Lo conté en El juego de las sensaciones elementales, único libro firmado por
Gustavo Sainz que no va a reeditarse: estábamos en Nazas cuando llegó un
adolescente, casi niño, y de inmediato albureó a Sainz, se puso a echar relajo
con Alfonso y con Cuauhtémoc; poco días después Alfonso me llamó, en plena
madrugada, para avisarme que había chocado el VW rojo de Sainz, que había heridos,
que le ayudara; fui con Mario Magallón a la delegación, en el centro y me puse
a hacer llamadas, para juntar lana y sacarlo antes de que lo entambaran.
Mario se quedó a ayudarlo y yo me fui a recolectar dinero; uno de los lugares
fue a la casa de Cuauhtémoc, en la Del Valle, un departamento pequeñísimo, nada
parecido al lujo con el que vivía, vestía, presumía; en el patio estaba ese
adolescente que había visto semanas antes de visita en Nazas; me guió hacia
la morada de Cuauhtémoc, quien me avisó que
le habían hablado, que ya no era necesaria su aportación, que Alfonso ya estaba
fuera.
Volví
a ver a ese adolescente en La Onda,
donde me reclutó Cuauhtémoc para que fuera parte del equipo que haría el
suplemento; al principio, además de Jorge D’Angeli y Cuauhtémoc estábamos
Héctor Rivera y yo; Perico (Raúl Cuevas, née Pedro Raúl Pérez Cuevas) era el
office boy; antes de que saliera el primer número Héctor fue reemplazado por Abel
Ramos, excelente reportero harto relajiento.
Perico
iba a recoger discos con Luis Arturo Cárcamo, Rossy quién sabe qué, Óscar
Mendoza, Pepe Návar; a veces, libros a editoriales, aunque más bien yo iba
Joaquín Mortiz, Siglo XXI; luego, con Manuel Gutiérrez quien me sustituyó un
tiempo, al Fondo de Cultura Económica, más a platicar con mi amiga Alba Rojo y
con Andrea Huerta.
Otra
labor de Perico era llevar los materiales con Raúl Rodríguez, con Héctor
Dávalos, asistirnos en la formación; era más amigo que asistente, y más
asistente de Cuauhtémoc que de los demás, pero era muy divertido.
Desde
los tiempos de Nazas comenzó a tomar clases con Aníbal Angulo, y luego más
formalmente a trabajar con él; después trabajó como fotógrafo para diversas
revistas, y posaron para él lo mismo vedetes que actrices con más renombre; cuando
Aníbal emigró a vivir más a sus anchas, Perico se convirtió en el fotógrafo
favorito de las artistas dispuestas, antes mucho menos que ahora, a desnudarse.
De
vez en cuando me lo topaba en la calle, y con más frecuencia trataba de
alburearme, aunque más bien era víctima de mis bromas, en las redes sociales.
Cada vez que nos comunicábamos decía que iba a invitarme a desayunar, y siempre
bromeaba por mi obediencia a Lourdes (él estuvo cuando nos casamos hace 43
años). No dejaba de invitarme a los estrenos de las obras donde actuaba su
hija. Reacio a salir, más bien iba María José antes que yo.
Un
día me llamó para pedirme el prólogo para un libro que iban a editar con
fotografías suyas; le correspondería a Cuauhtémoc, pero fue asesinado
hace algunos años.
“¿Por qué
consentir en hacer una introducción para unas fotografías? No se trata de que
esas fotografías sean de Raúl Cuevas, a quien conocí desde 1970 en que
compartíamos labores en una oficina que tuvo, entre otros, a Cuauhtémoc Zúñiga,
Óscar Mata, Anamari Gomis, Arturo Jiménez, Alfonso Rodríguez, bajo el mando de
Gustavo Sainz; y después, con Cuauhtémoc Zúñiga, Óscar Sarquiz, Manuel
Gutiérrez Oropeza, y las constantes visitas de Gabriel Careaga, Elena Urrutia,
Alaíde Foppa, Luis Arrieta, Julio Amador, bajo la dirección de Giorgio
De’Angeli. Su humor, su vitalidad, su capacidad para distorsionar cualquier
situación en un momento desternillante convivían con su disciplina, que sabía
ocultar, así como sus ganas de transformar y perpetuar esos momentos; bajo la
guía de Aníbal Angulo pudo concretar esos deseos de que la realidad se
eternizara.
