¿Cuántos hombres has tenido?, pregunta Meryll Noe Blake a
Liz Hamilton; ¿Después de cuántos eres puta?, pregunta a su vez el personaje de
Hamilton: ¡Tres!, dice rotunda Blake (Blake es el personaje interpretado por
Candice Bergen; Hamilton, el que interpreta Jacqueline Bisset, en Ricas y famosas, cinta dirigida por el
por lo regular sutil y delicado George Cukor, en 1981). No hay disimulo: la
palabra que no se atrevían a pronunciar antes de esa fecha era slut, o sea puta, o guarra en el
lenguaje madrileño.
Esto, a
colación del más reciente libro de Humberto Musacchio, en el que con
exuberancia lexicográfica y filológica enumera las diferentes maneras de llamar
a las que venden placer a los hombres que vienen del mar, como descaradamente
cantó Lina Boytler en La mujer del puerto
(Arcady Boytler, 1934), en el breve De
banqueta y canapé (Luna Media Comunicación, 2017), tan breve que puede
sostenerse con una sola mano.
Con
picardía (le llama “bello” al vello púbico), hace gala de conocimientos a lo
largo de cinco siglos y cacho de cómo se referían hombres y algunas mujeres a
las que se dedicaban al comercio carnal; abreva (verbo muy de su gusto pero que
ahora disimuló) en historiadores, registros, poemas, novelas, de autores desde
la Colonia hasta las primeras décadas del siglo XX, por lo regular con justicia
aunque se le escape uno que otro adjetivo no siempre amable. Por géneros,
épocas, estilos de vida y hasta barrios citadinos, describe cómo se le llamó a
quienes despertaban bajas pasiones entre funcionarios del gobierno, del clero,
de la milicia y sobre todo entre los hombres que no encontraban cómo desfogar
sus ardores (”Great balls of fire”, los describe Jerry Lee Lewis), fuera un desahogo
o una urgencia (“It’s now or never, be mine tonight”, urgió Elvis Presley), o
para encontrar el aroma de labios que no fueran de la gélida esposa, o a buscar
calor del nido que se deja en el olvido.
Llama
la atención el número de calificativos con que se cataloga a las mujeres a
quienes la vida en su avalancha arrastró (favor de hacer una pausa para evitar
la sinalefa); Musacchio, hombre con conciencia, aclara que la mayoría de las
pecadoras lo eran por cuestiones sociales y económicas (aunque cualquiera mal
haga), como las protagonistas de las obras de Gamboa, de Micrós, de los poemas de Plaza y de Acuña; no se distinguen, en las
consecuencias, de las víctimas del engaño que van por la vida recordando a un
hombre y arrastrando a un niño, que se creyeron las promesas de quienes las
usaron y las olvidaron (aunque hay que hacer un espacio a una categoría especial, la de "la costurerita que dio su mal paso / y lo peor de todo, sin necesidad", la personaje de un poema de Evaristo Carriego, compilado por Luis Miguel Aguilar en su excelente antología de poesía popular, y recordado, el poema, por Jorge Luis Borges en sus lecciones sobre El tango, editado recientemente por Lumen).
Hay que
hacer notar la diferencia notable de la escasez de adjetivos en los
diccionarios, incluidos los de sinónimos y antónimos, con los recogidos
(¿sustantivo?) en los diccionarios de Corripio (29) y Casares (cerca de cien),
muy superiores a los del DRAE y otros
más puritanos, sobre todo en las definiciones. Y eso que Musacchio no se detuvo
en el delicioso Los adjetivos de la
lengua española, de Honorato Colmenares (edición de autor, 1979), quien encuentra
en cada uno un motivo para asestárselo a las pobres damiselas (“Fácil, galante,
cortesana, liviana, casquivana. Son adjetivos que se emplean eufemísticamente
para no usar el más crudo de mujer pública ni los nombres substantivos:
prostituta, ramera, piruja, etc.”); se hubiera divertido bastante.
Aunque
menciona unas cuantas películas en las que las mujeres caen en el arroyo
(algunas después son rescatadas por hombres decentes que además le componen
canciones que cantan Emilio Tuero y Fernando Fernández –Jorge Negrete, una sola
en toda su carrera y eso que le tocó la época de oro de las pecadoras, perdidas,
aventureras, callejeras, pero con el gesto alegre de Ninón Sevilla o Meche
Barba), se le escapan muchas que narran las que sobreviven a la tragedia
gracias a su carácter y a la mala memoria de sus maridos. Sobre todo, las que
pueblan canciones que narran las vivencias de las que sólo son pasivas,
cariñitos de un instante y no volverlas a ver, las que como aberrantes vivirán,
y consciente o inconscientemente viven con el temor de una indiscreción que las
convierta en las señoras Bovary de la actualidad.
Otro
punto en el que hay que ahondar (sin albur ni insinuación): ¿el límite de
relaciones copulares (oséase, fuera de matrimonio, o antes) es de tres, en la
actualidad? ¿Los amigovios, los amigos con derechos, los experimentos, las
parejas que viven con el terror de la estabilidad, son lo mismo que las
aventuras premaritales de antes; las fiestas y despedidas donde por no dejar se
dejan, las convierten en las mujeres dignas de los adjetivos que recoge
Musacchio? Los matrimonios prematuros durante las Guerras Mundiales y los
períodos inmediatamente posteriores, que fueron definidos por Carlos Barocela
con tanta precisión: “hay tanta adolescencia apresurada y tanta soledad
arrepentida”; las épocas de crisis social, política, económica han
desestabilizado las relaciones de pareja, por no mencionar que las presiones
provocan que se inicien mucho antes que lo que se acostumbraba en las épocas de
López Velarde, que recurría a las damas galantes sin precaver la gota
categórica, o conformarse con evocar a la prima a la que se "la deba" la
costumbre heroicamente insana de hablar solo, a falta del amor amoroso de las
parejas pares. Nadie se escandaliza de que no se expongan sábanas con manchas
de púrpura. Oséase, ya nada es lo mismo.
Claro,
no se le puede reprochar la ausencia de pasajes de Casi el paraíso, de La región
más transparente o De perfil, en
la que si no hay una apología, hay una visión casi cómplice de las prostiputas:
ya son muy recientes; en cambio se le puede reprochar que nos haya escamoteado
el cartel de El camino del infierno,
anunciado pero no incluido, y la omisión de un cartel de El baño de Afrodita, con las argentinas piernas de Rosario Granados,
única cinta donde ésta no es pudibunda y sí tentadora, y el calificativo que
merecería la poseedora de la bruna cabellera y las lianas del cuerpo retorcidas
en el torso viril que la subyuga con una gran palpitación de vidas.
Como es
costumbre en las ediciones de los pescadores de perlas, se fueron varias
erratas, la más curiosa: la ausencia de un acento en el nombre del encargado de
la edición.
(Ojo: todo el escrito, como ha visto el lector atento, es
una casa de citas.)
(Otro ojo: esta reseña fue censurada en alguna que otra publicación.)
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