No había pasado
ni un mes que colocaron vigas en el departamento de Tenayo, cuando el temblor
de 1957; es posible que, de no haber hecho eso, podría haber habido algunos
daños serios; lo sintieron mis padres, pero no nosotros, profundamente
dormidos; dijeron que la cuna de Marcela, entonces la menor, se desplazaba de
un lado para otro. Por entonces se determinaba la duración de los seísmos, y ahora omiten darla, porque desde que comienza el movimiento hasta que lo
empezamos a sentir pasa un buen rato; y cuando termina lo seguimos viendo,
porque los objetos colgantes continúan con la inercia, y uno lo siente aunque
ya no sea perceptible más que para los muy sensibles sismógrafos (pero el
péndulo sigue oscilando).
Supongo que cuando se originó
aquel temblor aún se encontraban algunos trabajadores en los periódicos, porque
en las noticias matutinas alcanzó a aparecer en los diarios, que encabezaron (Novedades, al que estábamos suscritos) con
una palabra: “Terremoto”; poco a poco se fue enterando la gente de aquellos
efectos: ¡”se cayó el Ángel” (durante mucho tiempo el impacto fue tremendo,
tanto el de la caída –¡aplastó un auto que pasaba en esos momentos!– comentaba
la gente; varios meses más tarde lo relacionaban con uno de los comerciales más
memorables de nuestros publicistas: “¿Por qué se cayó el Ángel? Porque le
gritaron ‘baja, es algo importante’” “Y cuando cantaron ‘y retiemble en sus
centros la tierra’ el Ángel dijo ‘n’hombre, no la amuelen, ¿otra vez?’”); “se
cayó el edificio de Cantinflas”.
No lo sentí; ni siquiera lo oí,
aunque mis padres aseguraban que las puertas se habían cerrado de tan violentos
que fueron los movimientos.
En 1964 hubo otro seísmo
bastante fuerte; en pláticas telefónicas, Pacheco recuerda que se suscitó el
día de las elecciones presidenciales de Gustavo Díaz Ordaz, o sea el primer
domingo de julio; recuerdo, en cambio, que en pleno “refrigerio” (como se le
llamaba al descanso más largo entre clases), en la secundaria 12, varias de las
compañeras comenzaron a gritar, y una de ellas se hincó a rezar; estábamos en
el patio, a cielo abierto, así que no hubo necesidad de desalojar las aulas;
algunas maestras se mostraron nerviosas, pero no en pánico; el maestro
Ceniceros hizo algunas bromas; no lo sentí, pero vi el efecto en las más sensibles
de las compañeras; tampoco lo sintieron Cuauhtémoc Valdés, Víctor Tovar,
Porfirio Martínez, Maximino Ortega Aguirre, José de Jesús González Pérez ni
otros amigos. Tampoco lo comentamos demasiado, y no recuerdo que haya habido
efectos desastrosos.
Sentí, con fuerza, los de 1979,
y casi todos los posteriores, siempre y cuando fueran mayores de 3.9 grados
Richter. Escribo esto a 72 horas del seísmo de 6.0 grados Richter que se
registró el miércoles 21; es decir, cuando pasó el plazo del peligro inminente
de una réplica mayor. Y después de tantos años creo que tiembla incluso cuando
pasan los tractocamiones enfrente de la casa (ilegalmente, porque tienen
prohibido pasar por los pasos elevados, pero ni hacen caso ni se lo impiden los
encargados de vigilar que se cumplan las leyes y los reglamentos), no sentí más
que un leve jalón en la silla; vi que se movía el péndulo, pero pude caminar
sin trastabillar, ni se cayeron los diccionarios que apenas caben en el
librero, ni los volúmenes de cómics que están en los plúteos más altos de los
libreros más altos. Ni Lourdes ni María José lo sintieron, ni tampoco Diego, y
cuando les avisé que temblaba me mandaron callar. En efecto, sonó la alarma que
diligentemente pone el gobierno a disposición de quienes tengan un teléfono
celular con ciertas características; el mío debe estar atrasado porque desde
que lo activó María José, ha registrado tres seísmos: uno de ellos no lo
sintieron más que las autoridades que reaccionaron con su acostumbrado pánico,
y los otros dos, cuando ya habían terminado. La réplica de 5.0 no la sentí,
menos, aunque sí vi el péndulo. Escribo: “sin público, para qué ponerme
histérico”. Me responde Luis Zapata: “con público o sin público, yo sí me pongo
histérico”.