“¿Por qué consentir en hacerle una introducción a una colección de fotografías? La fotografía es una conjunción de artesanía (habilidad para enfocar, encuadrar y resaltar un objetivo) con inspiración y sentido de la oportunidad (capturar un momento gracioso, humorístico, sensual); todo arte necesita de esas cualidades, pero los fotógrafos, muchísimos fotógrafos, se han especializado en eternizar un gesto, para resaltar lo grotesco de una persona o de una calle o de una construcción; se dice que algunas de las fotografías más célebres fueron posadas, violaron la intimidad de quien fue retratado, que se consiguieron gracias a la repetición forzada de una postura o, más recientemente, que se fabricaron artificialmente por las técnicas modernas semejantes a las que hacen que canten juntos cantantes que vivieron en épocas diferentes. Además, no sé nada de fotografía, y sólo puedo decir que algo me gusta o que no me gusta (como nos pasa a todos con el cine).
“Pero me encuentro con unas fotografías que no son periodismo ni sociología, que no se burlan de la pobreza ni resaltan la majestuosidad de un espectáculo que se repite a diario (un amanecer, la belleza incomprensible, temeraria, del mar; o la opulencia de una montaña, o el pánico ante un abismo insondable); no son reproducciones de la realidad, son recreaciones y transformaciones de una realidad que ansía ser vista desde todos los puntos de vista posibles, de producir emociones diferentes.
“En las fotografías de Raúl Cuevas encontré algo que no encuentro más que en unos cuantos artistas ora sí que de la lente: una manera distinta de lo que tenemos enfrente, pero en forma plástica; estos retratos me hicieron pensar en la pintura que, a principios del siglo XX, hizo que nos fijáramos en las partes ocultas de la vida, que viéramos una mesa, una silla, una mesa de operaciones, en pleno movimiento; que nos encontráramos con bañistas, o con naturalezas muertas, pero en tercera dimensión; que nos fijáramos no en las sonrisas enigmáticas sino en los paisajes emotivos, transfigurados, detrás de esas sonrisas enigmáticas; Leonardo imaginaba un cuadro perfecto que consistiría en un punto rojo en medio de un lienzo blanco; eso lo pueden hacer sólo los artistas.
“Los retratos de Raúl Cuevas semejan ese cubismo, ese abstraccionismo que encuentra, desde una sola posición, todos los ángulos de una calle, de un templo, de un pueblito o del fragmento de una ciudad.
“Raúl no los inventó, sólo nos los descubre y nos permite a los espectadores reinventarlo y ver un mundo que estaba detrás; es un fotógrafo singular que invierte su humor, su capacidad de distorsionarlo, en darle otro sentido a lo cotidiano.”
“¿Por qué consentir en hacerle una introducción a una colección de fotografías? La fotografía es una conjunción de artesanía (habilidad para enfocar, encuadrar y resaltar un objetivo) con inspiración y sentido de la oportunidad (capturar un momento gracioso, humorístico, sensual); todo arte necesita de esas cualidades, pero los fotógrafos, muchísimos fotógrafos, se han especializado en eternizar un gesto, para resaltar lo grotesco de una persona o de una calle o de una construcción; se dice que algunas de las fotografías más célebres fueron posadas, violaron la intimidad de quien fue retratado, que se consiguieron gracias a la repetición forzada de una postura o, más recientemente, que se fabricaron artificialmente por las técnicas modernas semejantes a las que hacen que canten juntos cantantes que vivieron en épocas diferentes. Además, no sé nada de fotografía, y sólo puedo decir que algo me gusta o que no me gusta (como nos pasa a todos con el cine).
“Pero me encuentro con unas fotografías que no son periodismo ni sociología, que no se burlan de la pobreza ni resaltan la majestuosidad de un espectáculo que se repite a diario (un amanecer, la belleza incomprensible, temeraria, del mar; o la opulencia de una montaña, o el pánico ante un abismo insondable); no son reproducciones de la realidad, son recreaciones y transformaciones de una realidad que ansía ser vista desde todos los puntos de vista posibles, de producir emociones diferentes.
