En uno de sus “estudios de mujer”, de los que escribió
varios, Balzac dice que los polacos defienden las tan escasas vocales de su
vocabulario. Eso no lo tomó en cuenta el “jefe” de “gobierno” cuando decidió,
sin motivo alguno, suprimir las nueve vocales de Ciudad de México y las seis de
Distrito Federal para que gesticulemos y gruñamos un impronunciable CDMX que no
sabemos si reporte beneficios, porque más que nombre parece logotipo con
derechos de autor. De una vez se lo decimos: no acataremos esa orden absurda, y
no nos resignamos a ser provincianos (aunque muchas calles de la ciudad están peores
que en muchas ciudades de provincia, y el tránsito, semejante al de Puebla o de
Guadalajara y cerca del de Grecia).
Varias
instancias, todas respetables, impugnan la llamada constitución de cdmx, con
razones válidas, entre otras, que algunos de los llamados artículos se oponen a
la Constitución Federal; otros, al sentido común; valdría la pena que la
llamada Academia Mexicana de la Lengua se sumara a las impugnaciones: ¿qué es
eso de seres sintientes?, ¿qué se proponen con la validación de redundancias
como “adultos mayores”?, ¿cómo en una constitución que propone la igualdad hace
distinciones entre niños y niñas, hombres y mujeres?, ¿cómo validan anglicismos
denigrantes cuando hay palabras perfectamente descriptivas para situaciones de
excepción, como las destinadas para los que necesitamos ayuda externa para la
vida cotidiana? Y el “jefe” de “gobierno” agarra y dice que mejor la
Constitución Federal copie ésta, tan incompleta, tan desigual, tan inicua, tan pésimamente
redactada.
Si es verídica la información que circula en las redes
sociales, la primera línea telefónica en México se instaló en 1878; doce años
después, 1100 residencias tenían línea telefónica; pocos meses antes del
estallido del Movimiento Estudiantil de 1968, es decir, 90 años después de la
llegada del teléfono a México, el presidente Díaz Ordaz hizo una de sus escasas
llamadas a una residencia particular
para felicitarla porque le habían instalado la línea un millón; casi medio
siglo años después se calcula que hay poco menos de 20 millones, incremento que
se debe a la mejor tecnología, a que el precio de contratación bajó muchísimo,
a la disponibilidad de más líneas; de cualquier manera 20 millones de líneas
para más de 114 millones de habitantes habla de privilegios que no están al
alcance de todos; pero el decremento en el crecimiento se debe también a lo
barato que es tener un teléfono portátil (celular es un adjetivo equívoco,
equivalente a la incorrección de nombrar computadora a las computadoras, porque
las usamos para correo electrónico, para consultas en las enciclopedias
computarizadas e inexactas o cuando menos imprecisas y muchas veces falsas,
para ver videos comprometedores, y como veloz y cómoda máquina de escribir –es
peor decirles ordenadores, pues). Ahora más del 80 por ciento de la población
tiene teléfono portátil, y algunos hasta dos, uno de la oficina y otro propio
(o uno propio y otro impuesto por una pretendienta celosa). Y uno duda de las
cuentas del INEGI acerca de la pobreza, no porque como dicen los malquerientes
hay más pobres de los que reconocemos, sino porque me niego a incluir entre la
pobreza extrema a los ambulantes, las marías, los pordioseros, que traen un
teléfono portátil con todo y cámara fotográfica. (Tampoco entran en las
estadísticas los que pasean perros a 60 pesos la hora, y hay quienes llevan de
diez a veinte perros; son paseadores adolescentes o jóvenes –¿cómo saber la
diferencia si nos atenemos a la llamada constitución de la cdmx? Ésos, desde
luego, no caben la promesa de López Obrador de darles otra chamba, con menos
salario y más obligaciones. Y hablando de ignorantes, ¿por qué ningún
especialista le aclaró a Trump qué significa la deuda interna y por qué ninguna
acción de ningún presidente hace que baje o suba? ¿Ón tan los especialistas?)
