A partir de la República Restaurada los escritores
comenzaron a agruparse por tendencias estéticas, políticas, éticas, aunque
entre ellos hubiera rivalidades y hasta enfrentamientos, y a veces hasta
rencores.
Podría
pensarse que, ya fuera de las similitudes políticas (progresistas,
conservadores), la generación que se juntó en la Escuela Nacional Preparatoria
en las fechas cercanas a la conmemoración del Centenario de la Independencia es
el primer grupo formal, con paralelismo y tendencias similares; se le conoce
como la generación del Ateneo, y es bastante más numerosa que la que por lo
regular nombran estudiosos y catedráticos; cierto, tal vez los principales son
los discípulos de Pedro Henríquez Ureña, escritor dominicano homónimo del que
dio su nombre a una calle en la delegación Coyoacán (Pedro Enríquez Ureña),
pero tiene miembros poco renombrados o reconocidos como de ese grupo: Alfonso
Reyes, José Vasconcelos, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, Enrique González Martínez, Rafael López, Roberto Argüelles Bringas, Eduardo Colín, Joaquín
Méndez Rivas, Antonio Médiz Bolio, Alfonso Cravioto, Jesús Acevedo (¿el modelo
de Don Chucho, el de México de mi
recuerdos?), Diego Rivera, Roberto Montenegro, Manuel Ponce, Julián
Carrillo, Carlos González Peña, Isidro Fabela, Manuel de la Parra, Mariano
Silva y Aceves, Federico Mariscal, según el
recuento que hace Julián Hernández Luna en Conferencias del Ateneo de la Juventud. Hay que agregar la cercanía
de los Caso, Antonio y Alfonso, aunque ellos son un poco posteriores.
Claro
que hay nombres que se repiten en otros grupos, porque tanto los Agoristas como
los Estridentistas presumían de tener en sus filas a Diego Rivera y a Rafael
López (éste no debe de haber estado contento: renegaba de ser recluido por cualquier
grupo, y hasta se dio el lujo de rechazar el honor, entonces era un honor, de
pertenecer a la Academia Mexicana de la Lengua).
Un
grupo apenas posterior, menos numeroso, el de los Siete Sabios, recluyó a
políticos y funcionarios sobresalientes, y a un escritor que se dedicó a hacer
encabronar a sus contemporáneos y a sus seguidores, y muchos investigadores
actuales aún se indignan por sus comentarios, sus descalificaciones y aun por
sus antologías (Antonio Castro Leal, a quien se deben, sin embargo, estimables
ediciones de grandes poetas Modernistas); entre esos sabios estaban los
hermanos Caso; contemporáneos de estos sabios brillaron en las letras y como
funcionarios. Con una diferencia de edades mínima, la generación de 1915
completa las labores e intenciones de los Sabios.
Pero la
generación más renombrada es la de Contemporáneos, aunque no está bien
definida, porque insisten en incluir en ella a Carlos Pellicer, poeta mayor, y
que pertenece por edad al grupo, y tuvo afinidades y amistades con ellos, o con
la mayoría, pero al que también le disgustaba ser catalogado; el grupo presumía
de ser un “grupo sin grupo”, de soledades aisladas pero con muchas afinidades.
El nombre lo recibieron, un poco a contracorriente de ellos, por la revista que
fundaron, Contemporáneos, que era
editada por un mecenas que no pertenecía ni al grupo ni a la generación, pero
al que mucho le debe la cultura mexicana, Bernardo Gastélum, escritor
apreciable aunque no a la altura de sus protegidos, y funcionario de varios
gobiernos revolucionarios.
El
nombre de la revista se debió a Jaime
Torres Bodet, quien en publicaciones anteriores (Gladios, San-Ev-Ank) dio
muestras de humor y gracia que poco se le reconocen; estuvo entre los editores,
junto a Bernardo Ortiz de Montellano y Enrique González Rojo. Entre otros,
además de ellos, incluyen en el grupo a Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Salvador
Novo, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza; miembros menores, como Elías
Nandino, Celestino Gorostiza, Samuel Ramos, Manuel Rodríguez Lozano, Antonieta
Rivas Mercado (otra mecenas), Agustín Lazo, y algunos más insisten en nombrar
junto a ellos a Rubén Salazar Mallén, a Carlos Chávez y a Rufino Tamayo, en sus
etapas iniciales (alguna mujer preguntó, indignada, que cuándo un homenaje
a las contemporáneas). La ausencia más
notable: Rodolfo Usigli.
