Hace algunos meses sostuve un breve intercambio de
experiencias con mi amigo Enrique Krauze, un autor al que admiro aunque muchas
veces difiero de él, en conceptos o en minucias, sobre el deporte mexicano. Me
forzó a escribir con mucho cuidado y a reforzar la memoria.
Ahora
vuelvo a escribir sobre el futbol soccer, que cada vez me gusta menos por
muchas razones. Otra vez por causa suya.
De las muchas influencias que he recibido, entre las
primeras, además de las familiares, en especial de mis tíos Enrique (por él entendí
el futbol americano, por él me aficioné
a los cómics y a las fotografías de las vedettes que adornaban la primera
página de Cine Mundial), Pepe (cuando me río descubro
que lo hago igual que él, que miro a las mujeres como él lo hacía, y en los últimos
años vi con azoro que su sentido del humor me lo legó sin darse cuenta), hubo
dos compañeros que fueron determinantes para mis aficiones durante la mayor
parte de mi vida: Humberto Huerta, quien entró a la escuela primaria M-521 (tan
pobre que ni nombre tenía, sino a partir de ese 1960, el del director Teodoro
Montiel López) cuando pasamos a quinto
año. Humberto me mostró los secretos que no develaban los cronistas que
menciona Krauze en el prólogo del libro conmemorativo por los cien años del equipo América.
Por Humberto
me aprendí las alineaciones de casi
todos los equipos de aquellos años, y también fui seguidor del Club América; también,
como Krauze, tuve el escudo y un banderín, comprados con rebaja en una tienda
de deportes que ya no existe en Ayuntamiento, frente a la W. Por Humberto fui
fanático, en el peor sentido de la palabra; es decir, no me detuve a admirar a
los jugadores de los otros equipos, sino hasta muchos años después, en retrospectiva:
los necaxistas Jorge Morelos, Tomás Reinoso, Jaime Salazar, el Cuate Benjamín
Fall, Domingo de la Mora, el Charro Carlos Lara (argentino, delantero antes de
Zacatepec),el Diablo Benhumea, Pedro Dellacha, el Chato (o el Zurdo) Ortiz,
Alberto Evaristo; los guadalajareños Jaime Gómez, Jaime Chaires, Jaime
Sepúlveda, Jaimaicón –sobrenombre ahora incorrecto— Villegas, Pancho Flores,
Jasso, Díaz, Reyes, Mellone Gutiérrez, Héctor, Sabás Ponce, la Pina Arellano;
los del Zacatepec, Coruco Díaz, Nene
Piña, Raúl Cárdenas (los tres, americanistas honorarios, refuerzos en partidos
de los pentagonales y los hexagonales, no citados en el volumen; el último,
pareja de Pedro Nájera en la Selección Mexicana); o a algunos jugadores de
otros equipos, como el Manco Villalón y el portero Manuel Tello del Morelia, el
Churumbel Mario Rey del Irapuato; Roberto
Rolando del Tampico; Magdaleno Mercado (nuestro primer Pata Bendita) del
Monterrey.
No
justifico, explico mi fanatismo por mi edad; Humberto, seguidor también del
América, me ilustraba camino a casa, cuando nos deteníamos en las malteadas de
la Calzada de Guadalupe, cuyo dueño español era seguidor del Guadalajara, pero
nos prestó su directorio telefónico para buscar el número de Walter Ormeño,
sin encontrarlo (años después, Carlos Monsiváis me dijo que buscara su número:
sólo somos cuatro Monsiváis). Humberto vivía en la calle de Fortaleza, y la
mitad de las tardes de ese 1960 hice la tarea en su casa, en los intermedios de
nuestra práctica de penalties, en los que siempre me vencía. Pero me contagió
de su admiración por Nájera, el Güero Jasso, el Gato Lemus.
Desde
1959 hasta 1965 fui seguidor fanático del América; como buen borgeano, dejó de
ser mi favorito cuando ganó el campeonato de la Liga Mexicana de Futbol; admiré
al Cruz Azul por Marín, Sánchez Galindo, Victorino, Quintano, Bustos (¿en qué
se parecía ese equipo a Fanny Cano? En que sin Bustos no hacía nada); o al
Atlante del hermano de mi compañero Desachy, también vecino de Fortaleza.
De
cualquier manera en 1962 conocí a otra influencia temprana: Cuauhtémoc Valdés
Olmedo, quien me contagió su entusiasmo por el beisbol, que hasta hace tres o cuatro
años era mi deporte favorito: aficionado de Diablos Rojos, combatía mi afición por
Tigres, afición que se cayó por culpa del despotismo de Alejo Peralta: no sé
qué piense al respecto mi amigo Krauze, pero creo que el deporte debe ser visto,
además de la perspectiva de competencia, bajo la óptica de la política, la
sociología, la economía y la historia, por supuesto. Por ejemplo, la Serie
Mundial de este año verá rota una de dos maldiciones: la de la cabra
(demoníaca) o la de Rocky Colavito, que no la dijo él sino los forofos del
jonronero. Por culpa de Alejo dejé de seguir el beisbol mexicano, aunque Diego
tomó la estafeta.
