Me escribe un
enfurecido español, escudado en su anonimato, para tacharme de mediocre y loco
por atreverme a dudar de la capacidad histriónica de Sarita Montiel, por
afirmar que luego de Veracruz (tiene razón en reclamarme por adjudicársela a
Anthony Mann, no al culpable Robert Aldrich, autor también de Apache, Doce del
patíbulo, Cuatro por Texas) nada memorable hizo; me reprocha no entender que
Sarita Montiel (Marco Antonio Campos me aclara que le hizo el feo a Pedro
Infante, una de las pocas que se le escaparon) es la máxima estrella
cinematográfica que dio España (por encima de Carmen Maura, Maribel Verdú, Candela
Peña, por no hablar de las legendarias actrices de teatro como Emma Penella, o
de los actores Fernando Fernán Gómez, Fernando Rey, Francisco Rabal, o alguno
de los eficaces actores actuales), y sobre todo, por no entender la conmoción
que sufrió España entera a la muerte de la muy mediocre Montiel. Si es un
símbolo de España, puedo decir, junto a Ninón Sevilla, Arturo de Córdova y
Viruta: “Ahora lo comprendo todo”.
En su Gramática
española (1975; aún no cumple 40 años) de Juan Alcina French y José Manuel
Blecua, se habla de la v labiodental; en los recientes Ortografía de la lengua
española, el Nuevo diccionario de dudas y dificultades (de Manuel Seco), el
anterior, Diccionario de dudas de la lengua española, en el Diccionario
panhispánico de dudas, El buen uso del español y otros, se burlan de quienes
hablan de las letras labial y labiodental; en todos estos diccionarios y
manuales, al contrario de French y Blecua, afirman que en el buen español se
pronuncian exactamente igual, y que quienes, como en el pasado, juntan labios y
dientes para pronunciar vino, vino, venir, son exagerados y pecan de
ultracorrección, que lo correcto es pronunciar igual bello y vello (para quienes
estas palabras tengan igual significado deben sufrir al recordar mejores
tiempos), baca y vaca, y dejan el sentido de labial y labiodental a las prácticas privadas del erotismo.
Pero los gramáticos y los académicos, como los sabios redimidos de Bola de fuego, no conocen el lenguaje corriente, el de la calle, el indómito, que cabe a duras penas en los diccionarios y menos aún en las gramáticas. Una de las reglas ortográficas es que b va después de m, y v después de n y de d; es decir, al pronunciar envase, envuelto, enviado, adviento; en esos casos, lo natural es pronunciar la v juntando labio inferior y dientes; si se pronuncia, como quieren los gramáticos, usando sólo los labios, se interrumpe la pronunciación natural, o pronunciamos mal: emvuelto, embase (a menos que sea término beisbolero). ¿Alguna vez los gramáticos hablarán en voz alta y se darán cuenta de lo que escriben? ¿Leerán lo que escriben los poetas, los novelistas?
Cuando menos, en sus avances, tímidos y temerosos, los académicos advierten (con v labiodental) que el criterio gramatical seguirá siendo el gramatical y no el políticamente correcto; que el género predominará sobre el sexo, y que lo correcto es “los diputados” y no “los diputados y las diputadas”, aunque se admiten los lugares comunes de “señoras y señores”, “damas y caballeros” o, como decía La China Mendoza, “señoras y señores, niños y niñas y Monsiváis”; hay quien afirma que la Academia ya ordena esa imposición de los alumnos y las alumnas, o la utilización de la arroba para determinar ambos sexos en un vocablo impronunciable y además absurdo. Cuando menos, por ahora no.
Y si los gramáticos leyeran, sabrían que “guión” y “rió” se pronuncian, sindudamente, como bisílabos; por lo corto de estas palabras creen que son monosílabos, lo que da lugar a que buenos libros que no aceptaron la ya obsoleta sugerencia (¿o sugestión?) de eliminar acentos indispensables, escriban guion y rio (de reír), lo que los incluyen en el género de libros híbridos.
Y para que más le duela a los académicos, ninguna editorial seria, y sólo una revista seria, aceptaron esas sugerencias; y para regocijo de académicos inteligentes (que los hay), se seguirán acentuando sólo y éstos (y sus derivados), porque lo absurdo de que el contexto del texto aclara el sentido de esas palabras fue derrotado; los escritores tendrán que aprender a acentuar cuando se debe y cuando no, y no dejarlo al arbitrio de los lectores, que han demostrado ser más inteligentes que los autores.