“En las fotografías de Raúl Cuevas encontré algo que no encuentro más que en unos cuantos artistas ora sí que de la lente: una manera distinta de lo que tenemos enfrente, pero en forma plástica; estos retratos me hicieron pensar en la pintura que, a principios del siglo XX, hizo que nos fijáramos en las partes ocultas de la vida, que viéramos una mesa, una silla, una mesa de operaciones, en pleno movimiento; que nos encontráramos con bañistas, o con naturalezas muertas, pero en tercera dimensión; que nos fijáramos no en las sonrisas enigmáticas sino en los paisajes emotivos, transfigurados, detrás de esas sonrisas enigmáticas; Leonardo imaginaba un cuadro perfecto que consistiría en un punto rojo en medio de un lienzo blanco; eso lo pueden hacer sólo los artistas.
“Los retratos de Raúl Cuevas semejan ese cubismo, ese abstraccionismo que encuentra, desde una sola posición, todos los ángulos de una calle, de un templo, de un pueblito o del fragmento de una ciudad.
“Raúl no los inventó, sólo nos los descubre y nos permite a los espectadores reinventarlo y ver un mundo que estaba detrás; es un fotógrafo singular que invierte su humor, su capacidad de distorsionarlo, en darle otro sentido a lo cotidiano.”
El libro no apareció, y cuando
lo interrogaba, sólo me decía que me platicaría en un desayuno. Ese desayuno es
imposible: hace algunas semanas me escribió el entrañable Aníbal Angulo para
avisarme que Perico ya no está con nosotros, víctima de una rara enfermedad,
tan rara que apenas un puñado la padece; había puesto en sorteo alguna de sus
cámaras para adquirir un aparato que lo ayudara con ese mal que le impedía
respirar con naturalidad, él, que se la pasaba sin aire porque lo gastaba en
carcajadas. Me quedó a deber ese desayuno, y unos cuantos chistes más.
La siempre seria
pero sonriente Sandra Licona me telefonea para avisarme que en la presentación
de Aquiles, la nueva y peor novela de
Carlos Fuentes, un imbécil, aprovechándose de mi ausencia en ese acto, se hizo
pasar por “Eduardo Mejía, de El Universal”, y uno de los empleados, de los
pocos que no me conocen, le entregó un ejemplar. Sospecho quién fue, o por lo
menos quién lo envió, alguien tan anónimo como cobarde. Quienes hacen
presentaciones de libros saben que si voy a ellas no tengo tiempo de leer, como
hacen muchos que hacen reseñas sin leer el libro, o que hablan de poesía sin
entenderla. Recibí apoyo unánime, excepto de alguien que debería de
haberme apoyado y que por lo tanto se convierte en el principal sospechoso.
Agradezco las muestras de solidaridad, y resalto la coincidencia entre la
opinión de mi querido amigo Sergio Romano (“sólo hay un Eduardo Mejía”) y de
Alejandra Valadez (“Lalito sólo hay uno”): a ambos, y a todos los demás, muchas
gracias.
Mi amigo Juan
(nombre) Domingo (de parte de padre) Argüelles (de parte de madre), mártir e incansable
promotor de un género cada vez más practicado y cada vez peor ejercido, el de
la poesía, y más mártir promotor de la lectura, acaba de publicar un libro
imperdible: El libro de los disparates.
500 barbarismos y desbarres que decimos y escribimos en español, en una
edición (Ediciones B) muy aceptable y manuable pese a sus más de 500 páginas,
aunque con un acento de más en la contraportada.
Juan, que soporta la lectura de
cientos de aspirantes a poetas, señala una cantidad gigantesca de errores que
se cometen, sobre todo en la escritura; Juan apunta que algunos escritores
inciden en esas pifias, aunque las vemos con mucha más frecuencia en los
periódicos, que cuando menos tienen la excusa de que no están escritos en
español, sino en periodiqués, un lenguaje que nació corrompido, y que corrompe
a los redactores más dotados (en el ejercicio periodístico, digo); hasta los
dirigidos o coordinados por dizque literatos utilizan desapercibido en vez de
inadvertido; sobretodo (abrigo) por sobre todo; abordo por a bordo; lenguaje
binario en vez de maniqueísmo, e ignoran las diferencias entre homófonos.
