Aunque soy
entusiasta de los diccionarios (afición más o menos reciente, y contagiada por
la colección acumulada por Antonio Bolívar en Redacta, que ocupaba todo un
cuarto bastante grande, las cuatro paredes de piso a techo, y a la que
contribuí con la sugerencia —creo recordar que a eso se redujo— del Diccionario secreto de Camilo José Cela
(nombre cacofónico; el diccionario me lo presumió Bernardo Ginés de los Ríos),
y la aportación del Diccionario del
argentino exquisito, de Adolfo Bioy Casares; Bolívar me honró imponiendo mi
nombre en el ex libris, y con la venta baratísima de los primeros tomos del
Corominas —no había aparecido el último—, y el obsequio del Moliner, que trajo
de España cuando era inconseguible en México), no tengo tantos como algunos coleccionistas
y usuarios célebres, como dicen que era don Jaime García Terrés, pero paso del
centenar.
Es cierto que no sabemos usar
diccionarios; en alguna ocasión, en El
Financiero, en la sección de Deportes habían deshojado un Pequeño Larousse Ilustrado que obsequié,
aunque sólo de las primeras 40 páginas, que eran las que consultaban; pedí a
los administradores que sustituyeran ese ejemplar, ya viejo además, por uno nuevo,
y dotaran a otras secciones de al menos uno; al ver que tardaban pregunté el
motivo, y me contestaron que no conseguían uno de la misma edición del que
aporté un par de años antes y que ya tenía algunos años en casa, y lo había
sustituido por el Gran Diccionario
Enciclopédico Ilustrado que publicaba Selecciones
de México (segunda edición, la azul; la primera la obsequiamos a la escuela
donde Diego cursó el primer año de secundaria; eso nos confirmó que cuando donamos libros nos
peleamos con esas personas o instituciones), y que pese a los muchos años que
ya llevamos con él, nos ayuda prácticamente en toda consulta; por desgracia, no
lo han actualizado, creo, o no lo han traído, así como descontinuaron el
excelente La fuerza de las palabras,
mejor que el primer Diccionario de dudas
de Manuel Seco.
Los que saben dicen que hay que
actualizar diccionarios en casa cada cinco años, cuando se tiene sólo uno, como
pasa en la mayoría de los hogares; el contagio por la afición por los
diccionarios me ha hecho adquirir algunos curiosos; y eso es lo valioso de los
míos: más que muchos, tengo algunos que causan envidia entre los buenos
coleccionistas; tengo, a cambio del de germanías de Gredos, carísimo en la
Feria de Minería, y que hace por lo menos cinco años que ya no traen, algunos
especializados en el lenguaje del hampa, uno de ellos confiscado en su momento
por la policía, no por censura, sino para que las autoridades entendieran a los
vatos que se burlaban de ellas en su presencia (ahora lo censurarían las nuevas
autoridades mojigatas por una sola línea: joven,
adjetivo con el que los hampones se referían a los afeminados); ese útil libro
parece haber sido consultado en su momento por Carlos Fuentes y por Octavio
Paz; otros se refieren al lenguaje de las malas expresiones o por delincuentes
en España, aunque por desgracia nunca pude conseguir el más atractivo, que era
el que sirve de mofa a los filólogos por cómo se expresan en general los
españoles que se creen elegantes (y supongo ya rebasado por las modalidades de
hablar en disílabos: boli, peli, cumple, prosti, progre y otras ridiculeces);
la mayoría de esos diccionarios de jergas o germanías los ha publicado la
benemérita Alianza Editorial.
Tengo diccionarios de
incorrecciones; uno, maravilloso elaborado por Fernando Corripio, mi filólogo
favorito; otro por alguien que se dedicaba a demostrar que los adjetivos sirven
para calificar de manera contundente a las casquivanas, coquetas, ligeras de
cascos y practicantes de los cariñitos de un instante, las de las adolescencias
apresuradas, aunque no tanto las víctimas que amaron deseando también ser
amadas; otro, también puritano, que demuestra cuántas palabras que usamos ahora
provienen de otros idiomas o son de acuñación (entonces) reciente, pero como ya
había palabras que servían para lo mismo, caen en incorrecciones; es menos
perverso pero también divertido.
