Para todo cinéfilo el nombre de John Ford es sagrado; autor
de innúmeras obras maestras, hizo del western la épica moderna, según el dicho
de Guillermo Cabrera Infante (de quien están publicando su obra completa y sus
sobras, en ediciones carísimas). Poco puede agregarse a lo que han dicho el
propio Cain –de pasada: nunca reseñó ningún filme de él—, Ayala Blanco, Peter
Bogdanovich sobre todo, cuando mucho una lista de sus mejores cintas: La diligencia, El joven Lincoln, El último
hurra, Los tres padrinos, Los buscadores, su trilogía sobre el
ejército con las maravillosas actuaciones de John Wayne, Victor McLaglen, Pedro
Armendáriz, Henry Fonda, Maureen O’Hara, Miguel Inclán; y luego la
extraordinaria El hombre que mató a
Liberty Valance, y la formidable El
hombre quieto; hay otras cintas que
salen de su ámbito peculiar, que no suceden en el oeste sin perder su tono
épico, y que muestran sentido del humor más del acostumbrado.
Ford,
como Shakespeare, sabía que nadie puede aguantar dos horas de pura tragedia, y
en sus mayores dramas destensan la acción, y meten algunas escenas cómicas; en El ocaso de los cheyenes, en medio de la
diáspora, de la caravana que llevará a los cheyenes a un refugio, y en el que
una mártir deja su clase socioeconómica para unirse a los desposeídos, pasan
por Tucson, donde Wyatt Earp debe atender un estallido de violencia, y para
ello interrumpe una partida de poker; para evitar que le hagan trampa, pone su
puro encima de las cartas; si se cae la ceniza, advierte, es que tocaron el
mazo y entonces los ajusticiará; el nerviosismo de los otros jugadores es
comiquísimo. Esa misma distensión es la que aparece en varias escenas de Romeo y Julieta, por ejemplo. En Escritos bajo el sol (Las alas de las águilas) la mayor parte
del tiempo, un increíblemente ágil John Wayne, que al principio de la cinta
baila de manera aceptable, se la pasa en cama, paralítico, sin síntomas de
tragedia; en Bill, qué grande eres, la acción que pudiera parecer
inverosímil presenta a un personaje que anhela ir a la guerra, pero su
increíble puntería se lo impide; es compensado con una acción inesperada, tan
fulminante que nadie la cree.
Pero he
visto ya tres veces una cinta de la que habla poco en sus largas entrevistas
con Bogdanovich, quien tampoco insiste en su singularidad: La taberna del irlandés (o El
paraíso de Donovan); filmada poco después de El hombre que mató a Liberty Valance, aprovecha la vitalidad de Lee
Marvin para ponerlo a madrearse otra vez con John Wayne con un pretexto muy
divertido; sólo lo hacen una vez al año, cuando celebran, el mismo día, su
cumpleaños; la trama carece de trama; un mínimo pretexto lleva a una isla
pacífica a una mujer de negocios a mostrar que su padre es un desbalagado e
inmoral, para reclamar la totalidad de las acciones de una empresa naviera, y
se encuentra con que tres niños pueden disputársela; la mujer, una actriz poco
renombrada, Elizabeth Allen (más protagonista de series televisivas como Dr. Kildare, Ruta 66, 77 Sunset Strip,
El fugitivo, La ciudad desnuda, Barnaby Jones,
El hombre de CIPOL, Texas, y que aparece también en El ocaso de los cheyenes, muestra las
piernas, algo inusitado en alguna cinta de Ford (excepto cuando se insinúan las
de Dorothy Lamour en Huracán), y no sólo
una vez; tres niños cantan y tocan al piano “Martinillo” que repentinamente
convierten en rock, que también bailan; Wayne, quien se sintió incómodo aunque
no se nota en la cinta, enamora a la mujer aunque ambos se resisten a
aceptarlo, y además debe aceptar que ella lo vence en una carrera de natación y
en otras cuestiones; además, trata a Allen como a Marvin, o como en cintas de
otro director pero discípulo de Ford (Howard Hawks), a Robert Mitchum o a Dean
Martin: con cariñosa rudeza; como en pocas cintas de Ford, se anticipa el final
alegre, pero no complaciente: las competencias seguirán. Por si fuera poco, un
par de niños, que debieran de ser disciplinados, son unos vándalos divertidísimos:
de grandes serán como Mississippi o como Ricky Nelson.