No hablo de los que sí he sentido,
excepto de uno, en las viejas oficinas del Fondo de Cultura Económica, porque
se me ocurrió, en esos precisos momentos, preguntarle a Rafael Vargas si
recordaba al menos tres obras literarias que mencionaran temblores: nervioso,
me acusó de querer ridiculizarlo ante las secretarias de Jaime García Terrés,
más ecuánimes que nosotros. Y en su momento, escribí la angustia vivida primero
unas horas, y luego días, del terremoto en Chile, porque allá estaba Diego, y que
me comentaron con solidaridad y aplomo algunos amigos, como José Emilio Pacheco
y Marisol Schulz.
Lo que me asombra es el
desconocimiento de muchos de mis amigos, o por lo menos de mis contactos en
redes sociales; en el de junio, reclamaron con vehemencia la intervención de
comisiones que sancionaran al Servicio Sismológico porque calificaron muy bajo
a ese sorpresivo seísmo que no pudieron alertar las alarmas porque el epicentro
fue muy cerca de la capital, y tuvo características diferentes: “lo sentí como
de 6.5”, dijeron algunos, y vi que no saben las diferencias entre intensidad y magnitud,
ni las diferencias entre los provocados en profundidades grandes o los
superficiales, y las áreas afectadas. Lo más grave es la ignorancia de los
dizque intelectuales.
*Comenzaba a leer;
la revista Mañana (creo que era Mañana) publicó un reportaje sobre la
Mafia; en la portada estaban Alexandro Jodorowsky, Carlos Monsiváis, Luis
Guillermo Piazza; no recuerdo a los otros dos o tres; no recuerdo el tono del
reportaje, sólo que era a propósito de las entonces muy recientes
autobiografías precoces, y que al final, Piazza, que era quien tenía auto, le
daría aventón a sus amigos para acercarlos a la Zona Rosa.
Las autobiografías (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX
presentados por sí mismos) se publicaron entre 1966 y 1967; según algunos
testimonios, fueron ideadas por don Rafael Giménez Siles a raíz del ciclo Los
Narradores Ante el Público, que comenzó en 1965, continuó en 1966, se saltó
1967 y concluyó en 1968; por los acontecimientos de ese año (los estudiantes no
rompíamos vidrios ni impedíamos el paso ni destruíamos propiedades federales ni
particulares, recuerda Luis González de Alba en su facebook), las conferencias
dictadas en el tercer ciclo ya no se publicaron, como las otras dos, en colaboración
de la sede, el Instituto Nacional de Bellas Artes, con la Editorial (Joaquín Mortiz, cuál otra); asistí entonces a ese
tercer ciclo, aunque no a todas; recuerdo la de María Luisa Mendoza,
divertidísima, aunque Héctor Azar (después, uno de mis mejores amigos) regañó
casi en público a la China; la de
Elena Poniatowska, también muy divertida; la de Fernando del Paso, quien nos
hizo creer que su relato era autobiográfico y no un fragmento de Palinuro de México, y la de José
Agustín, el 13 de septiembre, que no dictó y en cambio nos invitó a que nos
sumáramos a la muy memorable Manifestación del Silencio.