De Corripio tengo varios: el
(para mi gusto) mejor diccionario de sinónimos y antónimos, el ya referido de
incorrecciones, justo y no pacato; uno de ideas afines tan bueno y más compacto
que el Ideológico de Casares, que
conseguí hace poco tiempo luego de haberlo buscado durante años (sólo una vez
lo había visto, en la Librería del
Sótano, hace años y entonces carísimo); uno más, filológico, no tan exhaustivo
pero igual de útil que el Corominas; tengo varias ediciones del DRAE, que me sirven para ver cómo ha envejecido
la institución aun cuando hace esfuerzos por modernizarse, y la mayoría de las
veces sólo para ceder a las presiones, por lo regular efímeras, de ciertas
instancias; por ejemplo: tardaron mucho en admitir presupuestar, y entró al lexicón (así le dicen los cursis para
evitar repeticiones no innecesarias) cuando ya ni los funcionarios ni los
economistas usan esa palabreja, que por cierto era inútil porque ya existía presuponer; acceden a que acceder signifique, además de aceptar, ingresar,
inútil y cursi porque ya existía ingresar;
la muy lejana acepción de vestuario
como vestimenta, porque la principal era el lugar donde deportistas, cantantes,
actores y políticos y casquivanas amantes de los cariñitos de un instante cambiaban
de vestimenta; ahora es la primera y la segunda acepción. Cedió a las presiones
y ya iguala a hombres y mujeres cuando menos en el adjetivo poeta, y ya no
distingue si son uno u otra, aunque sí distingue entre actores y actrices; pero
por pelear una igualdad que se debe de dar en la calidad de sus obras, la RAE
ya los compara con los poetastros; antes cuando menos poeta era el hombre (y poetisa
la mujer) que componía obras poéticas y estaba dotado de las facultades
necesarias para poetar; ahora ya cualquiera es poeta aunque no las componga ni
en el aire ni en el momento. Ahora además son personas, cuando hay otros términos menos rotundos y sonoros, como
digamos, por ejemplo, gente. Poeta, al generalizarse, o por ponerlo como persona, anula al autor y lo minimiza,
porque además persona tiene
demasiadas acepciones que desindividualizan, si se me permite el término.
A falta de capacidad (física y económica)
para albergar la Británica (es más cómoda la Oxford), ni mucho menos la
Espasa-Calpe, cuya mayor utilidad es para los hipocondriacos (describe de tal
manera los síntomas de todos los malestares ficticios o reales, del alma o del
cuerpo, que es un desperdicio no sentirlos, asustarse y fastidiar a los médicos
hasta que se les recuerde que de tanto ahi viene el lobo aunque quede el
consuelo de “no que no”), acudo a enciclopedias menos aparatosas, cuya única
limitación es lo temporal; queda el consuelo de suscribirse para recibirlas
digitalmente (acepción nueva) o en unos cuantos disquetes, que terminan siendo
más latosos y más tardados que las ediciones impresas; también existe la
enciclopedia wikipedia, que es utilísima por el acceso inmediato aunque alguien
versado en consultar lo impreso le gana en velocidad, y tiene ésa el defecto de
que no atiende lo minucioso, desatiende a las figuras menores pero no menos
importantes, y hace más caso a las figuras populares; y no es tan exacta como
dicen sus forofos, que afirman que tiene diez mil (¿o cien mil?) errores menos
que la Británica, aunque ninguno ha sido capaz de enumerar los mil
principales fallos; además, wikipedia es pacato y está sujeto a cambios que
desactualizan o llevan a errores que ya se han perpetuado en novelas o ensayos.
Al menos, derroté a uno de sus principales forofos al consultar la fecha de
nacimiento de un músico: mi enciclopedia de rock (una de ellas) es más fácil y
rápida de consultar que la wikipedia, que además fue inexacta su búsqueda. (No
dejo de reconocer que una enciclopedia que no presume de serlo, la Imdb, es más
exhaustiva y precisa que cualquier enciclopedia de cine, pues contiene los
nombres de hasta los más invisibles extras de cualquier película, siempre y
cuando sea estadounidense, francesa, inglesa, pero es menos precisa con las
italianas, las españolas, y de plano desdeñosa con el cine mexicano: por
ejemplo, no revela el nombre de la altota que baila bien sabroso con Germán
Valdés, y lo carga al final, en las últimas escenas de El mariachi desconocido; mal no menor, aunque comparta la falla con
las anotaciones en la Historia documental
del cine mexicano, primera y segunda ediciones, de Emilio García Riera;
tampoco nombra a la bailarina, bien seria ella, que camina frente a Valdés
mientras éste canta “Piel canela” en la misma cinta, y a la que describe
con un amplio ademán al extender los brazos a la altura de las caderas, cuando
entona el verso que habla del mar y su “inmensidad”. La Imdb tampoco tiene el
nombre de todos los técnicos ni, peor, hace caso de las canciones interpretadas
en casi ninguna cinta, error terrible porque la música es parte, para bien o
para mal, de toda cinta. Tampoco trae el error más grave de Buñuel aunque se
ensaña con muchos otros directores por fallas de continuidad o sin importancia.
