Uno de los temores, no siempre
confesados, es que al paso del tiempo nos hagamos conservadores, que no
aceptemos que lo nuevo puede ser mejor que lo anterior, que lo que vivimos
cuando esperábamos cambiar y hacer cambiar.
No
sólo es que con el paso del tiempo aceptemos que los clásicos dijeron cosas más
interesantes e inteligentes, sino que lo dijeron mejor, que fueron más audaces
y experimentales, que mantuvieron un espíritu de experimentación que nosotros,
o nuestros contemporáneos, no nos atrevimos a ahondar más; es también que
tememos que nuestros ejemplos caigan estrepitosamente. Fue lo que le sucedió a Ford Frick cuando vio que Mickey Mantle y Roger Maris estaban cerca de romper
la marca de cuadrangulares de Babe Ruth, advirtió que, si no lo
hacían en 154 juegos, se pondría un asterisco para decir que la que valía era
la de Ruth; se le conoce como el “infame asterisco”, que quitaron muchos años
después, aunque en los libros de récords aparecen las dos marcas: más
cuadrangulares en temporada de 154 juegos: 60, de George Herman Ruth; marca en
162 juegos, 61 de Roger Maris (incluso dijeron que si el que igualaba la marca
era Mantle, como sí era yanqui de toda la vida, no habría asterisco).
Supongo
que los nuevos libros, que ya no llegan a México, dicen que los 73 de Mark
McGwire y los 66 de Samuel Sosa o los muchos de Barry Bonds deben tener un asterisco, porque los conectaron
bajo el estímulo de sustancias que mejoran el rendimiento, como les fue
comprobado a ellos y a otros, a los que les ha estado vedado el acceso al Salón
de la Fama (aunque se corre el riesgo de que los nuevos periodistas, menos
éticos y menos radicales, terminen por aceptarlos; si se admite que el viagra
proporcione las mismas sensaciones, ¿por qué no que los esteroides ayuden a los
inválidos o con disminución de sus funciones?).
Un
novato de los Yanquis, el famoso Judge (que hace que los forofos usen pelucas
como de jueces británicos) ya superó el número de jonrones para un novato en
ese equipo, que eran los 29 de Joe DiMaggio en 1936; ¿es mejor que el Yanqui
Clipper, que Joltin Joe? A riesgo de parecerme a Pedro Septién expondré algunas
teorías; Septién alegaba que el beisbol del siglo XIX había sido mejor que el
del último tercio del siglo XX, y todo por los números. ¿En el siglo XX, o
peor, en este XXI, alguien ha bateado tanto como el .440 de Duffy de 1894? ¿O
cuando menos el .424 del diminuto Willie Keeler a principios del XX?¿Quién ha
ganado 60 juegos como Hoss Radbourn en 1884? ¿Alguien se ha acercado al
promedio de carreras limpias admitidas de 0.96 de Dutch Leonard en 1914, y
menos ahora a los 815 juegos completos de Cy Young?
A
Septién se le olvidaba comentar que antes antes antes la distancia del
montículo al home era bastante menor, diez pies menos; que la altura del
montículo era mucho mayor, y eso hacía la diferencia. Sobre todo, ponchaban
más. Tampoco que los foules no contaban como strikes y por eso había mejores
porcentajes de bateo.
