Desde
el libro de Álvaro Custodio, hasta los más recientes títulos de Jorge Ayala
Blanco, he sido lector de los críticos del cine mexicano; desde el entusiasmo
acrítico de Carlos Monsiváis hasta los amargados que rechazaban todo excepto
Buñuel. Y creo que he visto tanto cine como ellos, por gusto más que por
obligación; y así como cito al azar frases de novelas y poemas o canciones
cuando alguien me confiesa algún episodio turbio o inconfesable de su vida,
también digo, casi inconscientemente, frases de alguna película; carezco de
expresión corporal, entonces no imito el gesto festivo de Andrés Soler cuando
pellizca la nalga de alguna extra, ni me hago el disimulado como cuando Pedro
Infante pasa atrás de una fila de asistentes a una fiesta y respingan todas las
mujeres (¡en una cinta de Fernando de Fuentes, él, que trata a sus personajes
femeninos con tanta delicadeza!), ni menos puedo quebrar la cintura como Juan
Orraca al exclamar “qué mortificación” en Me ha gustado un hombre, o como Arturo Martínez cuando exclama
“de limón la never” en Quiéreme porque me muero, ni sé llorar en silencio como
Sara García.
He leído miles, quizá decenas de
miles de páginas sobre cine mexicano, y otras tantas sobre otros cines, y sé
cómo han cosificado a la mujer: desde la abnegada y sufrida esposa que a lo
mejor días antes de morir estalla y le hace ver a su viejo todo lo que la ha
maltratado, hasta la mosquita muerta a la que le sorprenden en su jugarreta
para casarse con un buen partido (y lo peor de todo, sin necesidad); sé que hay
apenas una variedad de papeles femeninos: la esposa que se aguanta todo, la que
se arrepiente de no arrepentirse en el último momento, hasta las jovencitas
desenfrenadas que tendrán que pagar con la humillación y obligar a los padres a
pagar una deuda nomás por confiar en la sinceridad de un hombre; reconozco la
escasa variedad de papeles de Yolanda Varela (quien sólo en una cinta, la peor
de su carrera, enseñó las pantarraf, que es el primer paso a la perdición), sé
que María Félix sólo tuvo una expresión facial verosímil en toda su carrera;
que Dolores del Río muestra las ganas de bailar con Fred Astaire cuando debe
aguantar al malencarado Pedro Armendáriz, siempre con la cursilería a flor de
piel; sé que Marga López sólo es verosímil cuando se aguanta las lágrimas o
cuando se arrepiente de haber dado un mal paso; sé que Rosita Arenas invita al
soft-porn con su expresión coqueta, y que Rosita Quintana va a sorprender a su
marido cuando le salga lo machorra.
Todos los críticos, en especial los
mexicanos, ha escrito lugares comunes sobre los personajes femeninos, pero a
todos se les ha pasado el gesto más común en ellas: lo hacen maravillosamente
Sara García y Prudencia Griffel; con él muestra su masoquismo Andrea Palma; es
el último acto de Ema Roldán antes de rebelarse; es el gesto con que se esconde
la inconformidad de Angelines Fernández; es la aceptación de Silvia Derbez de
que la juventud se fue, y no lo hace Silvia Pinal porque es demasiado libre, ni siquiera cuando está dispuesta a todo con tal de divorciarse de Cruci;
aunque pudiera pensarse que está reservado para las esposas que ya no son recién
casadas, lo han hecho casi todas las actrices de cuando el cine era cine; lo
hace incluso Pedro Infante pero pasa inadvertido; lo hace con gracia Julián
Soler, y es del que se salva Joaquín Pardavé, nomás eso faltaba.
Estoy asombrado de que no lo haga
notar en ninguna de las cintas reseñadas o estudiadas por Emilio García Riera,
de que se le haya pasado a Jorge Ayala Blanco, de que Monsiváis, tan fijado, no
lo haya resaltado, y ni pensar en las pocas cintas mexicanas reseñadas por José
de la Colina, mucho menos Francisco Sánchez y está muy lejos de haberlo
observado el rebelde sin causa Luis Arrieta Erdozáin. Mucho menos lo hacen notar
las mujeres, no digo críticas, cuando menos reseñistas: lo han hecho casi todas
las actrices: salen inesperadamente de la cocina, requeridas por el esposo
colérico a causa de un mal hijo o de una hija engañada; o cuando llega un
visitante al que no esperan; cuando surge un imprevisto y debe enfrentarse al
destino: secarse las manos con el delantal: ése es el auténtico gesto de
sumisión, de abnegación, de resignación; lo hacen hasta las intrusas que entran
a trabajar de sirvientas a casa del amante, nomás por quitarle lo coscolino y
hacerle ver que la esposa seca los trastes mejor que ella; lo hacen hasta las
farsantes que quieren desenmascarar y poner en aprietos a quien le hace
propuestas indecorosas.
Desde luego, y me expongo a que las
lectoras me refuten y muestren que esa escena se repite en algunas novelas, no
hay en la literatura, al menos para adultos, que las mujeres se sequen las
manos porque vieron interrumpidos sus quehaceres, que en general se limitan a
lavar los trastos después de comer.
Las mujeres modernas, al menos las
protagonistas de las novelas de Jorge Ibargüengoitia, se abstienen de esa labor
meramente femenina porque son personajes de la cultura; otras, porque hubo una
intrusión que impide la función de los delantales (o mandiles), que consiste en
que ya no son de tela sino ahulados; por ello, ya no se secan las manos. La
modernidad las alcanzó.