Se
cuenta que cuando llegó la telefonía a Italia (hay que recordar cómo eran los
aparatos, lo cual puede verse en algunas películas: un tronco delgado y largo
en uno de cuyos extremos estaba la bocina, y aparte, pero atado con un cable
delgado, un pequeño auricular; se tomaba el tronco con la mano izquierda y con la derecha se
llevaba el auricular al oído –excepto los zurdos y los ambidextros, que
presumimos de ser zurdos sin serlo), le explicaban a los italianos que con ese
aparato podían comunicarse con gente a distancia; preguntaban cómo, y al
explicarle cómo se tomaba, dicen que exclamaban: ¿se toma con las dos manos, y
entonces cómo hacemos para hablar? –característica que no han perdido: manotear
cuando hablan, como puede verse en Comisario
Montalbano).
La llegada
de la telefonía portátil ha expuesto un vicio o una enfermedad que los
teléfonos fijos ocultaban: nuestra dependencia a estar hablando con alguien en
vez de leer, oír música, ver series buenas y películas por televisión, platicar
o copular; desde endenantes: un vecino nos llamaba para que le avisáramos a su
esposa que llegaría tarde o que comprara algo, porque cuando marcaba a su casa
sonaba ocupado y cuando no estaba ocupada la línea, era porque la esposa no
estaba en la casa; cuando un editor en el Fondo de Cultura Económica salió para
ocupar un puesto diplomático, en la fiesta de despedida alguien explicó: “no
perdemos un amigo, ganamos un teléfono”, y era un chiste muy socorrido: las
adolescentes monopolizaban el teléfono; y luego, las casadas, para quejarse más
libremente. Pero no todas: muchos hombres, tal vez en mayor número, también
hablaban muchísimo, fuera por negocios o por quejarse del trabajo y de la vida
cotidiana; los escritores comprometidos, y también los ya casados, sostenían
largas conversaciones para sustituir los fajes y las promesas.
La
última vez que abordé un autobús (cuyos conductores desmienten al “jefe” de
“gobierno” con su impericia, su conducción a mayor velocidad de la que tienen
permitido conducir, con su descortesía, y con su voluntariosa manera de
permitir ascenso y descenso de pasaje o, como ellos dicen, su carga), la mitad
de los usuarios iban hablando, leyendo o mandando textos y mensajes. No
importaría si sólo fueran los pasajeros, también lo hacen los conductores, los
conductores del STP (Metro, para que lo entienda el “jefe” de “gobierno”), los
conductores de autos particulares en porcentaje cercano a la mitad de quienes
circulan; también, los peatones que no advierten que por atender su teléfono
portátil descuidan todo lo demás; lo más grave: también hablan mientras conducen bicicletas de
pedales o de motor, con el agravante de que lo hacen en sentido contrario,
sobre banquetas y pasándose los altos.
Lo de menos
es lo que dicen en voz alta: “nomás voy al cajero y saco lana y te caigo”; “fui
al cajero y saqué cuatro varos” y otras indiscreciones por el estilo, que los
ponen en peligro de ser asaltados, secuestrados o enamorados por goteras; claro, es más divertido cuando
cuentan que las cachó el novio o el amante o el esposo cuando estaba a punto de
ponerle el cuerno (¿en qué momento pasó a singular lo que era en plural, porque
describía el acto de burlarse a espaldas del otro?), o hablan mal de la suegra
o de los jefes, con el inconveniente de que alguien divulgue la plática que los
culpables o los implicados no se dan cuenta de que no es privada. Cuando menos
dan material para novela, una que sólo reproduzca esos diálogos y el posible
lector imagine las consecuencias.
¿Es
problema de incomunicación, de soledad arrepentida, de necesidad de ser
escuchado aunque lo que dicen es intrascendente, inútil y que no le importa a
nadie? Hablan en el vacío; eso explicaría las necedades que proliferan en
facebook, con el pretexto de la libertad de expresión, las opiniones en asuntos
de los que no saben, y que sólo exponen opiniones, muy pocas veces juicios.