Enrique
Krauze, en un cálido prólogo, cuenta que le va al América desde que era niño;
pero mientras sus ligas han sido con Cañedo, los Azcárraga, los directivos, yo
tuve amistad con el Tigre Gómez, platiqué tres o cuatro horas, al compás del coñac,
con Mario Pavés, gracias al editor argentino Justo Molachino; tuve cercanía con
los tíos de Miguel Barberena, breve amistad con Borbolla, una velada larguísima
en El Horreo con uno de los porteros emblemáticos del equipo, y entrevisté, con
Refugio Melchor, al brasileño Arlindo, en un desayuno que duró seis horas, y a
quien hicimos emocionarse y conmoverse; a él le di la noticia de la muerte del
Tigre Gómez. De lejos, comimos en el mismo restaurante argentino al mismo
tiempo que Walter Ormeño, quien saludaba a los comensales con una leve
inclinación de cabeza, y fui vecino de Rosa y Guillermina Salazar, sobrinas o primas de Jaime Salazar.
Vi con entusiasmo el libro conmemorativo de los primeros
cien años del América; aunque repito que ya no me gusta este deporte, recordé a
Humberto Huerta, a Desachy, a mis compañeros de quinto y sexto año; muchos
juegos que oí por la 590 los domingos, y que me aficioné a los periódicos por
seguir los resultados de las jornadas semanales (La Afición era un estupendo periódico, entonces). Recordé cuando comenzaron
las transmisiones televisivas, y el Jarrito de Oro que casi siempre ganaba América;
los jugadores de los que fui testigo de su debut, y de gran parte de mi vida.
El
libro me desilusionó (sólo tengo el primer tomo; el segundo, si sigue el orden
cronológico, no me interesa); luego del prólogo de Krauze no se mantiene el
lenguaje épico, la recreación histórica es paupérrima, no hay anécdotas
trágicas (como las bellas hermanas porristas que sufrieron quemaduras en cuerpo
y rostro cuando estallaron unos globos de gas en una ceremonia antes de un partido),
políticas (se habla de la inauguración del Estadio Azteca, sin mencionar que
ese día el presidente Díaz Ordaz se llevó una mentada de madre de parte de los
110,000 espectadores, porque llegó con casi dos horas de retraso, según un
relato muy sabroso de Ricardo Garibay, quien aseguraba que a consecuencia de
eso cayó, poco días después, el regente de Hierro Ernesto P. Uruchurtu),
cómicas (como el día en que Javier Fragoso, en su primer partido contra su América,
le anotó tres goles y después del tercero le hizo, frente a las cámaras televisivas,
la roqueseñal a Nájera, Gril, Roca y Hernández, años antes de que la patentara Roque
Villanueva; o cuando uno de los entrenadores del América escuchó atento la
detección de las fallas de su equipo, aceptó nuestra asesoría, y sufrió la
goleada más grave en 15 años; o cuando debutó Alfredo del Águila, precisamente
contra su exToluca, con un autogol, que celebró Sergio Corona cantando “Crema
batida” –canción entonces de moda— y afirmando
que Del Águila no había cambiado de equipo; los apodos aplastantes, como “El
Gusano” a Cuauhtémoc Blanco, “Lulú” a Lalo Pálmer, de quien decían que le faltaban
riñones –véase el Diccionario secreto
de Camilo José Cela) o frívolas (los romances de Carlos Reynoso con Verónica
Castro y de Hugo Enrique Kiesse con Estrellita).
Por
desgracia, si estas narraciones no mantienen un tono épico se vuelven aburridas;
e ingratas: no hay menciones a puntales del equipo, sin los cuales no hubiera
habido bases, como Carlos Calderón de la Barca, el Tigre Gómez, Mario Ayala (después,
estrella en León), Ángel Shandley, apenas mencionado en un pie de foto, pero
que fue uno de los jugadores más finos de nuestro futbol; apenas una mención al
Pájaro Enrique Huerta (a quien también entrevistamos Refugio y yo para El Financiero), tan chaparro como Toño
Mota pero igualmente confiable; era el suplente de Ormeño cuando el peruano
golpeó a un árbitro, Felipe o Fernando Buergos (no Ledesma, como dice el libro),
a consecuencia de lo cual fue suspendido un año, lo mismo que el entrenador
Fernando Marcos; tampoco se dice que fue entonces cuando regresó al equipo Manuel
Camacho, uno de los tres mejores porteros mexicanos de la antigüedad, y quien
estorbaba en el Toluca, que estaba por recibir a Florentino López, seguramente el
mejor portero que ha jugado en México y al que equiparaban con Yashin); tampoco se menciona al Curro Buendía, y
de Roland Martell, que su paso vertiginoso fue efímero; tampoco se menciona al
Tico Soto; ni a Javan, que sólo jugó unos cuantos partidos antes de emigrar al
Atlas, a los que decían (ahora lo aprobaría la Gay Friend Citty) las Margaritas
(y no por malinchistas).