Pero los gramáticos y los académicos, como los sabios redimidos de Bola de fuego, no conocen el lenguaje corriente, el de la calle, el indómito, que cabe a duras penas en los diccionarios y menos aún en las gramáticas. Una de las reglas ortográficas es que b va después de m, y v después de n y de d; es decir, al pronunciar envase, envuelto, enviado, adviento; en esos casos, lo natural es pronunciar la v juntando labio inferior y dientes; si se pronuncia, como quieren los gramáticos, usando sólo los labios, se interrumpe la pronunciación natural, o pronunciamos mal: emvuelto, embase (a menos que sea término beisbolero). ¿Alguna vez los gramáticos hablarán en voz alta y se darán cuenta de lo que escriben? ¿Leerán lo que escriben los poetas, los novelistas?
Cuando menos, en sus avances, tímidos y temerosos, los académicos advierten (con v labiodental) que el criterio gramatical seguirá siendo el gramatical y no el políticamente correcto; que el género predominará sobre el sexo, y que lo correcto es “los diputados” y no “los diputados y las diputadas”, aunque se admiten los lugares comunes de “señoras y señores”, “damas y caballeros” o, como decía La China Mendoza, “señoras y señores, niños y niñas y Monsiváis”; hay quien afirma que la Academia ya ordena esa imposición de los alumnos y las alumnas, o la utilización de la arroba para determinar ambos sexos en un vocablo impronunciable y además absurdo. Cuando menos, por ahora no.
Y si los gramáticos leyeran, sabrían que “guión” y “rió” se pronuncian, sindudamente, como bisílabos; por lo corto de estas palabras creen que son monosílabos, lo que da lugar a que buenos libros que no aceptaron la ya obsoleta sugerencia (¿o sugestión?) de eliminar acentos indispensables, escriban guion y rio (de reír), lo que los incluyen en el género de libros híbridos.
Y para que más le duela a los académicos, ninguna editorial seria, y sólo una revista seria, aceptaron esas sugerencias; y para regocijo de académicos inteligentes (que los hay), se seguirán acentuando sólo y éstos (y sus derivados), porque lo absurdo de que el contexto del texto aclara el sentido de esas palabras fue derrotado; los escritores tendrán que aprender a acentuar cuando se debe y cuando no, y no dejarlo al arbitrio de los lectores, que han demostrado ser más inteligentes que los autores.
Circularon por
poco tiempo los comentarios más tontos o incoherentes o absurdos de algunos
futbolistas; algunos dijeron que no importa perder todos los juegos si al final
ganan el campeonato, o que perdieron porque no metieron un gol, o cosas por el
estilo, que no asombran aunque sí divierten; los emiten jugadores que cobran
millones de pesos, dólares o euros, que tienen los favores sexuales de
actrices, modelos o niñas bien que, es de suponer, los superan con mucho en
elegancia, atractivo físico y seguramente en inteligencia y en preparación, y que sólo precipitan el fin de sus carreras y la ruina moral de sus vidas, por andar recordando lo que pudo haber sido y no fue. Pero casi al final de esas compilaciones,
casi como remate, pusieron una frase monumental de Franz Beckenbauer, quien
tuvo la fama de haber sido uno de los jugadores más finos y elegantes, y sobre
todo, de los inteligentes: explicó las finalidades de su deporte: sólo hay una
opción: ganar, perder o empatar.
Si Beckenbauer dijo eso, el futbol está perdido; qué puede esperarse de los demás; lo triste es que tienen admiradores y forofos mucho más inteligentes que ellos.
Si Beckenbauer dijo eso, el futbol está perdido; qué puede esperarse de los demás; lo triste es que tienen admiradores y forofos mucho más inteligentes que ellos.
Tal parece que el país escoge el
peor de todos los deportes para hacerlo el más popular, al menos entre los
televidentes: los clavadistas mexicanos se llevan un buen número de preseas en justas
internacionales; los arqueros destacan también (por estos días se llevaron dos
medallas de oro y una de plata), el Checo Pérez está entre los mejores en cada
carrera de Fórmula 1, a menos que lo choquen y le pongan trampas; cada vez hay
más atletas que se cuelan en los primeros lugares, en volibol tanto varonil
como femenil compiten en las finales de competencias mundiales, el equipo de
basquetbol llegó ya también a las finales, y hay buenos pitchers y buenos fildeadores
en Ligas Mayores y en Triple A; y las televisoras consumen gran parte de su
tiempo al transmitir futbol, que es donde menos se destaca, y donde más
culpan a los árbitros por los malos resultados, que es como culpar a Dios por
nuestros errores.
