Me parece que ya lo he contado muchas veces; después de una
sesión de trabajo, Gustavo Sainz me dijo que me presentara en Avenida Hidalgo
18-A, frente a la Alameda y casi junto a Las Américas, una cantina que, con todo
lo demás, desapareció para dar paso a la secretaría de hacienda. Que fuera de
parte de él para hablar con el propietario de Libros Escogidos; de él sabía por
las autobiografías del propio Sainz, de Gustavo Sainz, y por referencias de
Vicente Leñero.
Con
temor, me acerqué; Leopoldo Duarte, de corbata pero la camisa arremangada, me
sonrió cuando entré; le dije que iba de parte de Sainz: ya sé, eres el autor de
una novela de la que me leyó un capítulo hoy, y describió la escena de ese
capítulo, en el que el protagonista atisba las piernas de una compañera de
escuela, la falda levemente arriba de las rodillas.
Una
semana después Sainz me dijo que Polo se había apantallado porque llevaba un
libro de Thomas Mann, y se dedicó a buscarme libros suyos, que desde luego no
tenía. La invitación a que fuera cuantas veces quisiera para platicar fue
inmediata, no así a la tertulia sabatina, pero un día me dijo que cayera por
ahí de mediodía.
Entre
todos los que asistían había figuras célebres, glorias literarias en su más
puro y menos ensayado comportamiento; sobresalía el más rubio, nervioso tras
una coraza de simpatía; Raúl, como todos, le decía Polito a Duarte, pero no trataba,
como casi todos los demás, de hacer sentir su cercanía; de hecho, no era de los
últimos en salir de El Horreo, y nunca se quedó después, como lo hacía Chucho
Vargas, el inolvidable, cuya generosidad le costó la vida, según me
contó Mota, años después; no todos eran literatos, pero los que no escribían ni
menos publicaban, no eran menos pedantes (en el sentido original de la
palabra). De todos, Vargas y Raúl Renán, el más sereno y menos ostentoso, eran
los más amigables, los que siempre estaban pendientes de la charla, y los que
menos trataban de imponer puntos de vista.
Como de
Otaola, de Juan Manuel Torres, de Benito, pronto me hice amigo de Raúl. Cuando
varios de ellos mostraron antipatía, Renán se hizo más y más amigo; nunca presumió de todas las
cosas de las que me fui enterando a lo largo de los años: que fue una guía de
los primeros pasos de José Emilio Pacheco, paciente escucha de Carlos
Monsiváis, consejero de Sergio Pitol, hombre de confianza de Elías Nandino,
amistoso rival de Sainz, todo eso mientras preparaban la revista Estaciones, ahora legendaria; que
durante largo tiempo fue el hombre más cercano a Gabriel García Márquez, con
quien se veía diario, compartían chamba, itinerario, eran vecinos en la calle
de Renan, y fue de los primeros escuchas de la trama de Cien años de soledad, trama paralela porque GGM, supersticioso, no
leía lo escrito sino una novela similar pero no igual.
Al
contrario de casi todos los demás contertulios, no cargaba libros, no compartía
sus ambiciones, pero su plática ligera invitaba a las confidencias; con
frecuencia, Lourdes y yo fuimos invitados a su casa, donde Aída se desvivía por
mostrarnos su simpatía y solidaridad, y nos extrañaba que no fuera invitada a la muy misógina
tertulia (también fuimos invitados a casa de Chucho Vargas, de Luisa Huertas,
que tampoco asistía a la librería).
Durante
casi dos años, todos los sábados Raúl nos visitaba en Presa Nejapa, después de
haber ido a su tertulia con Carlos Isla, Miguel Flores Ramírez, el gigantesco
Francisco Hernández; mientras bebíamos dos cervezas, leía lo que llevaba
escrito, en esa semana, de mi segunda novela, de la que fue personaje
involuntario, pero aparece hasta con su nombre, como vuelve a aparecer en mi
cuarta y creo que última novela.
Una de
las pocas veces en que hemos estado en un café, Lourdes y yo escuchamos
divertidos la charla de Aída y las peripecias de sus hijas, torbellinos desde
pequeñas, aunque fuimos vengados por María José, cuando en pleno Bellas Artes
saludó a Raúl con un “quiubo panzoncito” que Raúl celebró y recordó siempre.
