material antes de entregarlo, porque hay textos que parecen repetidos; no lo son, porque tienen pequeñísimas diferencias, pero es que Monsiváis entregaba casi los mismos textos a diferentes revistas (no sólo de cine: un célebre ensayo, “He leído un artículo formidable pero no ha sido éste” lo publicó primero en La cultura en México y después en Eros); pero aparte de estos casos, parece el mismo porque siempre se refiere a las mismas cintas: Allá en el Rancho Grande, María Candelaria, Enamorada, Distinto amanecer, Ahí está el detalle, Calabacitas tiernas, una y otra vez. A lo largo de los años es incapaz de variar su visión, y siempre dice lo mismo de Pedro Infante, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, María Félix, Dolores del Río, Fernando Soler, Sara García, Joaquín Pardavé; algunas vagas menciones a don Andrés Soler no reparan las omisiones: Andrés Soler nunca tuvo actuación mala, aunque no siempre en buenas películas.

                Conocido misógino, Monsiváis tiene preferencia por las actrices que hicieron de damas malas en las cintas de los años cuarenta y cincuenta (Ninón Sevilla y sus lugares comunes repitiendo lo que dijo Truffaut; Meche Barba, Rosa Carmina, Leticia Palma) sin destacar su erotismo, sólo sus bajas pasiones; no hay referencias a las heroínas, apenas unas vagas menciones, y no a las mejores ni a las villanas cuando se salen de su marco teórico; por ejemplo, no hay elogios por la Gloria Marín comediante, ni al Jorge Negrete festivo cuando se sale de su papel de charro noble (pareciera que sólo vio Historia de un gran amor y no La mujer que no miente o ¡Qué hombre tan simpático, ni de Negrete Un gallo en corral ajeno o Los tres alegres compadres).

                Cuando habla de Fernando Soler sólo importan sus papeles de padre enérgico que vive días  trágicos por el mal comportamiento de su hijo consentido, y a veces, del padre que sucumbe a la tentación de una mala mujer, pero no hay palabras para el extraordinario bailarín de conga, rumba o de bailes típicos en los que coquetea con las campesinas; Sara García sólo llora en silencio, pero no hay menciones a la abuela consentidora, ni a la simpática vecina chismosa, ni a la que pronuncia una de las mejores frases del cine mexicano: “viejas tenían que ser para ser tan chismosas”, o la que baila muy alegre una polka con Soler o un son con Antonio Espino; desde luego, alguien que se proclamó como la imagen viva del joie de vivre de la Cuatlicue, y que no le entraba a las tarántulas (cita que ahora pocos entenderán), no iba a reparar que el baile más cercano a las alturas de Fred Astaire es el paso del avioncito que se revienta Andrés Soler en Las viudas del chachachá.

                Pudibundo y mojigato, Monsiváis no entiende los albures o los acosos sexuales de Cantinflas, o los de Tin Tan (el primero, diciendo a Carolina Barret, Christiane Martel, Amparo Arozamena  o Alma Rosa Aguirre que están bien buenas; el segundo, haciendo insinuaciones eróticas a Silvia Pinal, o a Rosita Fornés, quien apenas aguanta la risa), y omite cuando Pedro Infante admira los traseros de Irma Dorantes y Carmelita González, o cuando Antonio Badú exclama, a mitad de una canción, “ése es mi hermano el chiquito” y que, alburero, Infante simula asombro antes de contestar “¿eh?” (por eludir la censura no dijo “¿mande?”).

                Para Monsiváis no existe picardía en el cine mexicano, que la hay hasta en los más amargos melodramas; no hay menciones a las caras de José María Linares Rivas o Carlos López Moctezuma llenas de turbación al admirar los traseros de Gloria Marín o de Lilia Prado (un destacado poeta mexicano dice que a Prado “la debe la heroicamente insana costumbre de hablar solo”) (paréntesis obligatorio, y a propósito de pum, ese verso se lo corrigieron a Carlos Monsiváis en su segunda edición de la Poesía mexicana del siglo xx). Para Monsiváis, todo nuestro cine es trágico, aun el cómico, y se pierde a Manolín y Schillinski, a Borolas, y a toda una inmensidad de actores que hicieron el deleite de los espectadores; no cita siquiera a Mauricio Garcés, y eso que éste lo cita, junto a José Luis Cuevas, en Modisto de señoras, aunque Monsiváis dice “modistos”, cuando la palabra correcta es “modistas”. Se perdió al Caballo Rojas, al Flaco Ibáñez, a Zayas, a Carmen Salinas y ciertos momentos de Sasha Montenegro y de cierta Julissa (“para eso son, pero se piden”).