La
revista, que aún puede conseguirse en su edición facsimilar editada por el
Fondo de Cultura Económica cuando era dirigido por José Luis Martínez, fue
excelente, pero no única; la generación, hecha en revistas, participó en las
mencionadas Gladios y San-Ev-Ank, El Maestro, El Hijo Pródigo,
Ulises; no todos colaboraban de
manera consuetudinaria en Contemporáneos;
Salvador Novo, por ejemplo, participó apenas en sus páginas. Una obra cumbre
fue la Antología de la poesía mexicana
moderna, en la que están incluidos todos ellos, aunque comenzaban a
publicar; en ella hicieron juicios sumarios contra escritores respetados como
Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo (alguno otro, como Manuel Gutiérrez Nájera, fue
juzgado al no ser incluido), y excluyeron a otros que ya eran populares en esos
días; incluyeron a Manuel Maples Arce, el más respetado de un grupo
antagónico, los Estridentistas (éste se vengó pocos años después en una
antología donde los minimizó, aunque hubieron de reconocer, lugar común, que
Pellicer y Novo hacían mejores poemas estridentistas que ellos; tuvieron
reconocimiento en el extranjero, donde Borges los mencionó con respeto, y
fueron ídolos de las generaciones iconoclastas de los años setenta y ochenta en
México).
Una
generación posterior, la de Taller,
se hizo eco de sus propuestas y tendencias, y se consideró su heredera; Paz
hizo trabajos resaltando la poesía de Villaurrutia, el pensamiento de Cuesta, y
en general de la revista. Igual respeto guardaron la Generación de Medio Siglo,
y tuvieron estudios más lúcidos que generosos en Carlos Monsiváis y José Emilio
Pacheco. Contemporáneo de éstos, Miguel Capistrán trabajó rescatando obras de
Novo, y participó en el rescate de las obras de Cuesta, de Villaurrutia y de
Celestino Gorostiza; los sobrevivientes le tuvieron afecto y le concedieron
entrevistas reveladoras, simpáticas.
En estos momentos el Instituto Nacional de Bellas Artes (que
dirigió Carlos Chávez, afín a los Contemporáneos, cuyos cimientos los
estableció Gorostiza, los solidificó Novo –el verdadero director, decían—,
dirigió sus obras allí Villaurrutia, y expusieron los pintores afines) monta
una exposición con el nombre de ellos. Consta de fotografías, ninguna muy
desconocida, exhiben algunas ediciones que presumen que son primeras, números
sueltos de algunas revistas, cuadros de sus amigos pintores o retratos de
ellos, fragmentos de algunas pocas películas con argumentos de alguno de ellos,
y se dijo, pero no las vi ni las oí, canciones en las que participaron, como “Usted”,
y “La cuenta perdida”.
Desde
que leí la nota en la sección que dirige Víctor Manuel Torres con humor y
puntería, me asombré: “Usted” es de Gabriel Ruiz, compositor fino de música
popular que en efecto musicalizó algún poema, o
mejor, le pidió a sus amigos poetas que compusieran canciones para que
él le pusiera música, pero ninguna es muy estimable (tanto, que no las
rescataron); “Usted”, que le atribuyen a Elías Nandino, en realidad es de José
Antonio Rodríguez, Monís, y “La
cuenta perdida”, que se llama “Cuenta perdida”, no utiliza un verso de Novo, es
una canción que escribió Novo, no es un poema musicalizado, con música de Ramón
de Flórez, el de los Violines Mágicos de Villafontana.
Ya
Pável Granados echó a perder la oportunidad de una buena antología de fin de
siglo (XIX) confundiendo fechas, autores, mezclando géneros; pensé que la
cercanía que tuvo después con Miguel Capistrán, quien no tenía buena opinión de
él, enmendaría errores, pero no fue así.
La
exposición parece, más que de Contemporáneos, de la estimable biblioteca de
Arturo Saucedo… Prestó Reflejos, de
Villaurrutia, que me consta que no la tenía ni Capistrán, pero ponen algunos
títulos de Alfonso Reyes, al que ellos no consideraban su maestro (preferían a
Ramón López Velarde y a González Martínez, al que rindieron homenaje con
“calcas” de algunos de sus poemas más conocidos), y exhiben un capítulo de Los de abajo, que ni siquiera es contemporáneo
de ellos, más bien es de cuando eran infantes; lo que exhiben es un capítulo de
la sexta edición; tienen cuadros de Diego Rivera, quien fue enemigo de algunos
de ellos, al menos en privado, y los ridiculizó en algunos murales renombrados,
y en uno de ellos los bautizó como “los anales”.