Su
discreción hizo que anduviera por todos lados pero nunca robaba las escenas,
era un espectador crítico que, sin embargo, no expresaba su opinión a menos que
se la exigiera; nunca le pedí un juicio sobre mis libros, aunque las pocas
veces que nos llegamos a ver después, en los últimos 25 años de nuestra
amistad, me dejo saber que no había dejado de leerme. Un día, en Literatura de
Bellas Artes, a donde acudí en busca de fotografías de Rosario Castellanos, me
lo topé: te doy un aventón, me dijo; ya en su auto le reclamé: cómo eres
coscolino, Raulito; sólo emitió una risa discreta, aunque franca, como de
alguien sorprendido en una travesura; las empleadas de Bellas Artes, las
becarias, las asistentes a su taller, le coqueteaban sin reservas, a sabiendas
de que no estaban frente a un lobo, como hay muchos en nuestras letras.
Hace pocos días Malva Flores inauguró su presencia en las
redes con un “hoy es un día triste: murió Raúl Renán”; un correo impertinente a
Mariana Bernárdez corroboró el hecho: murió en la madrugada, rodeado de sus
hijas, en absoluta tranquilidad, como fue siempre su vida pública; alguien dijo
que no era posible, que Raúl era inmortal; así lo parecía: inmortal, pero
discreto.
De
aquella tertulia se han ausentado ya muchos: el propio Polo, el eterno Ota,
Chucho Vargas, Francisco Cervantes (a quien Raúl protegió en sus últimos días,
pese a que Francisco había alejado a todos, hasta al paciente Otaola, quien lo
retrató con sarcasmo como Chinchulín
en su Tiempo de recordar), Sainz,
Leñero, Juan Manuel Torres, Beto Bojórquez, el inolvidable Armando Villagrán,
el inestable Paco Alvarado; Adrián Brun, Delfina Careaga y Arturo Valdés,
autoexiliados, como José Agustín, asiduo pero no contertulio; el amistoso
enemigo de Polo, Carlos Hernández, también está alejado. Fuera de la tertulia,
vi en Libros Escogidos a Francisco Labastida, y una vez, furtivo, al huraño
pero cálido Juan Bañuelos, con quien tuve una amistad muy cercana durante
algunos años, antes de que también se exiliara. Ya tampoco está.
Conocí a Raúl una tarde de marzo de 1970, y durante ocho
años nos vimos una vez a la semana; después, en promedio, una vez cada dos
años. Parecía alejarse de su pasado, le dolía la ingratitud de muchos de sus
amigos que, encumbrados, dejaron de leerle sus obras maestras en preparación.
Raúl, en cambio, buscaba a los más jóvenes, a los que, ansiosos del estímulo,
los consejos útiles, lo consideraban más un compañero apenas mayor y más sabio;
nadie de los que hablaron de él después tuvo alguna palabra ingrata, todos vertieron
elogios; cuando cumplió 75 años, una fiesta tumultuaria los celebró, y allí
estaban sus amigos, sus alumnos, sus compañeros. Ninguno de ellos fue su rival.
La última vez que lo vi feliz.
Un día
lo encontramos en Los Panchos; como nosotros, hacía antesala; aunque quien lo
acompañaba era una de sus hijas, no pidió que compartiéramos mesa, aunque al
final, cuando se iban, se detuvo para platicar con nosotros casi media hora. Ese
día noté algo que me asalta ahora, que trato de recordarlo con la cordialidad
con que me trató desde siempre, cuando me vaticinó calidad y empeño: una mirada
triste que se hace patente en las fotografías con que ilustraron la noticia de
su ausencia, una mirada triste que nada tenía que ver con aquel lector
empedernido, discreto, más amigo que rival en las especialidades con que lo
retaban autores consagrados y eternos aspirantes.
La
última vez que le vi sonreír los ojos fue cuando me contó que, en el
aeropuerto, García Márquez se desprendió del ejército de guaruras que lo
rodeaba para ir a abrazar a Raúl, su compañero indispensable de la época cuando
no era la celebridad que necesita guaruras: Renán 71, gritó, y se acercó para
abrazarlo, con un abrazo con que le reconocía que, sin él, Cien años de soledad no sería lo que es.