Tengo otros varios diccionarios
especializados en actores, bailarinas, beisbolistas; o en filósofos o
escritores, o de literaturas del mundo y sus alrededores (en uno de ellos ocupo
exactamente el mismo espacio que el que le dan a mi muy admirada y amiga Rosa
Montero), o inventores, o músicos, o científicos; gramáticas, o vocabularios
especializados; o recuento de disparates, atestan varios plúteos además de doble
fondo en un librero dedicado a puros libros de esta naturaleza, y otros andan
dispersos, por su tamaño o su especialidad, en otros libreros, además de que se
cuelan algunos que tendrían que estar en otro sitio, como el Diccionario de trucos gracias al cual
acabo de limpiar mis sombreros de paja.
Por falta de capacidad (física y
monetaria) no tengo el más necesario para mis chambas, el Santamaría,
aunque tengo otros que se ostentan como de mexicanismos, casi todos fallidos.
Tengo en cambio varios llamados Pequeño
Larousse Ilustrado, a falta del que cedí a Deportes de El Financiero, algunos de ellos cortesía de los muy gentiles amigos
de Anaya (¿o insinúan que no sé usar el lenguaje?), pero acabo de conseguir uno
que me parece útil, divertido y ejemplar, el Larousse práctico para México y América Latina, publicado hace un
año pero que no está en ninguna librería en las que lo busqué luego de verlo en
el pasaje del STCM (para coincidir con los que se ahorran vocales), pero que
estaba cerrado por ser día de guardar. Es realmente pequeño aunque en los
diccionarios no debe contarse ni anotarse el número de página, pero apenas
llega a 450, en tamaño pequeño (7.4 ₓ 5.4 pulgadas),
tipografía extremadamente pequeña (seis puntos), pero en verdad son útiles las
más de veinte mil entradas con más de cincuenta mil significados, cinco mil de
ellos exclusivos de México y alrededores, y con acepciones asequibles y
precisas; no trae audicionar, aunque sí presupuestar,
que supongo debe haber algunos que aún la digan; aunque de birria se diga que es una cosa mal hecha, acepta que es un guiso
que se hace con carne de borrego o chivo (no con res o puerco, guácala), pero
al menos no dice que hot dog es mexicanismo, y acepta que hot cake se
diga jotkeik y no panqueque, como leíamos en La pequeña Lulú; admite “palomitas” y no las “rosetas” que nos
acomplejaban en los cómics de nuestra infancia.
Las definiciones son concretas (aunque
prefiero las extensas y divertidas del de Selecciones),
por lo regular precisas, y no tienen el complejo absurdo de pretender ser ley
aunque solamente lo utilice el 47% de usuarios, si sólo se compara con México,
muchísimo menos que con el resto de América Latina, y además, de manera
incorrecta y cursi; no solapan los solecismos como si no supieran que son
errores. Otra ventaja de este pequeño y práctico: la tabla de conjugación es
real, no ilusoria, y demuestra que el verbo venir no es uno para España y otro
para América, lo que será útil para algunos académicos; en lo que está mal es
en la acentuación grave de “futbol” y de “beisbol”, claro, por su ignorancia
del idioma inglés; corrigen en cambio el “chofer” que acentuaron gravemente en
el pasado, y desechan el correcto pero feo “chofera”.
