En algún recuento de los piropos pasados de moda (“bendito
sea el bosque donde cortaron el árbol de donde sacaron la madera con que
hicieron la cuna donde te mecieron… etcétera”, “bendito sea el mármol del que
construyeron la pila del agua bendita donde te bautizaron…) Carlos Monsiváis
afirmaba que la manera correcta de emitir un contundente “mamacita” era
adelantar la mandíbula y apretar los dientes, con los labios semicerrados; hay
que agregar que debe murmurarse la
palabra de tal manera que sólo la escuche la pretendida, que por lo regular es
una desconocida, y que elogiarla remitiéndola a las más oscuras veredas del
complejo de Edipo, pocas veces tenía consecuencias favorables; por lo regular
se hacían las desentendidas, y alguna que otra reaccionaba con un “¡atrevido!”,
en la literatura o el cine, o un “pelado” en la vida real. Mi amigo Marco
Antonio Pulido aseguraba sin embargo que un conocido suyo tenía éxito cuando
menos una vez al día y encontraba respuesta favorable para hacer que las
pasiones se conservaran encendidas, y lograba, cuando menos una vez al día, un
encuentro furtivo sin más consecuencias que un par de horas de las que no
tenían que hacer aclaraciones a sus respectivas parejas.
La
reciente propuesta del “jefe” de “gobierno” del Distrito Federal, de
proporcionar silbatos con colores no aprobados por la mayoría, para que las
mujeres se defiendan de los acosadores, más allá de las bromas por lo inoportuno
de las palabras, de los colores y de los malos entendidos, puede alejar a los
acosadores, que de plano demuestran y exponen sus complejos y sus
frustraciones; lo malo es que puede acabar con la tradición de elogiar la
belleza femenina; en alguna canción, Jorge Negrete declara que “me gusta echar
mis piropos cara a cara a la mujer, y no chifliditos tontos (fiu-fiu, en una
torpe onomatopeya) copiados no sé de quién”, sin que hubiera protestas de parte
las aludidas; en Dos tipos de cuidado
Infante intenta pedalearle una bicicleta a Negrete diciéndole que si no (una
serie de sonidos intencionados e ininteligibles) nomás un ratito, y lo único
que ella contesta es un coqueto “no seas malora, Perico”. En la misma cinta,
poco antes, Yolanda Varela reclama a Infante una serie de aventuras fugaces, y
éste las explica de manera poco convincente, hasta que ella señala a una
empleada de correos, e Infante, gozoso, califica esa aventura como una “entrega
inmediata”. Varela termina la relación, y después dice que sólo lo quiso
presionar, pero que se le pasó la mano.
Negrete,
ante la negativa de Carmelita González de asistir a una kermés, no encuentra
inapropiado conseguir la compañía de otra jovencita (la que Infante intenta bajarle), y caballeroso, dice a González que no la puede dejar plantada
porque es un caballero. Cuando Infante le había querido jugar contras, estaba
con otra cariñito de un instante, a la que busca embriagar, y uno puede suponer
las intenciones: en una kermés hay bodas falsas que permiten a los participantes
simular el maridaje y jugar de manera un poco más atrevida. Todas las escenas
de Dos tipos de cuidado serían
impensables en estos meses, porque hay acoso, asedio, conspiración, y los dos
galanes, ya entrados en años pero que se fingen veinteañeros, sólo respetan a
la que va a ser su esposa. Después, ni volverlas a ver.
Desde
luego que no es la única cinta donde hay acoso sexual, donde las mujeres
reciben casi siempre orgullosas piropos y galanteos: “¡qué buena estás!”, grita
a Infante a una Marga López agringada y a quien Infante supone ignorante del español;
un grupo de enlutadas llora cuando Víctor Manuel Mendoza, en una fantasía,
elige a López para esposa: ¿quiénes son?, pregunta ella, y Mendoza, orgulloso,
declara que son “las abandonadas”, por lo que uno puede suponer que hubo
razones de peso para que esas abandonadas lo sean, y no sólo suspirantes; en
esa misma cinta, cuando ve las cadeiras bamboleantes de una transeúnte, después
de un titubeante (a propósito) “álgame Dios, cuerpo de tentación”, ella, de
cara no tan agradable como el nalgatorio, se acerca, ofrecida, mientras la
abuela Sara García, en vez de reprenderlo por faltarle el respeto a una mujer, completa la frase: “y cara de arrepentimiento”; la escena termina
cuando Infante dice que no se dirigía a ella, sino a su abuela (¿diciéndole
cuerpo de tentación?) la ofendida completa: “su abuela”, pero en tono de
mentada (o mencionada). En Calabacitas
tiernas Germán Valdés atisba con mirada golosa los traseros de Nelly
Montiel, Amalia Aguilar, Rosina Pagés y sobre todo el de Rosita Quintana, mirada
ante la cual las transeúntes de ahora pitarían el silbato y acusarían lascivia.