Además
de la tibieza y cierta densidad de los redactores, hay errores graves: a Lalo
Pálmer se le adjudican tres nombres: ése, Eduardo González Pálmer y Eduardo
Gutiérrez Pálmer; de Jorge Iniestra se dice que fue al mismo tiempo portero y
centro delantero; varias veces escriben Pavez en vez de Pavés; dicen que algunos
jugadores eran medios, cuando en esa época, del 3-2-5 eran interiores; a los extremos se les decía alas, como lo fue Pepín González, no centro delantero
como se dice en el pie de foto respectivo; dicen que Moacyr fue medio
defensivo, cuando era interior derecho, es decir, delantero; de Juan Bosco se
dice que era defensa central, puesto que ocupaba el Pescado Portugal; y por
cierto, se abstienen de decir los apellidos de Juan Bosco, llamado así por San
Juan Bosco (Martínez: el defensa, no el santo), y no dicen que sus saques de banda eran más peligrosos que los corners del Coco Gómez; hablan bastante de Vavá, pero
no que era conocido como “el compadre de Pelé”; una mención al paso, de parte
de Krauze, de Ángel Fernández, no es completada en la narración de que era el “Angelgrito” el locutor oficial de Televicentro en los juegos del América, junto al
exmedio, exentrenador del América y de la Selección Nacional y exárbitro Fernando Marcos
(antecesor en ambos puestos de Ignacio Trelles), quien nunca perdonó que lo
señalaran como el árbitro culpable de la lesión a Horacio Casarín (se pasó la
vida desmintiendo que a consecuencia de la falta y de la omisión al castigo se
haya provocado el incendio del parque Asturias); no se dice ni se explica, y
sería bueno que se hiciera, que el equipo favorito de Marcos fuera el Toluca y
de Fernández el Necaxa; peor, que el deporte favorito de Fernández (quien me
distinguió con su amistad y con su admiración [lo puso por escrito] por mi trabajo) era el
beisbol, de donde lo relegaron.
Tres
apuntes más: el libro está lleno de fotografías, casi todas malas, porque es un
deporte que no se presta a la expresión gráfica (que ahora la prefieren los
nuevos editores, muy por encima de la precisión del texto), a menos que sean
fotografías de los “vuelos” de los porteros, cada vez menos frecuentes; el
exceso de fotografías oculta pero no borra las erratas, los errores y la redacción
gris; grandes fotografías actuales de los exjugadores, varios de ellos menores
que yo por diez o 15 años, muestran que el deporte envejece prematuramente a sus
héroes (aunque si nos atenemos a la acepción original de héroe, es decir, el
que hace trabajos majestuosos y sacrifica su vida por una causa, el último héroe
auténtico del futbol mexicano fue Ataulfo Sánchez, quien liquidó su carrera por
darle el campeonato al América en 1965, junto al solitario Zague, quien anotaba
sin ayuda de sus compañeros, ni siquiera del Coco Gómez).
El último
apunte: Krauze dice que “le va al América”; desde hace años, cuando prohibí que
al menos en horas de trabajo los reporteros de deportes de El Financiero “le fueran” a algún equipo, comencé a preguntar qué
quiere decir “irle”, “le voy a”, en vez de “tener un favorito”; luego de pensar
mucho, descubrí que “le iba” al América contra don Manuel Arellano, hermano del
Cuate Arellano, eterno suplente de El Fumanchú Reynoso en el Necaxa, gran amigo
del Cuate Benjamín Fall, y a quien solo alineaban cuando Reynoso estaba
lesionado, es decir, casi nunca; don Manuel, el carnicero de mi rumbo de la
infancia, me contaba cómo los coequiperos de su hermano lo boicoteaban, no le
daban pases, o dejaban pasar los suyos; allí comenzó mi desconfianza en ese
deporte; don Manuel era forofo del Toluca, y me apostaba un peso en los juegos
de su favorito contra el mío; casi siempre me ganaba; pero esa apuesta era eso:
le iba con un peso (una fortuna para un
niño, para esa época, y más en situación de precariedad) a que ganaba el
América; cuando entendí que no estaba en mí que ganara mi equipo, dejé de irle;
ahora no entiendo esa expresión, a menos que describa una apuesta.