Un dato extra: Ford, quien
admiraba la presencia de John Wayne, responde a Hawks en una materia
sorpresiva: en Río Bravo, Angie
Dickinson, luego de besar a Wayne, sentencia: “es mejor cuando no lo hace una
sola”; antes, en Tener y no tener,
Lauren Bacall dice algo parecido cuando besa a un reacio Bogart (“es mejor
cuando lo hacen dos”), y en El Dorado,
Charlene Holt es también la que besa a Wayne y dice una frase similar; en Hatari
Elsa Martinelli le
pregunta cómo le gusta que lo besen, y al principio la experiencia es
decepcionante; en La taberna del irlandés Allen reta a
Wayne a besarla, y como lo ve dudar, le avisa: me han besado antes; Wayne la
toma sin mucha delicadeza, y aunque ella lo espera, al terminar, exclama: “yo
pensaba que antes me habían besado”. Más
mezcla, maistro, o le remojo los adobes, hubiera dicho Germán Valdés. Al final
de la cinta la arrastra como arrastra a O´Hara en El hombre quieto, y la doma a nalgadas, como Jorge Negrete a Lilia
Michel en No basta ser charro o Pedro Armendáriz a Rosita Quintana
en El charro y la dama.
Ford,
quien sin filmar una sola cinta con obras de Shakespeare es quien más se le
acerca en intensidad y manejo del drama, hizo una cinta sonriente, divertida, y
sin drama, por una vez en su carrera.
En alguna competencia olímpica los expertos estaban seguros
de que un corredor mexicano, quien tenía las mejores marcas en su especialidad
(los 800 metros libres) en esos momentos, obtendría una medalla cuando menos de
plata, para orgullo de la nación (muchos países dependen de la habilidad de
algunos deportistas para mostrar el avance de su cultura, de la eficacia de su
gobierno, o cuando menos de la superioridad de su raza); pero terminó en un
decepcionante sexto o séptimo lugar entre ocho competidores; la decepción fue
tan inmediata como cuando Raúl Macías fue vencido por Alphonse Halimi o un
equipo mexicano cayó 8-0 el 10 de mayo de 1960 ante un equipo inglés (si
hubiera sido en esta época, con el periodismo sensacionalista actual, entonces
sólo reservado a Tabloide hubieran
cabeceado “Nos Dieron en la Madre” o “¡Qué Poca Madre!”). Cuando le preguntaron
a ese corredor el por qué de su derrota sólo alcanzó a responder, tajante: “pos
es que los otros corrieron más rápido”; de ese tono fue la respuesta del “jefe”
de “gobierno” capitalino, cuando lo interrogaron sobre las inundaciones en una
de las zonas privilegiadas de la ciudad (aunque construida sobre minas, lo que
representa un riesgo ante seísmos de intensidad violenta, que están esperando
los sismólogos alarmistas): pos es que llovió más fuerte de lo normal. Si es
uno de los candidatos de la izquierda, ante los titubeos y temores del gobierno
(sobre todo del qué dirán, pues pide perdón aunque no haya cometido delitos),
podemos anticipar que la caballada está flaca (para seguir con las metáforas
deportivas, un boxeador fino y elegante como Lalo Guerrero, titubeaba y hasta
dicen que retrocedía cuando un rival de menor categoría pero mucha mayor
valentía como José Toluco López hacía
como que lo embestía, echando “el bulto” por delante; el público celebraba el
triunfo del macho sobre el temeroso). El “jefe” de “gobierno” enmudeció cuando
un engallado chamaco le dijo fascista porque no deja que las manifestaciones de
los maistros lleguen al Zócalo. Cuando a Luis Echeverría lo apedrearon en CU (¿cuál es la bebida favorita de los
estudiantes?: Presidente con sangrita), él los encaró y les gritó “jóvenes
fascistas”. Los patos le tiran…
Un chiste conocido pero siempre vigente, por la moraleja:
cuentan que una ranita desenfrenada quiso desafiar la velocidad de un tren,
pero fue vencida, y el tren la arrolló y le arrancó las ancas; repuesta del
aturdimiento, quiso regresar por ellas ancas, pero no calculó y otro tren la
arrolló, aplastándole la cabeza; la moraleja es que no hay que perder la cabeza
por unas nalgas. Deberían entenderlo algunas mujeres dedicadas a la política,
que arriesgan el puesto, la integridad y su futuro por unas nalgas masculinas.