A los dos primeros ciclos no
pude asistir, no estaba en edad, y conocía apenas la obra de los narradores;
después memoricé casi todas las conferencias, sobre todo las de 1965 (a veces
creo que siguen siendo los mismos, que no cambiaron; pocos siguen siendo los
mismos). Con el paso de los años veo que no
retengo más que frases, o fragmentos largos, pero he olvidado algunas de las intervenciones;
que me cuesta trabajo reconocer a los personajes aludidos por los
conferenciantes si no los mencionan por su nombre. Por motivos de trabajo releí
una de esas conferencias, y me piqué y releí todo el primer tomo. Mientras
pasaba las páginas recordaba y reordenaba esas frases (algunas las atribuía a
otro), reviví la atmósfera de la primera vez que leí esas conferencias; los
libros, encuadernados en pasta dura, tuve que volver a encuadernarlos porque
desbaraté las ediciones de tanto manosearlas; tengo varias de esas conferencias
con dedicatorias (Arreola, Galindo, Leñero, García Ponce, Melo, De la Colina,
Monsiváis, Pacheco) (también algunas de la segunda serie: Valadés, Ayala Anguiano, Sainz, sin
contar con que el primer ejemplar de esa edición se lo quedó Arturo Luciano,
igual que las cartas de Van Gogh a su hermano Theo). Fui y soy amigo de muchos
de ellos, de los participantes de los tres ciclos; he sido a veces infiel a esa
amistad, nunca ingrato ni traidor, aunque alguno de ellos lo haya sido conmigo.
Mi mayor perturbación en esa relectura: no he reconocido la generosidad de
muchos de ellos; no siempre públicamente, no siempre en privado. Me llega la
hora de ir reconociéndolos, y lo haré aunque a alguno no le guste que balconee
su ayuda, su impulso, sus alientos a mis empeños, su crítica más generosa
cuanto más rigurosa. Aunque haya habido algunos desacuerdos o encuentros de
malas razones, no dejaré de reconocer lo que hicieron por mí. Y lo extenderé a
muchos que no fueron parte de esos narradores ante el público.
A raíz de ese ciclo, don Rafael
Giménez Siles invitó a algunos de los participantes, sobre todo a los de menor
edad, a que ampliaran esa conferencia a 60 cuartillas, y apareció la serie; ya había leído a algunos de ellos; a muchos, en la Biblioteca Nacional, entonces
en Isabel la Católica y República de Uruguay, porque era pobre, tan pobre como
ahora (sólo que ahora mis prioridades son los libros y, al contrario de lo que
dicen los clásicos, después las de vivir y comer).
La autobiografía de Salvador Elizondo
salió de la librería El Caballito, antecedente de la Librería del Sótano; pagué
los otros libros, no ése. Cuando Gerardo López Gallo me contó que El Caballito
había quebrado, me sentí culpable: esos 12 pesos que costaban esos libros deben
haber contribuido, aunque en escala menor, a esa quiebra, y aunque esa quiebra
haya derivado en la Del Sótano, que sigo añorando y que, en mi memoria, está
entre mis favoritas de entonces y de siempre (ésa, no la actual).
En la tercera de forros
anunciaban a los participantes: Gustavo Sainz, Juan García Ponce,
Elizondo, Carlos Monsiváis, Juan Vicente
Melo, Vicente Leñero, José de la Colina, Homero Aridjis, José Agustín, José
Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Marco Antonio Montes de Oca: ni De la Colina ni
Pacheco ni Aridjis habían aceptado la invitación; Pacheco me dijo que, en Los
Narradores Ante el Público no había mencionado a las dos personas a quienes más
debía en su oficio de escritor, y no se lo perdonaba, y que no volvería a
hablar de su vida para no omitir nombres importantes para él; además, siguió,
algunos de los que se confesaban ocultaban sus vicios, escondían sus pecados,
no se atrevían a sincerarse.
La colección incluyó a Raúl
Navarrete, quien nada tenía que ver con estos escritores, aunque algún parecido
lo acercaba a Tomás Mojarro; Eduardo Lizalde, en otra editorial, hizo también
un recuento autobiográfico muy cercano a las memorias de Montes de Oca; las de
Marco Antonio las leí de manera tardía, y más porque me entusiasma su poesía
que porque su vida y su generación me sirvieran de ejemplo literario, como el
caso de otros, como Monsiváis y Sainz.
