El viernes 13 regresaba de buscar a un plomero (características
del oficio: malencarados —éste no—, lentos, nunca les sale a la primera, y
dejan todo sucio —todo lo demás, sí); no lo encontré, desde luego; a la entrada
del edificio me alcanzó Lourdes, y
cuando íbamos hacia la escalera escuchamos
un ruido indefinido y un grito apagado; ¿fue choque o atropellaron a alguien?,
preguntó; al asomarme vi, a un metro de la entrada, a una mujer en el suelo, y
a su lado, caída, una bicicleta; varios autos estaban detenidos; la mujer hacía
ademanes para que los autos no pasaran sobre ella, aunque estaba a más de un
metro de donde circulaban (había obras: sin poner ni advertencias, sólo
unos tambos separados por varios metros; el “gobierno” de la ciudad de México
hace cosas sin avisar, sin advertir de qué se tratan, cuánto duran; lo más
ruidoso —al abrir una línea del ancho de una llanta de bicicleta sacaron un
terregal que impidió que comiéramos en el tianguis los tacos de mixote cuyo
dueño me reconoce, me ve por televisión y me lee— lo hicieron de noche, impidiendo
dormir a la mayoría y arrullando a los insomnes; dice Toño Sandoval que la
ciudad se gobierna sola, porque ni el “jefe de gobierno” ni los delegados lo
hacen, sólo buscan ganar unas elecciones para los que no han abierto las
convocatorias).
Me
acerqué y le pregunté si quería una ambulancia; hacía esfuerzos por levantarse;
traté de sostenerla, cuando llegó Lourdes a ayudarme; la mujer, luego supimos
que se llama Tere, estaba tan aturdida, tan conmocionada como Roger Staubach
cuando lo tacleaba Jack Lambert, o como Tom Brady cuando cualquiera le da un empujoncito.
Tenía un golpe en la mejilla izquierda y sangraba un poco en la sien izquierda.
No acertaba a hablar.
El
primer auto, del que no pudimos ver las placas, se fue; del siguiente auto bajó
una mujer, Alejandra, y se ofreció a llevarla a un hospital; Tere no
reaccionaba; tratábamos de meterla al auto en que venía la joven, pero su aturdimiento y su peso y estatura lo hacían difícil; el conductor del auto se bajó
para ayudar. Luego nos enteramos que era un Uber. Un joven que observaba tomó
la bicicleta y la recargó en la entrada del edificio; de otro auto bajó otra
joven, menuda, en muletas, a tratar de ayudarnos. Los obreros contratados por
el “gobierno” de la ciudad de México, a unos cuantos metros, ni se inmutaron ni
ofrecieron ayudar ni hicieron algo útil (por eso confirmo que trabajan en el “gobierno”
capitalino).
Lourdes
y Alejandra intercambiaron números telefónicos, y el auto que la llevaba se
alejó; los jóvenes, muy jóvenes, dejaron que pasaran los otros autos, de los
que ninguno bajó pero al menos no comenzaron a infringir el reglamento de
tránsito a claxonazos; me acerqué a los jóvenes; tampoco sabían cómo se produjo
el accidente, sólo que la vieron dar un manubriazo y caer con violencia,
piensan que el primer auto la golpeó, o al menos la asustó, pero no creían que
se hubiera encarrilado en el hoyo abierto por los trabajadores del “gobierno”
de la ciudad.
Minutos
más tarde Alejandra nos llamó para informarnos que llevaría a Tere, quien no
paraba de llorar, a la Cruz Roja; que le inquietaba que se retrasara para su
cita, y preguntaba por la bicicleta; no recordaba su apellido ni algún teléfono
para avisar a conocidos. Alejandra la tranquilizaba: estaría con ella hasta que
la vieran los médicos.
Horas después nos llegaron noticias escuetas pero tranquilizadoras:
dentro de la confusión Tere dijo un número telefónico, le avisaron a unas
amigas, quienes, cuando en la Cruz Roja la dieron de alta, se la llevaron al
Hospital Español, donde pasaría la noche en observación, con el protocolo en el
futbol (el verdadero: el otro se llama soccer, no por nada). Alejandra preguntó
por la bicicleta; la tenemos guardada; dimos los datos para que pudieran
recogerla, lo que hicieron ya entrada la noche; los otros datos ya no los
relato, sólo que ya estaba fuera de peligro. Recalco el hecho de que, fuera de
las oficinas gubernamentales, de los partidos políticos, hay gente que sin
proclamar méritos actuó con presteza, auxilió, no se aprovechó de la situación ni
se robó la bicicleta cuando nos dedicábamos a auxiliar a la accidentada. Nadie
se puso a tomar fotos ni videos ni se bajó a posar junto a la mujer herida. ¿No es para sentir orgullo?