¿Quién entiende a las mujeres? Don Juan Ruiz de Alarcón se
pregunta en alguna parte (lo sé, y me sé la obra de memoria) que “qué es lo que
más condenamos en la mujer. ¿El ser de inconstante parecer? Nosotros las
enseñamos que el hombre que llega a estar del ciego dios más herido no deja de estar perdido por el troppo varïar; ¿tener al dinero amor? Es
cosa de muy buen gusto, o tire una piedra el justo que no caiga en este error;
¿ser duras? ¿Qué nos quejamos, si todos somos extremos? ¿Difícil? Lo
aborrecemos y fácil no lo estimamos…”; claro, antes dice que “el primero padre quiso
más perder el paraíso que enojar a una mujer. Y era su mujer, ¿Qué hiciera si
no lo fuese? Y no había más hombre que él, qué sería si con otro irse pudiera; porque con la competencia cobra gran
fuerza Cupido…"
Una de
las grandes científicas mexicanas, Mayra de la Torre, suele o solía presentarse
con minifalda en el laboratorio, aunque tenía que subir a grandes alturas; la
directora María Novaro, en una filmación, ordenó que actrices, técnicas,
maquillistas, se presentaran de minifalda, para que los hombres de la película
no desviaran la mirada lúbrica hacia las piernas de una sola, y las miraran con
naturalidad. En oficinas gubernamentales de Guanajuato o de Puebla o de ambas
lograron quitar las órdenes de que se presentaran las empleadas de faldas
largas y blusas cerradas, y en muchas escuelas de todo el mundo se consiguió
que dejaran de expulsar a las alumnas minifalderas; desde hace mucho en las
iglesias dejaron de prohibir la entrada a mujeres vestidas con pantalones o con
faldas arriba de la rodilla (y sin velo, antes pecado venial, pero pecado); y
ora resulta que una senadora perredista (el real socialismo es el más represor
de los socialismos, y de otras doctrinas político-religiosas) pide que se
expida una ley que ordene a las agencias que proporcionan azafatas y azafatos,
que ya no les den uniformes atrevidos, faldas cortas y sobre todo escotes (¿y a
los azafatos pantalones ceñidos?) que distraen a los legisladores que están despiertos.
Don
Anastasio de Ochoa decía que una mujer puede toser en un templo, pero queda la
duda de si tose por llamar la atención. No es el caso de las minifaldas, prenda
que más que mostrar, proporcionaba libertad; si no de acción, de
pensamiento. Fue conquista de una generación que peleaba más que los hombres,
porque además debían combatir lo oportunista de sus compañeros, que con el
pretexto de la liberación sexual pretendían coleccionar conquistas, ligues, fajes,
acostones, como hacían los de las generaciones anteriores, que presumían: ¿cuántos
hijos tienes? ¿En qué colonia? Las minifaldas de Jane Fonda, Twiggy, Elizabeth
Montgomery, Carol Lynley, Pili y Mili, Macaria, Leticia Robles, Lucha Villa,
Ali McGraw, Angélica María, Alma Muriel representaban una generación aguerrida,
libérrima, exigente de una igualdad social, sexual, laboral, intelectual. Y una
senadora de un partido que se cree de izquierda pide que retrocedan y se vuelvan
sumisas, que no enseñen porque, ella cree, enseñan para vender. Que mejor se
regresen a su casa, con sus hijos, como dice Héctor Suárez en Mecánica nacional, para que no las
denigren: mejor la esclavitud a la libertad.
Y para
que más duela, comienzan algunos comerciales a decir que hay desodorantes para
que los hombres vuelvan a ser hombres. Como si un olor lo definiera.
Un detractor me acusa de plagiar, nada menos que a don
Eduardo Mejía; es como acusar a Vivaldi de, como dice Carpentier que dijo
Stravinsky, escribir 400 veces el mismo concierto; a García Ponce de poner las
mismas escenas con diferentes personajes; a Graham Greene de usar siempre la
misma trama del acusado en falso, o a Agatha Christie de poner siempre al
mayordomo como culpable de todos los crímenes, o a don Fernando Soler que haya
hecho varias veces el papel de Cruz Treviño Martínez de la Garza. Y no, no
cobro nada en este blog, ni siquiera tengo patrocinadores. Antes al contrario,
dos célebres escritoras me han plagiado; la primera, el primer cuento que publiqué
y, años más tarde, cuando lo reescribí modernizándolo, con más armas, mejor
escrito y más pícaro, me acusó (en privado) de plagiarla; la otra hasta honores
ganó.
3 comentarios:
Gracias por enviarme tus amenos comentarios. Me encantaron los de la minifalda!! Un abrazo cariñoso, Eduardo!
Gracias por devolvernos a tu prosa y tu memoria, gran Eduardo. Un abrazo.
Te leo y siento una algarabía inusual. Así es y agradezco eso.
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