Un
aspecto más: cuando Joe DiMaggio debutó, y hasta que se retiró, había ocho
equipos por liga, mucho menos jugadores y mucho menos aún lanzadores. Las
expansiones han permitido más franquicias, que las ligas lleguen al Oeste y no
se haya quedado el beisbol como un deporte para minorías y ubicados casi todos
hacia la costa Este, que muchas ciudades tenían dos equipos (San Luis, Boston,
Chicago, Nueva York [tres]) o quedaban más o menos cerca (Cincinnati,
Pitsburgh, Cleveland, Detroit); que al haber menos jugadores sólo llegaban los
mejores a las Mayores, y la expansión permitió que se establezcan otros con
buenas cualidades, pero no excepcionales. Septién no alcanzó a ver algo más
grave; si antes los lanzadores se ufanaban en completar los juegos, y había
pocos relevistas, ahora se lleva la cuenta exacta de los lanzamientos efectuados
(¿también las reviradas y las de calentamiento entre entradas?) y al llegar a
cien, los cambian o ponen a calentar a los ya muchos relevistas. Hay tres o
cuatro relevistas por equipo y por juego, y por ello los bateadores se
enfrentan a bolas rápidas más veces, y es más fácil conectar jonrón a bolas
rápidas que a cambios o curvas o nudilleras o a sliders (el batazo más poderoso
que pegué fue, como zurdo, a mi amigo Alejandro del Valle; cuando años después en
una comida se lo recordé me respondió: “claro, yo tenía una bola muy rápida”,
lo que me provocó una depresión que me duró el resto de la velada); cuando a
los abridores se les iba acabando la velocidad comenzaban las curvas
endemoniadas, los cambios que hacían que los bateadores tiraran mucho antes de
que la bola llegara al cátcher, las bolas que parecía que iban a golpear al
bateador y entraban por el centro (alguna vez le pregunté a Isaac Arriaga si le
había pasado, y me comentó que era espantoso alejarse sólo para ver un strike
perfecto; cuando se lo pregunté a Marco Antonio Pulido me dijo que no sólo se
había retirado: se había tirado al suelo), las nudilleras que hacían que los
bateadores se tropezaran tratando de alcanzar el lanzamiento. Ahora cuando las
pitcheadas no alcanzan las 90 millas por hora, retiran al pitcher y mandan a un
relevista que tira bolas de 99 millas; no sea que los muy delicados vayan a
cansarse.
Alguna
vez, una caricatura de Mad se burlaba
de los bateadores altos, robustos, protegidos con casco, con guantes para que
no se resbale el bat, y con porcentajes de .220; pareciera que ya los
beisbolistas están cuidados como nadie se imaginaba: ¿qué pensarían Mantle, que
jugó la mayor parte de su carrera vendado como momia? ¿O Ty Cobb, que se barría
con los spikes levantados, o John McGrow, que dejaba lastimados a los
corredores que se le barrían en tercera base?
Por cierto, los cronistas hablan de
bateadores que ocasionalmente pegan jonrones: “de vez en cuando se enredan”;
desde luego, no jugaron nunca, o cuando menos no se enredaban, que era la
manera en que los que no éramos poderosos llegábamos a conectar algún
cuadrangular; es imposible de describir, sólo cuando se pierde de vista el
lanzamiento, el codo hace un movimiento inesperado, y uno siente que se ha
enredado, sabe de qué se trata; el que lo hacía gráficamente era Agustín El Avestruz Rivera: se notaba cuando se
enredaba. Hace años no veo más que trancazos descomunales; claro, también
muchos ponches; era típico que los jonroneros se poncharan; uno de los más
poderosos, Reggie Jackson, se ponchó cinco veces por cada jonrón conectado; se
le reconoce que era muy valioso, porque cuando no ayudaba a su equipo ayudaba
al contrincante, y es el primer jugador con más de dos mil ponches (sin ser
pitcher) en llegar al Salón de la Fama. Ahora de cualquiera que conecte un
cuadrangular dicen que se enredó (muchas de estas observaciones se las debo a
Diego.)