En el torneo de
futbol supuestamente mundial afloraron muchas cosas que suenan igual de
absurdas que las declaraciones de esos jugadores: el deporte no es tal, es un
negocio y para que siga siéndolo, hay que acabar con la ética que debe regir
toda competencia; si para que un equipo conserve a sus admiradores es necesario
golpear a la mala, cometer faltas al reglamento y luego alegar que no fueron
faltas, los directivos premian esa conducta, que la avalan los árbitros,
cometen los jugadores y toleran y perdonan sus seguidores, que en vista de lo
cual se ganan el mote de fanáticos que son capaces de insultar a sus amigos si
se atreven a sostener un punto de vista diferente; además, en el balompié no
caben los criterios, sino las opiniones; los comentaristas en vez de aclarar y
descifrar y explicar una táctica, una estrategia y un plan de juego, sólo
opinan, y encima hay que soportarlos; faltan al profesionalismo y cuando un
árbitro aplicó el reglamento, en vez de aclarar que las reglas sancionan una
falta, así sea leve, si se trata de estorbar de manera ilícita las acciones de
un equipo en busca de una anotación; los comentaristas opinaron que no era
falta, y mantuvieron la esperanza de que fallara el jugador que cobraría la falta, para que el equipo al que le iban ganara.
(Por más que intento explicarme la frase, no entiendo qué quiere decir “le voy”, “¿a quién le vas?”; si quiero decodificarla, como decía Gustavo Sainz, lo más que puedo imaginarme es que el aficionado puede apostar por el triunfo de algún equipo –o boxeador, o competidor en cualquier justa deportiva. Y allí es donde menos me explico esa actitud: ¿por qué alguien apuesta –dinero, subordinación por unos días, sometimiento a una tarea degradante [como las apuestas entre Sergio Corona y Manuel Valdés, sólo que ellos lo hacían con gusto y sentido del humor], y a veces las consecuencias son drásticas– cuando carecen de influencia en el resultado, cuando no está en sus manos ganar o perder?
(No moralizo: aposté con Manuel Arellano, primo del Cuate Arellano –medio defensivo del Necaxa, suplente de Jaime Salazar, el mejor amigo de Fu Man Chu Reinoso a quien antes de que apodaran Fu Man Chu [por aquel mago a quien ya recuerdan muy pocos, a menos que se exhiban sus muy disfrutables cintas] – lo conocían como El Cuate Reinoso] y perdí, porque mi favorito era América que perdía con Guadalajara y con Necaxa; curado de ese fanatismo que muy pronto conjuré, perdí una apuesta con Cuauhtémoc Valdés por no hacer bien las cuentas en el balance de triunfos y derrotas entre Tigres de México y Diablos Rojos del México; apuesta que no pagué porque Cuauhtémoc aceptó que había abusado de mis malos cálculos; aposté varias veces, pero en algo en lo que tenía más control: la baraja, hasta que en una ocasión perdí casi toda la quincena y me quedé con lo justo para los pasajes, pero no para las comidas; me recuperé, gané lo doble la siguiente quincena, y no volví a apostar en casa de mi tío Enrique, experto en el juego; aposté y gané y perdí en algo donde tenía más control, el dominó, en casa de Mario Magallón; pero el producto de esas apuestas se pagaba en la taquería de don Rafa, así que daba lo mismo ganar o perder. Es más, el que ganaba era el que pagaba.)
(Por más que intento explicarme la frase, no entiendo qué quiere decir “le voy”, “¿a quién le vas?”; si quiero decodificarla, como decía Gustavo Sainz, lo más que puedo imaginarme es que el aficionado puede apostar por el triunfo de algún equipo –o boxeador, o competidor en cualquier justa deportiva. Y allí es donde menos me explico esa actitud: ¿por qué alguien apuesta –dinero, subordinación por unos días, sometimiento a una tarea degradante [como las apuestas entre Sergio Corona y Manuel Valdés, sólo que ellos lo hacían con gusto y sentido del humor], y a veces las consecuencias son drásticas– cuando carecen de influencia en el resultado, cuando no está en sus manos ganar o perder?