Igualmente, Antonio Badú e Infante inspeccionan con la mirada los traseros de
Carmelita González e Irma Dorantes, suponiéndolas sirvientas de la casa del
presidente municipal que los tiene presos no por acosadores, él mismo lo es, sino
por tramposos y alborotadores; ellas no protestan, más bien se muestran
complacidas (ya se ha comentado en este blog que, en una ceremonia de
coronación municipal, las invitadas reaccionan con respingos cuando Infante
pasa tras ellas, lo que hace suponer “tocamientos”); más asombrada que
ofendida, Margot Kidder se queda paralizada cuando Christipher Reeves le hace
un “tocamiento” en los glúteos no tan inocente pero que parece involuntario cuando
Kidder le muestra las oficinas de El
Planeta, en la primera cinta de la saga de Supermán de los años ochenta;
más complaciente Kim Bassinger permite que Michael Keaton le quite el rollo de
fotografías que había escondido en el escote. En Sí, mi vida Rafael Baledón pregunta su su supuesta prima Silva
Pinal que cómo está, y ella, orgullosa, proclama que “muy buena”, que se presta
más a la descripción física que a la espiritual; sólo queda confirmar que Pinal
no mentía. A propósito de esa frase, un grupo de mujeres, que en grupo se
envalentonan, preguntan a Infante que si su amigo Jorge Bueno “está bueno”. Abundan en nuestro cine las alusiones a lo buena que está una mujer, que por lo regular agradece la observación. No sólo: en el cine y la literatura: Roy Orbison, Elvis Presley y Jim Morrison en alguna canción aluden a la belleza física de una mujer, sin que nadie se ofenda.
¿Cómo
diferenciar el acoso del coqueteo? En tiempos menos feroces se decía que el
hombre avanzaba hasta donde la mujer lo permitiera, y que debería entender que
ante un “no”, tendría que detenerse, aunque luego algunas reclamaran: dije que
no pero no quería decir no, con tono de “estúpido, sí quería”. ¿Detenerse ante
la resistencia? ¿Y si ellas veían al hombre como diciendo “por qué te
detienes”? ¿Cómo saber si se sienten halagadas u ofendidas ante un piropo?
Las
mismas palabras, la misma mirada, el mismo piropo dirigidos a la misma mujer
por parte de dos hombres diferentes pueden tener distinto impacto: los de uno
las irritan, molestan, insultan; las de otro las halagan, se sienten mimadas,
elogiadas, agradecidas; ¿es la lujuria en el tono, en la mirada? Por no hablar
de otra posibilidad: la de quienes esperan que algún hombre las piropee, para
dar a entender lo dispuestas que están a seguir escuchando esos piropos. A
veces son ellas las que sostienen la mirada, las que parecen sonreír con los
ojos, que es más insinuante que la sonrisa; ellas las que sonríen en un
encuentro inesperado o fortuito, incluso a un desconocido, sin que signifique
coqueteo, o por lo menos no tan inmediato. Conozco el caso de una mujer a la
que el suegro le decía: “esos ojos, esos ojos”, y en Colombia un joven,
apellidado Mejía, denunció que una morena bastante hermosa lo acosaba, se le
repegaba, lo rosaba (sic; así está la
ortografía en los periódicos mexicanos); por temor a ser acusado de acoso, no
se alejó mucho; en respuesta a su queja, lo han llamado gay.
Esto
sucede en tiempos en que la iniciación sexual tiene lugar casi seis años más
temprana que cuando se creía que era demasiado pronto, algo que alarma porque,
dice Salma Hayek, coger diario hace que se pierda el encanto; o como decía la
grupie mayor de la cultura mexicana, “de tanto que se da una se queda vacía”. Las
que pueden divulgar sus intimidades confiesan que a los 14 años y que les
dolió, lo que habla de un desequilibrio, que no va a arreglarse con la nueva
orden de que no pueden matrimoniarse los menores de 18 años, ni siquiera con la
venia de los padres, que mediante la tintorería de la boda limpiaban muchas manchas
(Guillermo Álvarez Bianchi, a Enrique Rambal, en El día de la boda). Una cosa es la realidad y otra la teoría. ¿La
represión conlleva violencia?, ¿los abusos, los tocamientos, los acosos, las
palabras lujuriosas son producto de la incapacidad de relacionarse hombres y
mujeres?