Hubo una vez un presidente que cumplía con su cometido, pero
no tenía la simpatía de la gente, que apoyaba con ahínco a un político más
popular, que presumía de sólo atender su ranchito y de no interesarse en la
política, mucho menos mostraba sus ambiciones, sólo se interesaba en el
bienestar del pueblo, y era tal su empeño por ayudar al pueblo bueno, que
comenzó una campaña para desprestigiar al presidente, al grado que el escritor más
reputado de la época escribió un libro donde señaló errores y erratas del
mandatario, exagerando las reales, inventado la mayoría; fue de tal fuerza la
campaña para desprestigiarlo que la leyenda sobre ese presidente siguió durante
muchos años, hasta que se perdió en la memoria colectiva y pocos historiadores
se atrevieron a desafiarla ni a escribir sobre ese período.
Si es poco convincente esa historia, recordemos otra; un personaje
poco popular fue impuesto como candidato del partido político más poderoso
porque agrupaba lo más importante de las fuerzas vivas; ganó las elecciones
aunque el más popular de sus rivales murió diciendo que eran cifras falsas,
infladas, que él, el caudillo popular, había vencido al triunfador pese a los
recuentos oficiales; nuestro personaje no fue un presidente popular, aunque lo
que hacía era en beneficio del país, que salía de una crisis profunda; quienes
lo eligieron, porque era el menos propenso a tratar de perpetuarse, al poco se
cansaron de él y empezaron una andanada de chistes la mayoría sosos pero que
calaron en la gente; a falta de redes electrónicas, los chismes y los inventos
y las infamias y las difamaciones, por no decir de las calumnias frecuentes,
minaron la de por sí endeble aceptación sobre aquel presidente, que trataba de
mantener la dignidad y la gallardía, pero sus fuerzas, aunque avaladas con
cierta discreción por algunos seguidores más por lealtad a las instituciones
que a la figura presidencial, cayeron al más bajo grado de aceptación, y su
posición se hizo insostenible; no se sabe si sea cierto, pero se dijo que un
acto que iba a presidir culminaría con una asonada militar que disfrazaba un
golpe de Estado; renunció a su cargo, para beneplácito de toda la gente, que
con su complicidad había, digamos, legitimado su caída, y para regocijo de
quienes lo habían apabullado de la manera más cínica; desde luego, nadie se
responsabilizó de la crisis que sobrevino, y de la que lo culparon aunque haya
sido el menos culpable.
Esa historia ha sobrevivido
aunque historiadores serios han aclarado los hechos, pero la leyenda continúa y
pese a la distancia del tiempo, falta mucho para que se limpie la honra de
aquel defenestrado. Una historia similar tuvo un final muy diferente: un
presidente joven pero con la fama de ser acólito del político más poderoso de
su tiempo, trató de ayudar al pueblo bueno, lo que no le gustaba a la clase
política que, al poco, fue abandonándolo, y lo hizo víctima de las bromas
soeces, más soeces por ser anónimas aunque se sabía quién las propiciaba y
quién las propalaba; menospreciado por su protector, por la prensa que se
burlaba de sus actos o los disminuía y
ni siquiera le daban crédito, o los distorsionaba, se arriesgó a decisiones que
lo hicieron parecer ingrato, desterró a su antiguo protector, desafió a los
dueños del dinero, y se arropó en la milicia, que puso la condición de que resistiera
las tentaciones, y sobre todo, se acogió al sindicalismo (uso bien la palabra;
las interpretaciones aquí son equivocas), que después fue uno de los lastres
para las generaciones posteriores, que impusieron su voluntad, e incluso obligaron
a presidentes posteriores a entregarles, sin mucha discreción, la mayor parte
del poder, y ellos se quedaron con la facultad insustituible y aparatosa de
tijeretear listones, y otras prebendas que incluían a mujeres famosas o no,
pero todas guapas y sensuales.
Detrás
de cada una de estas historias hubo una mano siniestra que, como se dice ahora,
meció la cuna; pocas veces fueron castigados los responsables, y la historia ni
siquiera le cobró las cuentas; ¿qué mano peluda ahora es la responsable de los ataques,
difamaciones, calumnias y mentiras? (¿Reconocen a los personajes?)