La ausencia de revistas
especializadas, que pasaron a ser bimestrales en vez de mensuales, los cambios
de formato, la carencia de publicidad, y la renuencia de las distribuidoras a traerlas, o de Sanborns a
venderlas, hace que nuestra ignorancia del beisbol actual nos tome por
sorpresa: al ver la transmisión de los juegos de los Dodgers nos asombra la
cantidad de novatos que, en bola, desplazaron a los jugadores de hace una o dos
temporadas; incluso Adrián González, titular por su bateo pero también por su
fildeo, ha sido desplazado. Todo tiene una explicación: cuando en 2011 Juan
Gabriel Castro fue notificado de que ya no estaba en los planes del equipo,
pensó que su futuro se restringía a la Liga Mexicana (Doble y Triple A son para
prospectos), pero los Dodgers le hicieron una oferta: que se encargara de
adiestrar a los novatos de las sucursales; en 2016 los Dodgers le ofrecieron
algo inusitado, o inédito o inaudito: que fuera coach de calidad; ignoro cuál sea esa
función, pero sospecho que en realidad lo están preparando para que sea
manager; Dodgers suelen tener manager que duran muchos años, y posiblemente
piensen eso de Castro, ya que como preparador y entrenador dio el resultado de
que ahora son los novatos los que dan frescura y vitalidad a un equipo que ya
no depende de superestrellas como Adrián, e incluso han mandado a la banca a
Pederson, quien llegó a ser clasificado el mejor jardinero central de las
Mayores, en muchos años.
Vi por primera vez
a Héctor Lechuga en Chucherías, en
1960 (gracias a que la SEP mandó reparar la viejísima casona que alojaba a la
escuela M521 —tan pobre que ni nombre tenía— y nos mandaron, de manera
interina, a la cercana Fernando Bez, con horario de 11 a 15 horas, por lo que
podía ver la entonces incipiente televisión matutina) haciendo pareja con
Chucho Salinas; su número especial era la entrevista, en donde comenzaba a
insinuar el nombre de algún político; el intocable Ernesto P. Uruchurtu era el
favorito, aunque no llegaban a pronunciar su nombre: “no me diga nombres, no me
diga nombres”, era el estribillo de Salinas; una muletilla de Lechuga, ya
haciendo trío con Alejandro Suárez y Manuel Valdés, era “a malito a panza”, en
la parodia vulgar pero divertidísima de El
bueno, el malo y el feo; aunque improvisaban, el dador de chistes y
muletillas era por lo general Mauricio Kleif; disfrazados de mujer (ahora los
perseguirían y los calificarían de misóginos) Valdés y Lechuga acosaban a
Suárez: “Maritza” –decía Valdés—, “clos de dor”, y se le montaban a Suárez que
simulaba ser galán.
Nadie recuerda que fue el pionero en el cine
mexicano en acariciar, sin disimulos, glúteos femeninos; no necesitaban
castigar a la dama joven con nalgadas, como Negrete, Infante y Armendáriz,
entre otros (a Lilia Michel, Marga López y Rosita Quintana, respectivamente,
aunque no las únicas; “respete mi dolor”, exclamaba, entre coqueta y quejosa,
Quintana), ni simular el acto y que sólo se notara por la reacción de alguna
extra, como lo hicieron Negrete (a Lucha Reyes), Infante y Andrés Soler (a bellas extras); en una de las
menos buenas pero no menos interesantes películas de Rogelio González, con
guión de Ricardo Garibay, en el tercer episodio de La mujer de seis litros (cinta donde Kitty de Hoyos muestra las
pantaletas en el primer episodio, y acarician las piernas y se deja entrever la
pantaleta de la adolescente Liza Pleshete —en su única aparición en el cine— en
el segundo episodio); Lechuga, además, se desnuda cuando menos un par de veces,
y al final, en un cabaret, se gasta las ganancias producto de su chantaje a
feligreses, con una trabajadora social, la exuberante Sandra Chávez, a quien
soba los glúteos con detenimiento. Antes nadie se había atrevido en el cine
mexicano a ninguna de ambas cosas, y en el cine mundial, sólo Stan Laurel, con
más gracia y picardía, aunque también inocencia.