Algunas
de las ediciones más preciadas son de Carlos Pellicer, que se autoexcluyó del
grupo, que por otra parte se dispersó cuando fueron enjuiciados por la
publicación de un fragmento de novela de Salazar Mallén en una revista dirigida
por Jorge Cuesta, Examen, que aunque
fueron exonerados le costó el puesto a varios de ellos en la Secretaría de
Educación Pública.
Novo
explicó muy bien la diferencia entre algunos de los miembros del grupo que
ellos no reconocieron como grupo: algunos fueron protegidos por José
Vasconcelos, otros por Genaro Estrada, y otros por Manuel Puig Casauranc.
Obviamente, Contemporáneos es importante porque hay
coincidencias en la estética, en la tendencia a desnacionalizar la cultura, en
buscar horizontes en otros idiomas (incluso intentaron traducir Ulysses de Joyce y hasta nombraron con
ese título una de sus revistas y un grupo de teatro que montaba obras
contemporáneas); fueron acusados de extranjerizantes (gracias a eso fue el resurgimiento
de la popularidad de Azuela, puesto como ejemplo de virilidad y hasta de
machismo —pecados actuales—frente a la literatura de Contemporáneos; la
rivalidad persistió hasta 1964, cuando en una obra de teatro, Diálogo de ilustres en la Rotonda, Novo
hace decir a Mariano Azuela que no sabe hablar, y lo increpa José Juan Tablada:
“¿tampoco leer? ¿Qué no te enseñaron en… el Colegio?” —mención irónica hacia El
Colegio Nacional); su propuesta renovó la literatura mexicana, y entre ellos se
defendieron aunque también se atacaron: las opiniones de Novo acerca de sus
compañeros son poco amables, y hasta célebres algunos comentarios sobre Jaime
Torres Bodet, alguno de los cuales debe haberle provocado carcajadas, pero otro
le dolió hasta el alma, al grado de que en uno de sus últimos poemas se
pregunta si, en efecto, tuvo biografía en vez de vida.
No intento negar la importancia
del grupo; creo que ha habido otros que la minimizan y no reconocen el valor
que tiene su obra; en defensa de Novo surgió la voz de Julio Torri, que sabía
harto de poesía, y dijo que “frente a Novo poeta hasta Pellicer es de segunda”;
demasiado fuerte, pero necesaria porque le restan calidad a Novo, en sus
opiniones; devalúan la gigantesca obra de Pellicer y la dejan en unos cuantos momentos;
creo, como decía Capistrán, que no todos son parejos aunque todos sean buenos.
Lo que me asombra es la calidad de la exposición: si tienen a la mano, aunque
sea en calidad de préstamo, varias bibliotecas bien nutridas, por qué hay tan
pocas ediciones de Novo (falta Nuevo amor,
Florido Laude, En defensa de lo usado, tienen la edición rústica de la Historia de la fiebre amarilla y la segunda de El sexo, el amor y los burdeles; tienen
la segunda edición de Nostalgia de la
muerte de Villaurrutia, y no tienen la original de Poesía y teatro de Xavier Villaurrutia; sólo tienen algo de
Pellicer, raro, eso sí; hay poco de Owen y apenas un ejemplar de González Rojo.
Hay mucho de Torres Bodet, pero muy al alcance de Donceles y de La Torre de
Lulio). Además, muy mal expuesto: un libro y arribita, una fotografía, nada
desconocida (salvo González Rojo, el más menospreciado de todos); los libros,
alguno de ellos encuadernado, lo que podría hacer sospechar a los malpensados
que puede ser encuadernación falsa; fotografías de grupo pero, insisto, nada
que desconozcan los conocedores.
No hay
imaginación en la exposición, no hay humor, no hay comodidad, nada que refleje
la cultura innegable de los responsables, nada que invite a leer a ese grupo, el
más renombrado de la literatura mexicana.
Además de la inseguridad en las calles por el mal
funcionamiento del reglamento de tránsito y su nula aplicación, hay otros
síntomas más graves: los trenecitos han chocado con alarmante frecuencia: en el
parque del Espejo en Polanco, en Pabellón Polanco, en el mismo bosque de
Chapultepec (aunque no es el que tripuló Germán Valdés en El rey del barrio), en Aragón; ya ni en ese transporte puede haber
confianza; sólo falta que en el trayecto asalten a los niños para quitarle los
dulces.
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