Podría ser un buen manual para
quienes nos dedicamos a teclear para elegir bien las palabras adecuadas, sólo
que en los diarios tecleamos de prisa, muchas veces sin tiempo para enmendar
erratas ni errores; los manuales y gramáticas enseñan cómo no escribir mal,
pero ninguna cómo escribir bien (adivine mi cita); es de lamentar que los reporteros
y los redactores desaprovechen este libro, que sin embargo no es ésa su
función; no sé qué tanto quiso Juan engañar al decir que es un manual, cuando
en realidad es una muestra de la inutilidad de las enciclopedias por Internet;
Wikipedia –dicen amigos, conocidos y otras especímenes— tiene diez mil menos
errores que la Enciclopedia Británica, y casi siempre, a menos que no quiera
pelearme, pido que me señalen los mil más graves,
y me gano su encono.
Un técnico en computación,
mientras componía en la que trabajo, escuchó una canción en una antología que
puse en el tocadiscos, y me dijo que le gustaba mucho ese cantante; ¿de qué año
será?, se preguntó al tiempo que se puso a buscar en la enciclopedia
electrónica de su mayor confianza: lo encontró y me dijo orondo la fecha de
nacimiento de ese cantante; al mismo tiempo le mostré en una enciclopedia de
rock la fecha real; ésa fue una victoria más, pero inútil, porque para todos es
más rápido consultar en la computadora que levantarse a verificar en alguna
enciclopedia; yo no digo que consulto la Británica: no tengo espacio ni para
ésa ni para la Espasa, que es mi favorita por su precisión para describir
enfermedades, lo que alimenta mi hipocondria, pero hay varias confiables, exactas y precisas, más que las cibernéticas.
La mayor cualidad del libro de
Juan es mostrar la falacia de Internet, de Google, que incurren en errores e
inexactitudes literalmente en miles, decenas de miles, centenares de miles de
veces, y hasta millones, cuando es tan fácil tomar un diccionario; y allí está
otra cualidad de Juan, cuando exhibe la torpeza de la Real Academia de la
Lengua al admitir equívocos sólo por complacer a críticos sin sentido, al grado
de que han convertido su Diccionario en un diccionario de uso en vez de un
diccionario normativo, y muy complaciente.
Juan es riguroso, pero tiene
fallas; una curiosa: confunde pleonasmos con redundancias (rebuznancias,
decimos en las redacciones), no advierte una falacia bastante común: decir
inequitativo por inicuo, e inequidad por iniquidad, ni sanciona a los que dicen
“la poeta” en vez de poetisa, error en que ya incurre la machista Real
Academia, que sin embargo sigue diciéndole actriz en vez de “la actor” a la
mujer que actúa, o hace como que, como correspondería, si se tratara de que las
ignorantes poetisas piensen que un adjetivo dedicado exclusivamente a ellas es
denigrante. Tampoco sanciona “modisto”, que sólo es adecuado en la cinta de
René Cardona hijo con Mauricio Garcés en uno de sus mejores papeles, pero no registra dentisto, futbolisto, ensayisto; tampoco corrige a quienes escriben “se los
dije”. Pero son errores pequeños, y muy difundidos.
Por cierto, hace días alguien
quiso regañarme en facebook cuando dije que se dice gasolinera en vez de
gasolinería (Roberto Gómez Bolaños corrigió, incorrectamente, a Chinchulín, al
decirle que se dice gasolinería al lugar donde se expende y gasolinera a la que
lo vende, y Chinchulún, imbécil, se quedó callado), y me dijo que “era” y
“ería” eran etimologías; tardé varios cuartos de hora en dejar de reírme a
carcajadas. Quien quiera ver la razón de por qué se dice gasolinera, vea el
libro de Juan, quien, por desgracia, donde más tiene razón es en mostrar que
no sólo los
redactores y reporteros fallan al escribir, sino muchos que se
dicen escritores.