Las normas son para violarlas, decía un amigo enamorado de
una vecina llamada Norma; pero corresponde al Reglamento de Tránsito del Estado
del Valle de Anáhuac; la mayoría de los automovilistas conduce con el teléfono
portátil encendido, y muchas veces enviando mensajes de texto; las rayas o
cebras, si no están despintadas y pálidas, sirven de estacionamiento, no de
cruce peatonal; las luces preventivas no sirven para prevenir sino para que los
conductores aceleren, y cuando se pone el semáforo en rojo, dos tres o cuatro
automóviles se lo brincan; los motociclistas y ciclistas andan por el carril de
la derecha, y rebasan por la derecha, y todavía reclaman cuando se estrellan
contra autos estacionados o con peatones que intentan cruzar las calles; los
ciclistas andan por la banqueta y echan bronca cuando se les reclama, porque
saben que si atropellan a alguien, los dejan libres, excepto si los asesinan;
los agentes policiales sólo observan, si es que dejan el teléfono portátil sin
usar, por unos segundos; ni siquiera Julio Hubard, el segundo mejor boxeador
entre los escritores mexicanos de los
siglos XX y XXI, se atreve a reclamar porque muchos automovilistas traen
armas que desenfundan aunque ellos sean los que cometen infracciones; cualquier
rozón, cualquier reclamo, lo resuelven a golpes o balazos, de ellos o de sus
guaruras. Y peor: ya los conductores del Metro (línea 7, viernes a mediodía)
manejan con portátil en mano, aunque no se pudo verificar si también enviaban
textos escritos.
Reculó AMLO; ya no exige que derroquemos a Peña Nieto ni que
se deroguen las leyes, sólo que le suavicen la transición para cuando se haga
elegir presidente, sino en 2018 o 2024, en 2030; pero las redes sociales, donde
sus seguidores llaman a derrocar al gobierno tirano (y lo dicen quienes
deberían de conocer la historia) lo han exhibido arrogante, derrochador, con
lujos de lo que carecen los políticos a los que ataca; con sus mismos errores,
es decir, sacando provecho de la amistad que tienen con potentados que lo
invitan a palcos lujosos; no es delito, pero es inadecuado; y cuando quiere
limar asperezas le hacen ver sus incongruencias, sus llamados a la violencia.
Sobre todo, su insistencia en que cuando sea presidente revertirá leyes,
tratados, reformas, obviando que el presidente no manda, obedece; ése es
también el dilema de Donald Trump, quien asegura que tomará medidas a las que
no tendrá derecho, si es que gana las elecciones, sino que debe obedecer a las
Cámaras, y que, en su país, los estados son libres, y no podrá ordenarles nada;
fracasará, como ha fracasado como empresario; debería ver lo que pasó en otros
países que le dieron la presidencia a empresarios, y los llevaron a la quiebra
(moral, cuando menos).
Ya he hablado en este blog de Nick Hornby, cuando encontré y
me maravillé con Fiebre en las gradas,
que habla de la pasión por el futbol en Inglaterra; pero más que eso es un
retrato de la generación que va de mediados de los cuarenta a finales de los
cincuenta, de José Agustín a Juan
Villoro; más que Murakami, del que difícilmente volveré a leer ningún
libro más que para desmentir algún elogio que le hice, deslumbrado, Hornby
llena sus libros de música, de la música con la que crecimos y nos
desarrollamos; no por nada una de sus mejores novelas, Alta fidelidad, está hecha a base de las listas que hacemos los
forofos del rock y sus aledaños, y con la integración y desintegración de
parejas sentimentales; no por nada la cinta basada en la novela, dirigida por
Stephens Frears y con John Cusack en su mejor papel, es un fiel retrato de las
tiendas de discos (Ameba, por ejemplo), que ya no existen porque MixUp ya no
trae ni siquiera los discos de Paul Simon, por ejemplo, y espera que lo descarguemos
de Internet, porque a los nuevos compradores no les importa la fidelidad ni el
sonido de las piezas.