Grace
Kelly no se molesta cuando, al alejarse, Bing Crosby le pregunta si ha
adelgazado; la protagonista de la canción de Beni Moré usaba relleno para que
los hombres la tuvieran que mirar aunque después, sin siquiera averiguar, se
supo que las mujeres son muy bobas si
nos tratan de engañar (como la protagonista de un relato de Cristina Pacheco,
que con tarzaneras con relleno vuelve a enamorar al marido). ¿Son tiempos de mojigatería, o para atenuar las soledades arrepentidas de las que arrastran un niño y recuerdan a un hombre.
Al caminar de Reforma y Juárez a Juárez y San Juan de
Letrán, o del otro lado de la Alameda, por avenida Hidalgo de Juan Ruiz de
Alarcón a Rosales, uno se encontraba con un buen número de librerías: El
Caballito, Librería del Prado, Porrúa, Librería del Sótano, Otero, Libros
Escogidos, Librería de Cristal, más dos o tres de lance; además estaba el
recuerdo de la Zaplana, pero quedaba otra Zaplana, por San Juan de Letrán, tres
cuadritas hacia el sur más otra en
Juárez (¿Libros Técnicos, se llamaba?) y otra en San Juan de Letrán; podía
cruzarse San Juan de Letrán (entonces se podía, además de que había camellón a
la mitad de la calle) y llegar a la Madero, en Madero, y en 5 de Mayo estaba
otra De Cristal, otra Porrúa, Munguía, y tras pequeñas pero bien surtidas,
hasta llegar al Zócalo, donde aún quedaba una con nombre de otras épocas, como
El Volador.
Quien
atendía Otero (¿era el nombre del dueño o de la librería?) era seco y áspero,
pero encaminaba al cliente hacia lo que él imaginaba que podía interesarle; en
Libros Escogidos Polo Duarte siempre tenía un tema para platicar, chistes de moda,
y apenas entraba alguno de los habituales, se le iluminaba la cara, y sacaba
quién sabe de dónde un libro, novedad o una edición rara, que sabía que lo iba
a entusiasmar; los más frecuentes esperaban la hora del cierre para compartir
con Polo una o dos cervezas en El Golfo de México o en El Horreo; menos
familiar era la Librería del Prado, pero cualquiera que recibiera al cliente
(don Félix, Carlos Hernández, Humberto, Álvaro) conocían sus gustos, ya le
habían apartado lo que pedía, o ya lo habían telefoneado para avisarle de un
embarque de España, con títulos interesantes; cada semana, durante un año, las
Selecciones del Séptimo Círculo; cada mes, un tomo de Peanuts; era frecuente encontrar a periodistas, actores,
escritores, en amable tertulia, más discreta pero no menos entusiasta que las
que hacía Duarte, mero enfrente. A veces, en la pequeña oficina al lado del
local abierto, la invitación de un café o un té, acompañada de una petición,
siempre extraña pero siempre incitante: localizar un texto antiguo que usarían
para una edición especial, o el regaño por una reseña apresurada; con Carlos
Hernández, un café en el Sorrento o en
el Sanborns, lleno de pláticas divertidísimas que siempre desembocaban en el
relato de un encuentro casual que había originado un libro; en la Del Sótano,
un siempre ocupado Gerardo López Gallo salía de su despacho para informar que
había encontrado un título raro que nos había guardado antes que lo encontraran
Otaola, o Raúl Renán; la invitación: espérese a que termine esto y luego nos
tomamos una copa (antes, llevar a Irma, la cajera, a su casa en Tlatelolco), y
la plática durante dos o tres horas siempre hablando de literatura; si en la
Del Prado y en Libros Escogidos los clientes tenían crédito, en la Del Sótano,
un descuento mayor al habitual.
Cada
lunes la Porrúa cambiaba el orden de la vitrina exterior y ponía al frente las
novedades de la semana; era la única de todas que atendían en un mostrador,
aunque los empleados, amables, mostraban con rapidez el título que se pidiera;
el mostrador de Libros Escogidos era pequeño, y el visitante podía revisar a
placer los plúteos y todos los libreros, retacados de piso a techo; en la Del
Prado el mostrador ocupaba un lugar apenas mayor que la caja, y los libros
estaban expuestos en un anaquel y en las paredes; en la Del Sótano había,
además de libreros por todas las paredes (al principio, pequeña, fue creciendo
hasta abarcar un tamaño casi tan grande como los de las Zaplana), y mesas que
mostraban títulos por especialidades; en la entrada, libros de lujo, y ya en el
interior, por novedades, y luego por editoriales.