Tres elementos del beisbol nacieron por casualidad; el más
contundente y peligroso, el de aficionados que se convierten en fanáticos,
enfebrecidos, a veces violentos (sobre todo en el sóquer, que no por nada se
llama así), que van al parque a ver el triunfo de su equipo, no a disfrutar del
juego; el dueño de los Cafés de San Luis, Chris von der Ahe, llamó fanáticos,
en el sentido primitivo de la palabra, a los seguidores del equipo; el manager
Ted Sullivan, para evitar que los fanáticos se ofendieran, propuso suavizar el
término y acuñó el “fan” con que ahora se describe hasta a los simpatizantes de
los malos comediantes que empobrecen a nuestra televisión, y hasta a los
lectores de las imitadoras de las malas escritoras. “Fan” (prefiero forofo) se
usa desde 1882. Claro, esta historia la he contado cuando menos dos veces en
este espacio; pero hay otros dos aspectos que no existían y que sin ellos el
beisbol no sería lo que es: cuando un lanzamiento cruza por la zona buena, el
ampáyer grita STRIKE, y estira el brazo derecho; cuando el lanzamiento es malo,
hace una seña menos notoria con la mano izquierda y grita, menos fuerte, que se
trata de bola. Cuando decreta un out el gesto con la derecha es más corto pero
más contundente, y el pulgar levantado que sobresale del puño derecho hace ver
a todos, jugadores y espectadores, que el bateador o el corredor ha sido “out”;
por el contrario, el gesto es enfático al extender ambos brazos, pero sin
llegar a la altura de la cintura, para marcar que el corredor está a salvo.
Todos, propios y extraños, saben lo que significan esos gestos: la leyenda dice
que, a cada lanzamiento, el jardinero central de Cincinnati, William Ellsworth
Hoy, interrumpía el juego para saber qué había gritado el ampáyer; harto, Cy
Rigler, empezó a usar esas señales, para que Hoy se enterara; obviamente, Hoy
es el mejor sordomudo que ha jugado en las Ligas Mayores; su 5’4 no fueron
obstáculo para batear más de dos mil hits, 60 triples, cerca de 200 dobles, y
pese a su estatura, 40 jonrones, para un promedio de .288 de por vida,
excelente para finales del siglo XIX; se dice que con su poderoso brazo hizo lo
que no lograron DiMaggio ni Mays ni Mantle ni Clemente ni Snider ni Al Kaline, ni en México la Mala Torres ni el Diablo Montoya ni Arando Lara:
poner out a tres corredores en un juego (Diego sacó a dos, pero en juego de dos
entradas). Rigler popularizó los gestos, y los forofos del beisbol los vemos sin
saber cómo se originaron. Hay un problema con la leyenda: Hoy y Ringler no
actuaron en las Mayores al mismo tiempo, pero como dice John Ford, cuando la
verdad es diferente de la leyenda, siempre es preferible la leyenda.
Hay un
tercer detalle: la presencia femenina en el beisbol: la dueña de un equipo en
los años setenta obligó a los jugadores a que se cortaran el cabello, que no
usaran barba, y quería obligarlos a que asistieran a misa los domingos; el bajo
rendimiento la convenció de que no podía tratarlos como a párvulos (¿en ella se
habrán inspirado para aquella cinta en que una mujer quiere que su equipo
pierda para venderlo?). Hay más mujeres en los parques de beisbol, en todo el
mundo, que en los estadios de sóquer, que por algo se llama así; y están
enteradas y disfrutan el juego, que es harto complicado; ¿cómo empezaron a
simpatizar con un deporte que pueden entender pero no jugar, como demuestra
James Thurber? Por la presencia de un pitcher Tony Mullane, al que apodaban “El
Apolo del Box”; el dueño de Cincinnati en 1886, Aaron Stern, advirtió que
cuando lanzaba Mullane, en las tribunas había una gran cantidad de mujeres que
iban a admirar al alto (para la época: 5´10) y apuesto zurdo; entonces ideó un
buen truco: lo ponía a lanzar especialmente contra equipos débiles; así, se
hizo de una buena cantidad de triunfos: cinco años seguidos ganó más de 30
juegos, aunque en cuatro de esas temporadas perdió 20 juegos; en total, en 13
años, tuvo marca de 288-228, ponchó a 1803 bateadores pero dio 1408 bases por
bolas, y tiró una barbaridad de wild pitches: 343; a las mujeres no les
interesaba más que admirarlo, y Stern lo ponía a lanzar, repito, contra equipos
flojos, pero declaraba ese fecha “Ladies Day”, para que fueran más mujeres.
Años después Don Drysdale y Sandie Koufax tenían éxito con las forofas, sin
dejar de ser buenos lanzadores; en los años sesenta sobresalió Bo Belinsky,
regular tirando a malo, pero tuvo romances con Ann Magret, Tina Louise, Connie
Stevens (¿alguien se acuerda de ella?) y sobre todo la vampiresa Mamie von
Doren, y no recuerdo si casó con ella; sí, que su eficacia fuera de los
diamantes hizo que bajara su rendimiento como jugador.