En lo que no cambian es en la
definición de las llamadas malas palabras, que son las primeras que uno busca
al abrir un diccionario, y más cuando se es niño; ya no vienen definiciones
incomprensibles como “pelo del empeine” y otras huidizas; aunque son más
correctas y menos cobardes, no son las que uno emplea y que caracterizaban a la
literatura mexicana de los años sesenta y que siguen sin aparecer, desinhibidas
y coquetas, como se les usa a diario hasta en las campañas electoras oficiales
u oficiosas, en las cámaras legislativas, en los periódicos (sobre todo en las
oficinas, no siempre en las páginas) y ya hasta en la televisión sin miedo a
que los censuren pero que demuestran mal gusto. Por cierto, hay que echarle
una vista a la octava acepción de bueno/a, y advertirle al “jefe” de “gobierno”
capitalino que en ningún diccionario se acepta ni por equivocación el término
“sintiente”, a ver qué siente. (El de Sinónimos de Corripio acota más de
treinta sinónimos para callonca, más
del triple que otros diccionarios.)
En el primer tomo
de los Inventarios aparece una
acotación del propio José Emilio Pacheco en la que reconoce como barbarismo el
término “autoinmolar”, que había usado una semana antes, y tan grave como
autosuicidio, que él atribuye a un ex presidente aunque más bien se lo
asestaron a un académico y director de la más importante editorial mexicana;
sin embargo, vuelve a aparecer en el tercer tomo; los editores podrían haberlo
eliminado, si lo hubieran advertido; a lo largo de los tres tomos aparece
varias veces “así mismo”, que es otro barbarismo, que me parece nunca utilizó
Pacheco aunque sí posiblemente alguno de sus editores; más lo divertiría aunque
también lo mortificara alguna palabra que, mal dividida tipográficamente da
lugar a malos entendidos, como “reputa-ción”, o la mala división de una palabra
que termina con “no”, también da lugar a equívocos, como “mexica-no” que
produce una frase negativa; también una lectura atenta hubiera evitado
repeticiones o, peor, contradicciones. Pacheco, obsesionado con las erratas,
tenía la costumbre de corregir de puño y letra en los ejemplares que sus
lectores le ponían para que pusiera firma o dedicatoria; en estos Inventarios tendría que entregar fe(s)
de erratas, con las disculpas que acostumbraba ofrecer al corregir esas
erratas.
Comerciales en
que advierten de los peligros de la nula educación sexual (cierto, ya nadie
dice “gracias”), de los desconocimientos de los riesgos de adquirir
enfermedades venéreas (un sabio mexicano, simpático y sincero como él solo, me
contó que gracias a la profesión de médico de su padre, él y varios de sus
amigos, muchos de ellos puntales de la ciencia y el arte mexicanos, se salvaron
de esas enfermedades), ellos, o el de andar por la vida arrastrando un niño por
amar queriendo también ser amadas con las consecuencias de las soledades
arrepentidas; sin embargo, de todo culpan a la mujer, por precipitosas o por no
avisar que, pese a pertenecer a familias recatadas, de hermanos celosos y
padres vigilantes, portan males si no incurables cuando menos incómodos; en
ningún caso culpan a los hombres. ¿Habrá sanción para los publicistas
culpables? ¿Se darán cuenta las intransigentes que ven culpables menos donde
los hay?
Y hay que
advertir: un grupo malicioso, malintencionado, con todas las culpas de todas
las generaciones que los anteceden, y que andan por la calle provocando: un vigilante
en el Metro da el paso a las usuarias con una expresión extra: “pase, reina”;
algunos de quienes colectan para la Cruz Roja entregan el simbolito con la
expresión “para que se vea más guapa”: hay que combatirlos, denunciarlos,
exhibirlos, aunque las que han recibido esos piropos se sientan halagadas.
Sergio Romano, mi
jefe y amigo, mucho más amigo que jefe (que nunca fue) anda retirado
momentáneamente, recuperándose de una intervención quirúrgica, y con la orden
de reposar mientras se cumple el tratamiento; que disfrute leyendo y oyendo
música, actividades ambas en que pocos lo hacen con mayor capacidad y placer;
después seguiremos enloqueciendo a su auditorio.
Los gandallas de
Gandhi, con toda maldad, se solazan exhibiendo a los escritores mexicanos,
tanto en su revista como en la versión electrónica de facebook, porque los
ponen a opinar de lo que deberían de saber, o sea de libros: a una le preguntan
cuántos libros tiene y dice que muchos, como trescientos o quinientos; otra
opina que los ilegibros en papel cebolla y doble columna son muy bonitos; y otro,
indudablemente culto, se puso nervioso y al mostrar una rarísima edición de El joven, de Salvador Novo, lo confundió
con Return ticket.
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