Lechuga, si hubiera
conservado su frescura y el ritmo de la comedia, agarraría de bajada al “jefe”
de “gobierno” de la ciudad de México, quien está en campaña electora perpetua
violando las leyes del INE, con la única cualidad de mostrar cómo sería su
gobierno; en una ciudad que han ido transformando en espacio para automóviles,
ahora resulta que quiere limitar y hasta suprimir cajones de estacionamiento,
con la idea de que, al desincentivar el uso del auto, usaremos más transporte
colectivo, que es incómodo, lento, torpe, inseguro (ahora entran a asaltar en los vagones del Metro), criminal, impuntual. Lo malo es que somos quienes pagamos; su ignorancia, por ejemplo, de que
el operativo para desmantelar o disminuir uno de los carteles (así se llaman)
que se apoderó de parte de la ciudad, lo agarró como se decía antes, con los
pantalones bajados como al Tigre de Santa Julia; y por cierto, por allí, ya
advirtieron que hay una lucha entre grupos por ver quién asalta más; de nuevo
sorprendido, se llevó entre las patas a la administradora de la Miguel Hidalgo,
quien tampoco sabía qué sucede en la delegación a la que desorganiza. La Miguel
Hidalgo es víctima, además, del rencor del “jefe” de “gobierno”, que aumentó 50
por ciento más al transporte del rumbo: mientras los autobuses para otros lados
cobran 6.50, los que salen de la corta ruta de la estación Sevilla a Polanco
cobra 7 pesos; sin contar con que los ancianos fuimos despojados de la
gratuidad que nos daba la edad. Lo más curioso es que ante la posibilidad de
que liberen a cuatro mil reos que no eran peligrosos pero ahora graduados
en las cárceles que ya no rehabilitan sino que especializan, el “jefe” de “gobierno” sólo alcanzó a
decir “a ver cómo le hacen”, y se escondió. Hasta sus contlapaches lo han
criticado.
Aparte del
semidesnudo colectivo de las popof que mostraron su cuerpo en las primeras
escenas no oficiales de la televisión mexicana, o del desnudo involuntario de
Silvia Pinal en un teleteatro, pocos veces las actrices de teleteatro,
comedias, o entrevistas por televisión mostraron las piernas; los espectadores
tenían que conformarse con Evangelina Elizondo dirigiendo en traje de baño (o
algo así) a su orquesta para admirar sus piernas, o los ballets de Constanza Hall
o los bailes de las hermanas Larrañaga o Laura Urdapilleta o de Mónica Serna que salían en malla o
traje de bailarinas, o las apariciones de Lola Flores, o de otras bailarinas de
flamenco, quienes se daban vuelo con el vuelo de sus vestidos (es curioso que
Flores fuera pródiga en mostrar sus tarzaneras en la televisión, pero sólo una
vez en el cine). Ahora hasta las modositas se tiran al suelo, bailan y dejan
que las levanten, o se sientan con descuidos cuidadosos, y muestran sus tangas
y lo que dejan al aire las tangas. ¿Por llamar la atención del público o de los
empresarios?
Conozco a varios
integrantes de la Academia Mexicana de la Lengua, soy amigo de algunos de
ellos, y hasta admiro lo que hacen, no todos, en la literatura o la
investigación; no admiro lo que hace la institución, más preocupada por lo
políticamente correcto: por ello me atrevo a proponer que ahora que destituyan
a Nicolás Maduro (no digo que deroguen, porque eso sería reconocerle
legalidad), sea integrante de alguna de las academias, hispanoamericanas o
española (mejor si ésta), ya que muestra audacia en sus propuestas lingüistas:
hace unas semanas cambió el diccionario venezolano al decir que decirle
adolescentes a los adolescentes era ilógico porque, se preguntó, “¿de qué
podían adolecer esos muchachos?” y derogó la palabra por “jóvenes en
desarrollo”. En eso no está solo, por lo menos tres escritores mexicanos han
dicho que adolescente deviene de adolecer, o seda que adolecen de lo mismo. Pero más audaz se mostró al decir que la destrampada excanciller, por defender a
su “régimen”, lo hizo como “tigra”; es tanto como decirle poetas a las
poetisas.
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