Dice Francisco Elorriaga que fue la última vez que asistió a
una feria en Minería, que nada tiene que ver ya con la ideada por Isaac Arriaga
e implantada por Joe Taylor (no el beisbolista); tiene razón en casi todo,
menos que en la UNAM hay precios accesibles: un cuadernillo de menos de cien
páginas de Eusebio Ruvalcaba en 200 pesos no es algo razonable; y además, qué horror
de muchos de sus títulos; se me antojó revisión de las películas que tienen
como fondo o pretexto la UNAM, pero de la cuarta parte de la extensión de
cualquiera de los tomos de la segunda edición de García Riera, a más de 700
pesos; pero es más grave aún: no pude comprar un tomo de ensayos de Blas
Urrea porque el INEHRM no tenía terminal, y el efectivo era para comer en el
Rey del Pavo; no hay novedades, no hay ofertas, y en algunos estantes, feria de
clavos menos interesantes que la feria de libros de lance: y los expositores,
cada vez más descorteses.
¿Por cierto, los directivos del INEHRM sabrán la diferencia
entre guerras y revoluciones, entre golpe de Estado y revolución, entre golpe
militar y revolución?
Cada vez es más difícil comer fueras. A los varios
restaurantes que han cerrado, otros están en decadencia, otros cambiaron el
menú, otros cocinan en los “micro, güey” con lo que pierden propiedades, sabor
y se enfrían rapidísimo; lo más grave es la atención: los meseros se equivocan
de mesa, de pedido, se tardan más de 20 minutos en llevar un platillo, y además
se muestran altaneros.
Los puristas se quejaban: cómo es posible, decían, que la
gente se conforme con ver películas por televisión: se pierden los detalles que
la gran pantalla permite apreciar (pese a que observadores y críticos perdían
muchos detalles, gestos, diálogos), todo se ve más chico: para ver cine hay que
ir al cine. Ni siquiera las grandes pantallas de quién sabe cuántas pulgadas
pueden sustituir la pantalla de plata; y ora resulta que pueden verse partidos
de algún deporte, o películas, o series o telenovelas, en las diminutas
pantallas de las tabletas, de los teléfonos portátiles.
Y hablando de algo cercano a los deportes, en el soccer hubo
un segundo gesto de dignidad, el segundo después de cuando los necaxistas
Carlos Albert, Toño Mora y compañeros intentaron la creación de un sindicato
que protegiera a los jugadores de las maniobras de los directivos que cada año
violan la Constitución (la buena) en el Artículo 123 y los venden como si
fueran bueyes, y ellos de güeyes que se dejan (cuando menos, ahora reciben un
porcentaje de la transacción); aquella gesta costó la carrera a todos los que
buscaron el sindicato; ahora los árbitros se negaron a participar en los
llamados juegos de primera división, por la violencia que ejercen los jugadores, en especial dos que agredieron a los jueces principales de un
partido, y no fueron sancionados con un año sin jugar, como lo fueron en su
época el Pato Baeza por lanzarle el balón al árbitro (aunque todos dijeron que era exageración) y
a Walter Ormeño por bajarle un diente a Felipe Buergos en un juego de América
contra Toluca, y a Fernando Marcos, el entrenador, por consentirlo. Esa
violencia se explica por la impunidad de los famosos, actores y deportistas que
exigen en restaurantes lugares privilegiados, no hacer fila, tratar
despóticamente a meseros y galopines, se van sin pagar o pagan posando para una foto
o firmando autógrafos; echan el auto sobre peatones, no respetan el orden de
los semáforos, se burlan de las autoridades que se atreven a no reconocerlos, y
se creen superiores a los que no somos famosos. Lo peor: la queja no es porque
no haya habido juegos en busca de la respuesta de las autoridades deportivas
(las otras ni se meten), la queja es porque equipos y televisoras se quejan por
la merma de millones en sus arcas. Y surge la pregunta: ¿de veras entran
millones en estadios donde acuden menos de mil espectadores?
Hace unos días falleció Paz, abuela materna de Nahúm; él, a
sus 12 años, le hizo el mejor homenaje posible. ¿Cómo no estar orgullosos de
él?
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