Aquí,
en 1965, las tribunas del jardín derecho se llenaban de jóvenes popof
(pirrurris, diría López Obrador) que iban a admirar al right fielder de Tigres,
Héctor Barnetche, cuya carrera duró año y medio.
Aunque,
claro, el más exitoso fue DiMaggio, que
conquistó nada menos que a Marilyn Monroe; a costa de su carrera: su
productividad bajó de .301 a .263, y de 32 jonrones a 16. Se entiende, claro.
Ahora
Derek Jeter y Álex Rodríguez compiten con los futbolistas que tienen cariñitos
de un instante con estrellas del cine y la farándula; al primero, una le dejó
un legado millonario, pero en infección venérea; sin embargo, como con los
futbolistas queda la sensación de que no las atraen con su juego sino, como
dice la canción de Rubén Fuentes, “vienen por su dinero”. Aunque claro, los
estimulantes que engrandecieron los números ofensivos de Rodríguez pudieron ayudarlo a mejorar su rendimiento
fuera de los diamantes.
Se burlaron de Margarita Zavala por un cartel donde se decía
“el que no trance”, y dijeron que era “transe”, de “transacción”; en el
confiable y Útil y muy ameno vocabulario
para entender a los mexicanos, de Héctor Manjarrez, Grijalbo, 2011, se dice
“transa, tranza: Engaño, fraude, timo,
trácala, trinquete”. Y es que no es lo mismo una transacción, que puede ser
tranquila, honrada, sin engaños, que la tranza, que siempre es una trácala;
como dicen los clásicos, hay que saber leer los diccionarios. Claro, Zavala no
había leído el útil y ameno libro de Manjarrez, si no, hubiera contestado como
se merecían sus críticos.
Los aguaceros de junio se agandallaron en las delegaciones
que más se han opuesto a los delirantes proyectos del “jefe” de “gobierno” del
Distrito Federal. ¿Habrá sido castigo divino, o contribuyeron al desastre los
trabajadores del “gobierno” capitalino al no desazolvar y sí en cambio acumular
basura en las coladeras, para así propiciar las inundaciones que recuerdan a
las de 1952?
"El avión que transportó a los participantesdel Symposium desde Ciudad de México hasta Mérida, comenzó a dar tumbos cerca del Pico de Orizaba: furioso, José Luis Cuevas alegaba que él no estaba dispuesto a morir en un accidente tan estúpido como éste, porque los diarios sólo dirían en sus titulares: Trágico accidente aéreo en que perecen numerosos intelectuales ilustres y a continuación una lista en la que figuraría, entre muchos, su nombre; y lloraba recordando todos los viajes en avión que había desperdiciado sin morir, ya que entonces los periódicos hubieran traído el encabezamiento: Genial pintor José Luis Cuevas perece en accidente aéreo." Eso lo relata José Donoso en Historia personal del Boom (Lumen, 1972). Sorpresivamente, Cuevas, sin aspavientos como hubiera querido, murió anoche. Cuando Lourdes estaba embarazada de Diego nos lo topamos en la Juan Martín, antes de una exposición; "va a ser niño", dijo, y pidió ser el padrino, lo que no le gustó a su esposa Berta;después, lo veíamos esporádicamente, y siempre tuvo gestos amistosos, no sólo amables; palabras amistosas, cálidas, en el ingreso de Vicente Rojo en Colegio Nacional. La última vez, en Moliere 222, en donde me reconoció como el que cierra el video donde se recreó el Mural Efímero, con palabras célebres: "sólo lo fugitivo permenece y vive", y su saludo cálido y cercano; y otro recuerdo: el día que Ana Elda Jiménez y yo conocimos, gracias a Víctor Manuel Ruiz Carmona, a José Emilio Pacheco, éste se excusaba: perdónenme, soy un pésimo anfitrión; si fuera José Luis Cuevas les ofrecería un café, un refresco, mi sillón preferido; asombrado, por la imagen difundida por diarios y televisión, de un belicoso y arrogante Cuevas, expresé mi asombro, y Pacheco repitió: Cuevas es una dama, atento, amable, correctísimo. Y Fue cierto.
1 comentario:
Maestro Mejía.
este errataspuntocomo es de lo mejores. Lo celebro muchísimo.
Sigo amando a Connie Stevens, Y ahora más porque estoy celoso.
Lo de Renán y Cuevas, de lujo.
Un abrazo fuerte
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