Las de Monsiváis y de Agustín
merecieron reedición, aunque el tiraje de 2,000 ejemplares fuera mayor al
esperado por don Rafael. García Ponce y
Elizondo las reeditaron en otras editoriales, y García Ponce en efecto amplió
su conferencia de Bellas Artes, aunque con variaciones significativas; Montes
de Oca la incluyó en la primera edición de su poesía completa. José Agustín y
Pitol hicieron continuaciones, aunque Pitol casi desmintió la de Empresas
Editoriales. Leñero la rehízo aportando datos que no estaban en la primera, y
abandonó el estilo experimental de aquélla, que carece de puntos y aparte y
juega con estructura, lenguaje y cronología.
Ahora no podría decir cuál me
gustó más en mis 18 años, y apenas unos cuantos como lector, sólo digo que me
impresionaron, les creí, y los envidié. Las he releído varias veces, muchas más
que las conferencias de Los Narradores Ante el Público, y en ellas encuentro
claves para los libros de sus autores, claves que revelaron, creo, sin
advertirlo. Tengo autografiadas las de Sainz (quien hizo también otra versión,
muy divertida, en la segunda serie de Los Narradores), García Ponce, Elizondo,
Monsiváis, Melo, Leñero, Agustín (dos veces) y Pitol, quien dijo que se
asombraba que tuviera esa edición.
Silvia Molina, en la UNAM, retomó el proyecto, y ha publicado algunas
autobiografías de otros escritores; las ediciones son difíciles de encontrar, y
no tienen la misma frescura ni la inocencia de las que fueron escritas cuando
sus autores tenían entre 20 y 35 años. Yo me quedé con la mía, inédita.
*En varias
sesiones, con el apoyo de un grupo más o menos heterogéneo (Pablo Arriero, Paco Huerta, Perla Oropeza) dirigí las sesiones en las que elaboramos el manual de estilo de
El Financiero; me abstuve de poner a su consideración el empleo de “le” y
“les”; casi llego a los golpes con Víctor Roura, quien en su inflexibilidad
moral no admite ni las reglas más estrictas, porque quise corregir el párrafo
de un colaborador suyo, que decía más o menos: “[una profesora] le enseñaba”, y
agregaba: “no español, se dice ‘les enseñaba’”. Roura no quiso oír las
explicaciones gramaticales, y se empeñó en que apareciera “les”; sospecho que
tampoco hubiera entendido; el plural es en el sujeto, no en el complemento:
[nosotros] les enseñamos; [yo] le dije [a ustedes]. No he encontrado libros
mexicanos, y menos escritores mexicanos, que utilicen bien esta parte delicada
y por lo regular mal usada. Sólo algunos cuantos lo usan bien. Claro que la
explicación es difícil, por eso se la robo a Francisco Elorriaga, otro no tan
frecuente de las tertulias del Tío Pepe: “ese ‘lo’ y ese ‘los’ con el ‘se’ antepuesto son muy latosos y
extraños. El pronombre ‘se’ en estos casos no es reflexivo (se bañó, se
cambió), sino un dativo (complemento indirecto) del pronombre personal cuya
forma latina ‘illis’ quedó en ‘les’. Para evitar la cacofonía: ‘les lo dije’
quedó, por rara evolución, en el ‘se’ actual. Entonces, ‘yo se los dije’ o ‘yo
se los advierto’ (formas discordantes) se emplean en lugar de ‘yo se lo dije’ o
‘yo se lo advierto’, que serían las correctas o como dicen los gramáticos,
formas concordantes. Otra detalle es confundir el ‘le’ (indirecto) con el
‘lo’(directo). ‘Le llaman por teléfono’ por ‘Lo llaman por teléfono’. ‘Le
revisó el doctor’ por ‘Lo revisó el doctor’, aunque está bien ‘le revisó el
hígado el doctor’". ¿Pero cómo, repito, se le explica a los correctores,
cuadrados y cuyas únicas lecturas son los libros que corrigen, pero no
entienden? Otra batalla
perdida.