(No moralizo: aposté con Manuel Arellano, primo del Cuate Arellano –medio defensivo del Necaxa, suplente de Jaime Salazar, el mejor amigo de Fu Man Chu Reinoso a quien antes de que apodaran Fu Man Chu [por aquel mago a quien ya recuerdan muy pocos, a menos que se exhiban sus muy disfrutables cintas] – lo conocían como El Cuate Reinoso] y perdí, porque mi favorito era América que perdía con Guadalajara y con Necaxa; curado de ese fanatismo que muy pronto conjuré, perdí una apuesta con Cuauhtémoc Valdés por no hacer bien las cuentas en el balance de triunfos y derrotas entre Tigres de México y Diablos Rojos del México; apuesta que no pagué porque Cuauhtémoc aceptó que había abusado de mis malos cálculos; aposté varias veces, pero en algo en lo que tenía más control: la baraja, hasta que en una ocasión perdí casi toda la quincena y me quedé con lo justo para los pasajes, pero no para las comidas; me recuperé, gané lo doble la siguiente quincena, y no volví a apostar en casa de mi tío Enrique, experto en el juego; aposté y gané y perdí en algo donde tenía más control, el dominó, en casa de Mario Magallón; pero el producto de esas apuestas se pagaba en la taquería de don Rafa, así que daba lo mismo ganar o perder. Es más, el que ganaba era el que pagaba.)
Algo curioso con
las faltas al reglamento del futbol: en 1962, en uno de sus mejores partidos,
la selección mexicana estaba a un par de minutos de empatar con el seleccionado
español cuando Sol, uno de los
componentes legendarios del Real Madrid (junto con Gento, D’stefano y Puskas) se le
escapaba a Raúl Cárdenas, medio del Zacatepec y antes del Necaxa, y compañero
de Pedro Nájera en el seleccionado mexicano; pudo haberlo detenido, si lo
hubiera zancadilleado; no lo hizo, siempre fue un jugador muy correcto, y de
allí a que terminó su carrera como jugador, le reprocharon no haber fauleado al
español; en el torneo más reciente, Rafael Márquez trastabilló, sacó de balance
a un jugador holandés; si no lo hubiera hecho probablemente se hubiera creado una
situación de anotación pero que, a como estaba jugando el portero del equipo
mexicano, tenía muchas posibilidades de anularlo; fauleó, y en vez de que los forofos
mexicanos le reprocharan su actitud artera, le reprochan al árbitro haber
marcado la falta. Que no fue, dicen, sin conocer el reglamento, que sanciona ya
no la falta, simplemente la intención de cometerla.
Sigo con
deportes: en una variante de las carreras de autos, hubo un choque, producto
del cual uno de los competidores quedó con su vehículo arruinado (para esa
competencia: esos autos los hacen y deshacen con facilidad; entre otras cosas,
por ello las colisiones son aparatosas pero casi nunca graves para los corredores);
se enojó, y en plena carrera, que no la habían suspendido (porque su auto no
estorbaba en la pista), se metió en medio del tráfico para retar a golpes a
quien lo chocó; en esas carreras la velocidad es alta, aunque en las
filmaciones no lo parezca; lo evitaron cuatro vehículos, pero para desgracia de
todos, quien lo chocó se lo topó de frente y lo atropelló; quien piensa con el
corazón está perdido; y un comentarista se atrevió a exclamar: y le echan la
culpa al muerto.
Para evitar
contaminación los sábados, día en que mucha gente descansa en sus trabajos y comparte
con la familia (los domingos los desperdicia frente al televisor), decidieron
prohibir la circulación de los autos con más de 15 años de antigüedad, más de
60 por ciento, dicen los que saben de estadísticas, de los vehículos de la
ciudad de México y la zona metropolitana y estados circunvecinos; según estudios
recientes, que dejen de circular seis de cada diez autos ha traído la reducción
del cinco por ciento de consumo de gasolina, lo que significa un desequilibrio
en las cuentas del gobierno que se encaprichó en imponer esa medida; además, el
ocho por ciento de los vehículos de transporte público aportan más del 80 por
ciento de la contaminación total de los vehículos y sólo el 20 por ciento está
a cargo de los autos particulares, nuevos o no, que emiten menos pero
contaminan más; y no se dieron cuenta que quienes no circulamos los sábados
tenemos que hacerlo en domingo, con el agravante de que nos topamos con miles
de ciclistas que, por ellos mismos, no contaminan, pero provocan que los
automovilistas, al frenar y frenar, y consumir media hora en un trayecto que no
debería hacerse en más de cinco minutos, contaminen más. O sea, no saben hacer
cuentas. Y tanto y tanto, como diría la nana, que los de su propio partido ya
advirtieron que esa medida provocará derrotas electorales de las que no podrán
reponerse en mucho tiempo y ya le retiraron su apoyo. De no ser un asunto tan
enojoso, resultaría divertido.
Me dice Diego:
los resultados de tu retiro equivalen, en otro sentido, a lo que hizo Tony
Larusa con los Medias Blancas y los Atléticos; sólo que yo no tuve la culpa (y
no provoqué la perjudicial salida de Jorge Orta).