A propósito de nada, la excelente, exigente, rigurosa poetisa Mariana
Bernárdez se queja del comadrazgo en la poesía femenina, y tiene razón, Me
quejo más de que haya tan pocos lectores de un género al que tanto le debemos.
Anuncian con pesar que, por culpa de un dolor periférico, Eric Clapton se
retira, cuando menos de los conciertos, y seguramente de las grabaciones,
porque ya le es imposible tocar la
guitarra; hace pocas horas Paul Simon anunció que se retira de la música, nomás
acabe la gira donde promueve (no promociona, como dicen de manera incorrecta
periodistas, editores y publicistas; Juan tampoco sanciona ese mal uso del
idioma, aunque sanciona “precuela”, que demuestra cuán tontos son los neocríticos
de cine) su más reciente disco; lo hace justo cuando encuentra un nuevo
lenguaje, nuevos instrumentos, nuevos ritmos, y acerca más su muy peculiar
ritmo a la música sinfónica; por cierto, dedica una canción muy divertida a
Papa Cool Bell, quien tuvo el prestigio de ser el hombre más rápido del planeta,
capaz, decía, la leyenda, de apagar la luz y antes de que ésta desapareciera
del todo, él ya estaba en la cama, metido en las cobijas; la leyenda puede
exagerar (la hazaña se la adjudicaron en los años cincuenta a Remolinillo,
cuyas acciones se narraban en prosa en los cómics de La Pequeña Lulú), pero Simon comenta algo más real: en una ocasión,
con un toque de bola, logró llegar a tercera base; no se narra que Babe Ruth
pegó un jonrón de cuadro.
Clapton ya había
acusado decadencia y sus discos eran muy caseros, a lo que tiene derecho, pero
sus forofos admiramos su incitación a la inconformidad, su manera genial de
manifestar sus males de amor, y cómo hacía llorar la guitarra; Simon había
perdido vitalidad, pero no mucho. Es lástima que se retire, aunque lo hace en
plena forma, no como Axl o como Slash: debieran de ser otros los que no
volvieran a tocar ni en vivo ni en estudio.
Cada vez admiro más a Arturo Martínez,
no sólo de los mejores villanos de
nuestro cine, buen rival de Lalo González Piporro, no sólo un artesano
hábil como director de churros divertidos y coherentes (casi todos), sino el
protagonista de dos de los mejores momentos de un villano; en Quiéreme porque me muero, de Chano
Urueta, borra al galán Abel Salazar, en un papel muy secundario, como el
insoportable jefe de personal Señor Rodríguez, muy amaneradito, pero sin
exagerar, a lo que eran tan aficionados quienes hacían papeles de afeminados
(otra excepción: Guillermo Rivas, en Ensalada
de locos); pese a lo breve de su papel, se come a todos en esa cinta; y en Policías y ladrones, como El Cocholoco, jefe de una pandilla de
gánsteres compuesta por luchadores profesionales en la vida real, que secuestra
al insoportable Adalberto Martínez y a una bella y discreta Lucy González, a los
que van a asesinar exponiéndolos al olor de gas lp, y para que no se oigan sus
gritos en la calle, ponen en un tocadiscos Garrard un chachachá muy sabroso, “tócale
bien al compás”, y mientras esperan que se rindan, en otro cuarto, Martínez y
sus secuaces comienzan, con discreción pero harto ritmo, a bailar ese chachachá,
cinta con un humor inusual en el director Alejandro Galindo.
No
olvido que Arturo Martínez fue el que disparó la bala que atravesó el corazón
de Juan Charrasqueado, su rival de amores de Miroslava, lo que se comprende,
aunque se hace odioso cuando le explica que, muerto Charrasqueado (lo que le
hacen creer a Miroslava), está dispuesto a sustituirlo, pero como ya fue de él (de
Pedro Armendáriz), no tiene por qué ser por las tres leyes. Reviso la filmografía
de Arturo Martínez y creo recordar haber visto cuando menos 111 de las 180 cintas
en que participó, Juan Charrasqueado la
primera.
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