Uno
de los episodios más recordados de la televisión, gloriosa, de los años
cincuenta y sesenta, Dimensión
desconocida, narra la desventura de un hombre, perseguido por esposa y
colegas por su afición por leer, y que es el único sobreviviente de una
tragedia, una hecatombe, que destruye la vida humana, porque la explosión lo
encuentra en una bóveda subterránea donde no entra la explosión ni la
contaminación; para su desgracia se le rompen los lentes sin los cuales está
completamente ciego.
La
única noción que tenía de la “Gripe Española” que hace poco más de un siglo
diezmó la población mundial, era la vida de la excelente escritora Mary
McCarthy, huérfana ella y su hermana a causa de aquella enfermedad que abarcó medio
mundo; en Memorias de una joven católica
relata no esa tragedia familiar y mundial, sino las consecuencias, el mal trato
de sus parientes que la condujeron a la rebeldía y por ende a la literatura.
Todo lo demás son recortes periodísticos, pero no soy rata de hemerotecas; hay
que recordar que en aquella época México vivía más los terrores de las luchas
entre facciones revolucionarias, y las carencias de alimentos, ropa, vida común
y corriente pesaron más que los fallecidos por una enfermedad que no tenía
antecedentes cercanos.
Conozco otros relatos estremecedores
condensados en una cinta mala pero ejemplar, en la que un hombre debe sustituir
a Dios por unos días, y se pregunta si antes Dios se había ausentado por
vacaciones, y viene una respuesta contundente: ¿te acuerdas del siglo XIII?
Apenas comenzado el sexenio los que
vivimos más en los libros que en la vida real nos estremecimos con la noticia
de que los nuevos inquilinos de Palacio Nacional estaban aterrados por la
cantidad de gatos que andaban por los jardines de lo que fue la residencia
presidencial y luego sólo las oficinas del Poder Ejecutivo, y pensamos que sólo
era una muestra más de su ignorancia, pues desconocían las consecuencias
sufridas en la Edad Media cuando decidieron exterminar a los gatos en Europa, y
en pocas semanas llegó la Peste Negra que exterminó a más de la tercera parte de la
población del mundo conocido entonces. Y fue un presagio de que México viviría
una tragedia que exterminara a gran parte de la población.
Cuando llegan las cifras de la
cantidad de contagiados y quién sabe por quién, uno se estremece; pero se
aterra al ver que entre los ya centenares y luego millares de fallecidos se
encuentran amigos, conocidos, gente a la que uno admira por su obra, por sus
acciones, por su simpatía; el sentimiento es de inseguridad y al rato de
incertidumbre; si en la Edad Media la tercera parte de la población resultó
afectada, ¿ahora qué porcentaje abarcará por la velocidad y la contundencia de
un virus que no se conocía y luego resulta que sí, y que fue por culpa de las
costumbres exóticas en el Lejano Oriente (uno de mis mejores amigos vive allá,
y nos cuenta que comen de todo, si corre); que la ignorancia y la
prepotencia de los gobiernos o de los gobernantes contribuyó a que hubiera más
enfermos; que las noticias alentadoras de los científicos son desmentidas al
día siguiente; que ya pronto se acabará lo más grave, en unos cuatro o cinco
meses, y que mientras nos atengamos a lo que Dios diga, si es que no está de
vacaciones?
Al
leer la excelente obra de Adolfo Gilly, Felipe
Ángeles, el estratega (Ediciones Era, 2019) uno entiende la angustia vivida
por la ciudad de México en 1911, cuando los disparos de la Ciudadela daban en
todos lados menos en Palacio Nacional; cuando la gente salía en busca de
alimentos y se topaba con una bala perdida; cuando muchos hombres quedaron
atrapados en sus oficinas o en otras casas, y durante esos diez días (no quince,
como afirman los historiadores ignorantes) no supieron de sus parientes, y
luego se enteraron que fueron quemados sus cadáveres sin que hayan tenido culpa
o responsabilidad; esos relatos, ya leídos en libros de Fernando Benítez, Katz,
Brading, Knight, Ross, Silva Herzog, Blanco Moheno, Martín Luis Guzmán y sobre
todo Alfonso Reyes, parecían lejanos, ya superados.
Nos
invade una nueva palabra: pandemia, que al principio sonó menos fuerte que
epidemia, pero ahora suena a confinación, a encerrona, al aviso de una división
social, a la inminencia de una crisis económica como se vivió de 1911 a 1915,
en que las familias emigraban a provincia y de nuevo a la ciudad de México (que
iba de Izazaga a Peralvillo y del actual Circunvalación a la calzada de la
Verónica, hoy Circuito Interior). A familias que de un momento a otro se
arruinaron; a familias que se desintegraron (nada tan patético que aquella
cinta, Vino el remolino y nos alevantó,
con una canción premonitoria: “haremos de cuenta que fuimos basura, vino el
remolino y nos alevantó”), y al mismo tiempo quienes se aprovecharon y se beneficiaron
y se hicieron millonarios a costa de la mayoría, y de los políticos
oportunistas que incrementaron sus fortunas.
A
los que no somos activistas nos tomó desprevenidos: por cuestiones de edad nos
ven feo los que se piensan jóvenes; tenemos restringidos los horarios, y vemos
cómo disminuyen las provisiones; ¿llegará el momento, como en la rebelión de
1854, en que la gente abandone a sus mascotas y a los viejos a la buena de Dios,
como insinúan las autoridades sanitarias?; ¿llegará un momento en que los
científicos consigan una vacuna que cure de este virus a costa de la braquicardia
o de un tumor fulminante en el hígado? ¿Habrá quién confiese sus pecados
pensando que ya llegó a su fin, y luego resulte que no?
En lo personal no me queda más que
la lectura, la música y películas viejas; pero en una de esas ocurrencias en
que la tecnología falló, me quedé sin los retos diarios, sin noticias frescas,
víctima de la escasez de ingenio de quienes programan cine por tv, a ver las
mismas cintas toda la semana, y dobladas y además con letreritos; como me niego a escuchar música por internet,
debo elegir por la mañana los discos que disfrutaremos todo el día, con la
condición de que le gusten a Gibbs, nuestro tiránico gato, y contestar que no,
que por mucho que fuera amable Óscar Chávez no fuimos tan amigos como para
escribir una crónica de nuestros encuentros y que desenmascare sus travesuras; que conocí a Yoshio y disfruté de su simpatía y buena voz; que fui uno más de los muchos amigos de ArturoTrejo, mejor amigo que escritor, y miren que es un excelente escritor; que no conocí a Pilar Pellicer pero sí a su hija.
Como la peste que azotó en Londres
hace cuatro siglos, ésta revela quiénes son solidarios, quiénes egoístas;
quiénes ayudan al prójimo, quiénes buscan su beneficio personal; la ineptitud
de los gobernantes, en especial de América Latina, los llevará a su ruina y
serán expuestos como los verdaderos culpables, como revela el diario de Daniel
Defoe; y como en ese libro, difícil de leer en estos momentos por lo actual de
la problemática, y también como en esa época, la escasa empatía de quienes en
razón de su edad se creen invulnerables, incapaces de cooperar.
Todo
eso se hace más difícil porque el primer día de la contingencia se cayó un
miserable, casi insignificante tornillo de mis anteojos, y el que pusimos de
repuesto también se cayó, y no tengo otro repuesto, y los anteojos de remplazo
amenazan con doblarse, caerse, y dejarme inútil para el cine por tv, para leer,
y como una incapacidad devela las otras, tampoco podría oír bien.