Casi todos los conjuntos, sobre todo de rock (aunque no se
excluyen de otros géneros y sobre todo, de cantantes de distintos ritmos: Pérez
Prado, Los Panchos, Pedro Infante), han permitido o propiciado un producto
extra en su discografía, una reunión de (grandes) éxitos; gracias a ellos se
conocieron en México canciones de Rolling Stones antes que llegaran los discos
originales y originarios; llegó casi al mismo tiempo el disco que reunía
canciones de Beatles y Four Season, y hay oldies but goldies, más los dos
dobles después de la separación, y con el temor de una reunión, en diferentes
versiones; hasta Lennon, iconoclasta, tuvo su recopilación de piezas más
conocidas, por no decir de Crosby, Stills, Nash & Young con su disco de
éxito aunque sólo llevaban dos LP.
El más
rocanrolero de los escritores mexicanos, José Agustín, acaba de publicar una
segunda versión de Hotel de corazones
solitarios (Grijalbo, 2018, 355 pp. más blancas y colofón), donde se reúnen
muchos de sus textos acerca de la música; antes antes antes, casi al mismo
tiempo que Inventando que sueño,
apareció en la ahora mítica y añorada Cuadernos de la Juventud, editada por la
sección juvenil del PRI (INJM, ahora Injuve; colección dirigida por Píndaro
Urióstegui, y donde también publicaron Gerardo de la Torre, Juan Tovar, José
Joaquín Blanco, Rosario Castellanos, Emmanuel Carballo, René Avilés Fabila,
Agustín Yáñez), La nueva música clásica,
inocente pero fresca y sincera visión del rock cuando éste era atacado, aún,
por prensa, radio y televisión; ingenua y valiente, hay que agregar, porque sus
juicios de valor eran arriesgados, además de informativos; visión fresca, pero
bien documentada, y que puso al alcance de los lectores una suma de opiniones
sobre cantantes, compositores y conjuntos que sobrepasaban la que tenían los
lectores, atenidos a las no muy bien surtidas Yoko, Hip 70 y muy pocas más
tiendas de discos (ahora, casi desaparecidas). Contenía una muy divertida
traducción de “I’m the walrus” y una interpretación de discos bastante
atrevida, pero eficaz.
Una
segunda versión (Universo —subsidiaria de Diana— 1985, 436 pesos de entonces),
más informada, más culta y tal vez mejor escrita, no mejoraba la frescura y
audacia de esa primera versión, que lo apenaba un tanto por afirmaciones
tajantes como aquella de “la única y verdadera cantante mexicana”, aunque
tampoco la desmentía.
El
apego de José Agustín al rock era tan evidente que los epígrafes de sus libros
eran canciones (Rolling Stones, Dylan, Traffic et al) y los personajes decían, de vez en cuando, versos de algunas
canciones, no siempre sus favoritas.
(Confesión
inesperada: la primera vez que oí el disco de Blind Faith fue en su casa, en
compañía de Jesús Luis Benítez, una tarde-noche de noviembre de 1972.)
Además,
ha publicado otras notas en otros libros, como la primera versión del Hotel de corazones solitarios (Nueva
Imagen, 1999), La ventana indiscreta
(Conaculta, 2004), La Casa del Sol
Naciente (Nueva Imagen, 2006), Contra
la corriente (Diana, 1991) y, de pasadita, en Vuelo sobre las profundidades (Lumen, 2008), Los grandes discos del rock (Planeta, 2001). (Ahora que reviso la
bibliografía incluida en la tercera de forros descubro un título que no tengo, La contracultura en México, por lo que
ignoro si habla de rock; más bien, si sólo habla de rock o apenas lo menciona.)
No todos estos textos son ensayos formales, muchos, sobre
todo los primeros, son reseñas, pero no se limitan a reseñar algún disco,
también proporcionan información que beneficia al lector, porque da
antecedentes de los roqueros, detalla sus obras más importantes, y luego entra
en detalles; ésos, los primeros, están escritos con el lenguaje que molestaba a
sus primeros críticos, con desenfado, con lenguaje coloquial y a ratos
alburero, y con juegos de palabras muy al estilo de La tumba, casi siempre frescos, pero a veces distraen del sentido
de la nota.
Como se
trata de un Past Master 1 & 2, la
mayoría de las notas fueron recogidas, perdón, en los libros mencionados antes,
y juntas, muestran una de las facetas de José Agustín: mago de la palabra, uno
de los mejores narradores que ha existido en México, convence al lector de lo
que dice, aunque haya más adjetivos que argumentos; no es característica
exclusiva suya: casi todos los que hemos escrito sobre música hacemos lo mismo,
porque es difícil, además de aburrido, e inútil, demostrar las cualidades de
los músicos, a menos que lo que se desee resaltar sean cualidades literarias:
los desenfrenos eróticos de Lara, la picardía de Rubén Fuentes, la rebeldía y
afán de libertad en Francisco Gabilondo Soler, la iniquidad entre la riqueza
musical y la ineptitud literaria de Alfredo Carrasco, el erotismo fresco pero
no inocente de María Greever; más difícil aún en el rock, en donde hay tanta
variedad no excluyente: admirar a Ry Cooder no impide admirar a Eric Clapton,
ni la admiración por éste excluye a Steve Winwood (de quien habla poco Agustín,
por cierto).
Sin
embargo, hay un texto que sobresale, el que dedica a José Agustín Ramírez, su
tío suyo de su, por quien firma sus libros sin apellido, como lo explica en la
primera de sus autobiografías.