Juliete desnuda, Todo por una chica, 31
canciones, aunque no tan deslumbrantes, son igualmente buenas; pero acaba
de llegar, en edición mexicana pero con lamentable traducción madrileña de
Jesús Zulaika, Funny Girl, una novela
tramposísima que nos hace creer que la historia que cuenta es real, porque
aparecen personajes como Harold Wilson (con un trato burlón aunque no tan
brutal como el que le dedica George Harrison en Taxman), Lucille Ball, en quien se inspira para el personaje
principal, y hasta retrata portadas de libros inexistentes y fotografías de
personas ficticias.
La
trama es lo de menos, aunque le sirve para hacer un retrato de varias
generaciones, en especial la nacida dentro de ese lapso generacional, y que
llega a la ancianidad sin haber sido ni adulta ni madura, y que le queda el
consuelo de que ya nadie muere antes de los 80 años, y debe sobrellevar una
vejez a la que no se resigna, todavía intenta ligar y no desecha la idea de
completar una “asignatura pendiente”; sólo los calvos olvidan el cabello largo
y las mujeres conservan la figura de cuando veinteañeras; uno de los
protagonistas, cuando son reconvenidos por los jóvenes, le recuerda que son de
la misma edad de Bob Dylan y Dustin Hofman que, por otra parte, se conservan
más jóvenes que Bono y que Brad Pitt(y).
La
anécdota comienza cuando Barbara Parker gana un concurso de belleza, título al
que renuncia porque sabe que su porvenir será el que le soben las nalgas todo
el tiempo, y se va a buscar otros caminos; de vendedora de cosméticos pasa a
ser actriz, con un brevísimo intermedio como posible edecán padroteada por un
agente de actores; su inteligencia, audacia, atrevimiento la convierten en una
estrella inmediata que imita a su idolatrada Lucille Ball, que sobrevivió a la
decadencia gracias a su programa I Love
Lucy, que en México se siguió trasmitiendo hasta los años sesenta patrocinado
por General Electric, creo recordar, y antes de que fuera desplazado por Domingos Herdez.
Cómo
hacen para que el programa, convertida en serie, dure varias temporadas, se
narra con agilidad, intensidad, y un profundo sentido de la visión social; cómo
ven el programa viejos, maduros, jóvenes y niños; cómo se deterioran las
relaciones entre los personajes, cómo se describe el despertar sexual y una
revolución que en muchos medios se limitó a un mayor tránsito a muchas camas
sin que las mujeres, quienes mejor lo vivieron, fueran calificadas de
lagartonas ni siquiera por sus ex parejas; los primeros atisbos del destape de
los homosexuales; la infidelidad descarada, la pedantería de los intelectuales
que sólo viven para desprestigiar el trabajo de los demás sin argumentos, sólo
con diatribas y descalificaciones.
Varias
generaciones son enjuiciadas por Hornby, abuelos, padres, protagonistas y los
hijos de éstos; sin embargo, no se trata de juicios sumarios, sólo son
expuestas sus vivencias, su imposibilidad de madurar, su tortura de no tener dónde
morir con dignidad; las masas que responden con exactitud a lo que los
productores, periodistas, políticos, esperan de ellos.
Es un
libro lleno de humor; y como todos los libros con humor, es amargo e infeliz,
aunque el sabor que deja es maravilloso, deslumbrante por su ingenio y por su
exactitud, excitante a ratos. Hornby es uno de los mejores autores de esa
generación, y su descripción de Londres parece corresponder, con dos o tres
décadas de retraso, a lo vivido en México en los años setenta y ochenta.
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