La
Zaplana parecía descuidada, pero la vigilaban rigurosamente, porque las mesas,
bien dispuestas y con libros arriba y abajo, propiciaban que se agacharan los
clientes y se escondieran de las miradas de los empleados.
Las
Librerías de Cristal combinaban el local cerrado con los espacios abiertos, y
en las vitrinas exteriores, las novedades, pero cada módulo albergaba
especialidades.
Más
allá del corredor de librerías asentadas en la Alameda, en Insurgentes Centro y
principios del sur, reinaba la Hamburgo, con Navarrete que había comprado el
local al fallecimiento de don Andrés Zaplana; cualquier día de la semana se
topaba el visitante con escritores ilustres, unos amables y otros muy mamones,
que escudriñaban las apretadas mesas con novedades, las cercanas a la caja, por
especialidades o editoriales las lejanas (cerca de la entrada, en un muro de
carga, las policiales, donde podía uno encontrar más o menos la mitad de El Séptimo
Círculo, la original). El “Quihubo campeón”, el saludo de Navarrete (o el más
discreto pero también cálido de Islas) reconfortaba, y anunciaba también que
nos tenía una sorpresa.
En
Reforma, en un espacio pequeño, dos librerías entrañables: una variante de las
Porrúa donde conseguí casi todos los primeros libros de José Donoso; en donde
había estado una librería del Fondo, la Antigua Robredo; la original Robredo
fue afectada por las obras del Templo Mayor, y emigró; dos Rafael Porrúa
atendían con timidez no exenta de amabilidad. Escondidos, los tesoros que
rescataron del local original, y donde conseguí, azorado, la primera edición de
A la orilla del mundo, de Octavio Paz. (Aún
tengo buena memoria: recorro mis libreros y recuerdo en qué librería encontré,
conseguí, compré, casi todos ellos; de casi todos, si no la fecha, la semana;
por eso me estremeció la anécdota contada por García Márquez del jubilado que
acomodó sus libros no por autores ni por editoriales, sino por el orden en que
los fue leyendo.)
Más al
sur, además de la Universitaria, con Raúl Guzmán, siempre irónico, no parecía
la bodega de clavos en que después se convirtieron las libreras de la UNAM; y
cerca de la glorieta del Metro Insurgentes, Roberto, pirateado de la Del
Sótano, regenteaba una pequeña librería que tenía tesoros importados de Cuba o
de Argentina (y cerca, una disquería asombraba con las rarezas que ofrecía y
que los Mercados de Discos escondían).
En casi
todas esas librerías los empleados, los dueños, los encargados, conocían a
todos sus clientes a partir de la tercera visita, sabían sus gustos, qué los
entusiasmaba; si no llevábamos dinero nos permitían llevárnoslo a crédito, o lo
guardaban o lo escondían hasta que regresáramos por él.
Las
nuevas librerías, que se atribuyen un hilo negro que ya existía desde
principios del siglo XX, carecen de la calidez, la magia, la plática, la
tertulia; queda uno que otro librero que sobrevive de aquella época que, mucho
me temo, comenzó a derrumbarse con el sismo del 19 de septiembre de 1985. Ya no
encontramos a Polo, a don Félix, a Carlos, a Gerardo, a Roberto, a los anónimos
pero amigables de la Porrúa; a lo mejor existen locales, pero apenas uno que
otro librero que sabe.
Una iniciativa para poner en alguna de las treinta y tantas
constituciones reglamentar horarios y salarios del personal doméstico me hace recordar
una anécdota que me contó mi amiga Margarita García Flores, de cuando algunas
intelectuales mexicanas intentaban sentirse feministas, y en la lujosa casa de
una de ellas, muy famosa y muy premiada, discutían sobre cómo promover y
reivindicar los derechos de las mujeres, y se enardecían ante el recuento de
las injusticias e iniquidades sufridas por la mitad (más o menos) de la población; y cuando
más embaladas estaban, la anfitriona preguntó “muchachas, ¿quieren más café y galletitas?”,
al tiempo que agitaba con delicadeza una campanita para llamar a su sirvienta.
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