                Aunque haya muchas referencias cinematográficas en muchos de sus escritos (alguna  equivocada: en su autobiografía dice que “una frase como ‘tócala otra vez, Sam’ es tan importante como ‘Desde lo alto de estas pirámides’”; se refiere a Casablanca, sólo que esa frase nunca la pronuncian en la célebre cinta ni Bogart ni Bergman), Monsiváis se enfrenta al cine como un espectador privilegiado por su inteligencia, no por sus conocimientos del cine.

                Incluso comete muchos errores: insiste en afirmar que la coestrella de Esquina, bajan y Ahí lugar para…dos (título mal citado todas las veces) es Amanda del Llano, quien sí fue protagonista junto a David Silva, pero de Campeón sin corona (en una reunión en el café París, con Anamari Gomis y Margarita García Flores el 10 de mayo de 1978, le señalé su error, pero nunca lo corrigió en sus escritos); afirma que la coestrella de Ahora soy rico es Silvia Pinal, quien es protagonista secundaria de Un rincón cerca del cielo, pero no de la secuela.

                Tiene errores de apreciación; afirma que Los hijos de María Morales es un desastre, que los Soler también lo son, y que Escuela de rateros es una de las mejores comedias de Pedro Infante, cuando allí tiene una de sus peores actuaciones; en su escala de mitos no coloca en ningún sitio a Emilio Tuero, quien representó durante un lustro a la clase pobre en ascenso a media-baja, y entre los villanos apenas menciona de paso a Alfonso Bedoya y dedica unas cuantas palabras de elogio a Miguel Inclán, pero le pasan inadvertidos  Arturo Martínez, López Moctezuma, Linares Rivas; y no se diga la ausencia de las mujeres, excepto a las que cataloga como ídolos prehispánicos; Silvia Pïnal aparece sin su desenfreno, su desparpajo, su natural erotismo desbordante que pone a temblar a Tuero, en una película mala que se salva sólo por esos instantes cercano a la impudicia (Pinal presumiendo sus hermosas piernas, Martel su escote prodigioso); ¿qué sería de Resortes sin Lilia Prado, de Tin Tan sin Rosita Quintana o Ana Berta Lepe, de Rafael Baledón sin Lilia Michel? ¿Y las comparsas Chicote y Agustín Isunza? ¿Y los indispensables extras Carlhillos y Hernán Vera, tal vez los extras más prolíficos y no sólo del cine mexicano? No se sabe: en este libro no existen.



Pero hay otro aspecto peor: a los textos a ratos divertidos aunque sean repetitivos y también a ratos desabridos, hay que sumar la pésima edición: no sólo las erratas, que persiguieron a Monsiváis en varias ediciones (la primera de Amor perdido llevaba una nota alarmante en las dedicatorias: piedad para la errata), aquí aparecen casi en cada página: pareciera que escanearon los textos, y pasaron el corrector de Word 2007; breve enumeración: en los epígrafes del primer ensayo compilado, “El cine nacional” se dice “Si una mujer nos traiciona, pues la perdonamos y ya, al fin y al cabo es mujer…”; la frase real de Jorge Negrete es “Cuando una mujer nos traiciona, la perdonamos y en paz, al fin y al cabo es mujer…”; otro epígrafe es: “Quiubo, ¿se es o no se es?”, bien citado, pero se dice pronunciada en Carisma, cinta inexistente; la dice Negrete en Canaima; a Herman Bellinhausen le cambian el apellido a Hellinhausen, y hay una variación de acentuaciones como muestrario de lo que no se debe hacer, así como títulos y palabras cambiadas al gusto del escaneo sin cuidado y de una revisión nada profesional. Y hay datos que asombran: Monsiváis afirma que la segunda edición de la Historia documental del cine mexicano de Emilio García Riera, publicada por la Universidad de Guadalajara, tiene 22 volúmenes, aunque en realidad son 17, más otros dos de autoría colectiva. Y así, una cantidad de errores entre leves y graves, y casi todos corregibles.

                Una tipografía pequeñísima, difícil de leer sin confusiones, y un interlineado desafiante, podría explicar la abundancia de erratas; sin embargo, no justifica los errores de Monsiváis que un buen editor podría haber corregido; Monsiváis se lo hubiera agradecido.



Carlos Monsiváis: reflexiones acerca del cine mexicano, por David Maciel, 2018, 285 pp, Gobierno de la República, Secretaría de Cultura, Cineteca Nacional.