Muchos, con pesimismo justificado, piensan que mientras no
haya una limpia de corruptos el país no tiene salvación. Lo malo es que sólo
acusan la corrupción, innegable, de los políticos, de los que no puede decirse
que haya uno que se salve. (Una historia; uno de los presidentes que goza de
fama de honrado, el último que la tuvo, recibió a los representantes de una
compañía automotriz que fueron a presentar un nuevo modelo de su auto más lujoso,
una compañía que desde hace más de 70 años tiene o tenía fábrica o armadora en México
aunque ahora reculen; señor presidente, le dijeron, mire nuestro nuevo modelo;
muy bonito muy bonito; es un obsequio para usted; no puedo aceptarlo, soy el
presidente del país, no debo aceptar regalos; no pasa nada, no lo compromete;
de cualquier manera, no puedo aceptarlo; lástima, señor presidente, teníamos
tantas ilusiones; ¿y como cuánto cuesta? Le dieron una cifra, y agregaron: para
usted, a la mitad. Bueno, deme dos.)
Pocos
ven, o si lo ven lo justifican, que las grandes empresas ejercen el nepotismo;
muy sus empresas, pero el público es el que paga; la primera y más dañina
corrupción comienza con puestos casi insignificantes; desde allí ejercen poder,
imponen su voluntad benéfica o no, y casi siempre sin consultar a los afectados
ni a los beneficiados; desde beneficiar a alguien con una cita, hacer esperar,
hacer sentir su influencia, tener criado particular en un edificio donde
debería atender a todos; pasarse un alto, rebasar por la derecha, reclamar
diciendo “no sabes con quién te metes”, aprovecharse de la fama, así sea
efímera, para no hacer fila, o para tener mayor descuento; los que no barren
las calles, los que tiran la basura en los botes para tirar cajetillas, o
envolturas de chicles o dulces o cigarros; los ruleteros que alteran el taxímetro,
los que reciben cambio de más y no lo regresan, los que mienten alegando ignorancia.
Tantos
y tantos actos de corrupción que la gente no acepta que son corrupción avalan,
por más que sea mayor corrupción, la corrupción de los políticos.
Otro tipo de corrupción: el más reputado de los mariscales
de campo actuales ganó un juego crucial haciendo trampa, y sus seguidores hacen
como que no pasó nada; la tenista con más fama de invencible amenazó de muerte
a una auxiliar de juez, y aunque la multaron no la suspendieron ni menos la
expulsaron del deporte, y olvidan prudentemente que es delincuente; varios beisbolistas aumentaron
su rendimiento con el auxilio de sustancias prohibidas, y aunque no han llegado
al Salón de la Fama, puede que llegue gracias a la llegada de periodistas
deshonestos que piensan que qué tanto es tantito. Y decenas de cronistas con
talento pero sin imparcialidad olvidan esas acciones. Lo peor: “le van” a un
equipo.
El autollamado presidente de los Estados Unidos, además de
usar una fórmula del nazismo (y me asombra que los comentaristas políticos no
lo hayan advertido) al hablar del renacimiento del pueblo estadounidense y de
un período con el que inicia un nuevo milenio, mintió al hablar de la pobreza
de su nación, como lo demuestra Bárbara Anderson; lo más grave es que olvida
que la más reciente crisis económica de su país a causa de la torpeza de la “industria”
inmobiliaria, la causó él, exactamente, como lo recuerda Toño Sandoval; y algo
peor: ni él ni sus paisanos ni sus seguidores (más increíble aún, tampoco sus críticos)
advierten que las armadoras de autos al salir de México y recular sus promesas
de inversión aquí, van a triplicar sus costos, sus gastos y sus precios, sin
aumentar el número de plazas laborales sin igualar la calidad de los obreros
mexicanos.
Termino
con una historia que ya no recuerdan: los magnates estadounidenses e ingleses,
vencidos por el gobierno mexicano que realizó la expropiación de la industria petrolera,
apostaron por la quiebra del país, pues creían que los obreros mexicanos no
sabrían cómo trabajar, que sin sus técnicos fracasarían; pero sucedió lo
contrario: igualaron y mejoraron a los déspotas extranjeros; ¿sucederá igual si
expulsan a los mexicanos de, digamos, California, Texas y Arizona? ¿Se conformarán los
jóvenes de clase media a los que su nuevo presidente promete tanto, con los
salarios que pagan a los mexicanos o chicanos o nuevos gringos legales o no?
¿Los trabajadores manuales serán tan hábiles como los mexicanos, sin tratar de
cobrar el doble o triple digamos por hacer trabajos de albañilería, plomería,
pintura, aseo?
Es nuestra oportunidad, dirían los economistas,
de hacer sentir nuestra eficacia y, por qué no, también nuestra picardía. No los pícaros que primero echan bronca y
luego reculan.
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