No, no
es por hablar de música mexicana no roquera; ya lo hace en un texto sobre José
Alfredo, que no puedo desmentir sino acompletar aunque en algo lo contradigo:
para mí, más que una profunda tristeza o nostalgia, Jiménez asfaltó la canción
ranchera, la puso en el ámbito citadino sin más nostalgia que alguna que otra
pieza de remembranza (“Camino de Guanajuato”, por ejemplo); trasladó al
provinciano a las calles de la Guerrero, le puso horario de oficinista, pero no
le quitó el azoro ante las costumbres citadinas, y se atrevió a mostrarse
humillado, a rogar sin cansarse a una mujer, a la que sólo le pide no un
poquito de esperanza, sino lograrla (oséase…) o dejar de vivir: lleva el amor
hasta sus últimos extremos, aunque después de conseguirla vaya tras otra con la
misma pasión, pero es de temerse que no con la misma eficacia sexual que la
presumida por Álvaro Carrillo (“tanto tiempo disfrutamos este amor”, por
ejemplo). Repito que su visión no excluye la mía, ni al contrario. Un acierto de Agustín es
calificar de blues a la música de Jiménez; aporto que, como Ray Davis en
“Lola”, se atrevió a lo ambiguo: “di que vienes de allá, de un mundo raro…
porque yo a donde voy hablaré de tu amor como un sueño dorado”; los tiempos han
cambiado; quienes no se atrevían a mostrarse como eran, y sólo lo insinuaban, se calificaban como “raros”.
Pero el
texto sobre su tío, el excelente compositor guerrerense, es uno de sus textos
no narrativos más bellos, cálidos, y de gran eficacia literaria: conmueve al
lector, retrata al personaje como un bohemio, al que a ratos lo sepulta la
afición por el alcohol, o lo distrae la pasión por alguna mujer, de las que
tuvo varias sin hacerlas infelices, como sucede con los que conquistan a
muchas. El relato sin ficción tiene tanta belleza como sus textos
autobiográficos: es alegre aunque lo que narra no sea el de una vida feliz
(aunque tampoco fue infeliz), lo describe como alguien alegre aunque a veces le
gane la inquietud y la melancolía, que no la nostalgia. Las anécdotas que
cuentan consiguen que el lector imagine al personaje sin haber visto retratos
suyos; consigue también que se sienta el ámbito de sus canciones, y hace que uno
las busque para volver a escucharlas con otros oídos; es un rescate formidable
de un músico formidable, del que insinúa que por su falta de ambición una de
sus mejores canciones se la haya adjudicado como suya su amigo y compadre Lorenzo
Barcelata, lo que es muy creíble porque de Barcelata no se conocen muchas
piezas de esa calidad, y las que sobresalen son por su carácter alburero (“En
medio de la sabana / gorgorea un coconito / y todos los días su nana/ le baja
maiz del cerrito / así le baja tu hermana / al otro buey su maicito… cuando dos
quieren a una / y los dos están presentes / el uno cierra los ojos / y el otro
aprieta los dientes” –“Coconito”— ; “Cuando te quise te pusistes muy mañosa / y
por el mundo te me echastes a correr / busca otro maje porque ora no me toca, /
tú ya no soplas como mujer… ese tiempo feliz ya no me importa / no estás de
moda, ya no es ayer / por qué me sigues y me dices que no me horcas / y tú ya
no soplas como mujer… busca un espejo pa’ que veas estás muy chocha / ya no me
cuadras como me cuadraste ayer / quiero que sepas que tengo otra muy piocha / y
tú ya no soplas como mujer” –“Ya no soplas”— “Ay qué buena está mi ahijada /
pa’ qué la habré bautizado” –“El arreo”—), y las afortunadas coplas de retache
de Allá en el Rancho Grande, aunque
es más afortunada la frase con que le contesta Tito Guízar al propio Barcelata:
“eso que me dijiste en verso quiero que me lo repitas en prosa”. Ramírez tiene
una calidad a la altura de los mejores compositores contemporáneos suyos, pero
sobre todo el retrato que traza su sobrino es por la persona, el generoso, el
que alienta y ayuda, el que está cuando se necesita, el que reconforta y
alienta, el que es imprescindible y se le extraña cuando ya no está.
Está
incluido un texto tanto de cine como de literatura, “El asesino de Sherlock
Holmes”, que tuvo la generosidad de dedicarme, por una columna de reseñas
librescas que sostuve por algún tiempo, “El sabueso de las Baskeville”, título
que me regaló Hugo Martínez Téllez, y que se refiere a un tipo de letra casi en
desuso; habla de uno de los personajes más entrañables de la literatura,
pionero del género policial y de deducción, imposible de imaginar ahora por sus
vicios privados (cocainómano, misógino, sospechoso de homosexualidad no
confesada, desprecio por la autoridad, menosprecio por los inferiores a él,
oséase casi todos); habría que recurrir a él para saber por qué en ese texto,
por supuesto uno de mis favoritos, se acumularon las pocas erratas que hay en
el volumen; la más curiosa de todas: Clonan
Doyle.
En fin,
en este Past Master está el Agustín
menos apreciado, que si es algo menos bueno que el formidable narrador que
siempre ha sido (confesión no pedida: De
perfil es una de las tres novelas que releo cada año, y cada vez le
encuentro algo que no había visto o entrevisto), es también imprescindible, por
lo que enseña y lo que contagia (entusiasmo, pues).
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