Miguel Inclán
Si Alfonso Bedoya tiene la mejor actuación como villano en El tesoro de la Sierra Madre, Miguel
Inclán es el favorito por la multitud de papeles que hizo como el malo: uno de
los momentos en que el espectador odia más a un personaje es cuando don Pilar,
condescendiente, dice que a cambio de la caridad de permitir que vivan en sus
cuartos La Muda y Chachita, desalojadas mientras Pepe el Toro está
en Lecumberri (una de tantas veces), Chachita
puede servir de sirvienta, pese a la mortificación de La Romántica (a quien más bien la conocemos como La Chorreada); después, don Pilar,
enloquecido por falta de marihuana (él dice piloncillo), arremete contra La Muda y le causa la muerte (Nosotros los pobres).
Ésa no
es la peor villanía que comete Inclán; en una cinta en que se llama Don
Carmelo, agarrar a golpes de bastón a cuanto niño en situación de calle
encuentra, aunque esté ciego, y pretende cometer abuso sexual en una
adolescente que lo provoca para que escape uno de esos niños pobres y
abandonados de la mano de Dios y de sus padres (Los olvidados).
Poco
antes, cuando se llama Filiberto, se aprovecha de todos los alfareros para
explotarlos y obligarlos a que le den la mayor parte de sus ganancias, hasta
que un pocho ayuda a las víctimas a defenderse del usurero; para malas, su hija
lleva las de perder ante una gringa desabrida que le baja el novio (Guadalajara pues).
También
como don Damián soliviantó a las multitudes para que lincharan a una bella (es
un decir) indígena por suponer que antes que él, otro la vio encuerada; y no se
le hizo con ella pese a que logró encarcelar al novio de ella, le echó a perder
su cosecha y lo obligó a que perdieran su cochinito, su único patrimonio (María Candelaria).
Como El Chueco Gallegos fue uno de los
matones contratados para asesinar, en pleno Teocaltiche, a los papás de Chava,
y luego, a punto de ser ajusticiado, ruega por su vida y a traición intenta
rematar a Chava, pero no por nada a éste le dicen El Ametralladora (Ay,
Jalisco, no te rajes).
Pero
tal vez éstos no sean sus papeles de malvado más terribles y a ratos
insoportables, sino el que interpreta a don Patricio, quien sin ninguna piedad
arrebata un radio a la más lastimera madrecita mexicana, cuando estaba oyendo a
su hijo consentido dedicarle desde México una canción en pleno 10 de mayo (Cuando los hijos se van). Cabe decir
que, además, alteró los papeles e hizo crecer una deuda de manera fraudulenta
para abusar de Sara García.
En Ni sangre ni arena es un torpe jefe de
policía que confunde a Cantinflas con un torero pedante llamado Manolete. También contra Cantinflas se
vuelve a confundir al creer que el manso Margarito es el buen bandido Siete Machos (que da título a una de las
más divertidas cintas de Mario Moreno). En Aventurera
es un feroz vigilante bajo el mando de la cruel Andrea Palma, para mantener
sumisa a Ninón Sevilla, a quien desea, muchos dirán que con razón, y la somete
a maldades sin fin.
No
siempre la hizo de malo: en Mexicanos al
grito de guerra es el presidente Benito Juárez, quien escucha atento a un
vendedor ambulante que le lleva noticias de una conspiración extranjera. Sobre todo, en Salón México es don Lupe, policía bueno que somete al villano
Rodolfo Acosta y protege a la lastimera callejera y mala bailarina Marga
López, y hasta la suple para visitar a la hermanita inocente Silvia Derbez,
para que no se entere de que López se vende para mantenerla.
En La tienda de la esquina, Inclán es un
marido al que lo engañan casi en sus narices, único drama en una cinta llena de
juegos de palabras (“¿tiene bisteceses? Sólo de reseses”), canciones de doble
sentido, amores que triunfan, presencias femeninas bellas y divertidas, y le va
mal a los que se portan mal; Inclán, quien aquí también se apellida Juárez, la
hace de bueno aunque nadie se lo cree.
Inclán,
a quien le pusieron nombres femeninos en casi todas sus cintas (Lupe, Carmelo,
Pilar, Margarito, Patricio) o como castigo, la hace de policía, de presidente,
de escritor patriota, pero sobre todo es uno de los grandes villanos de nuestro
cine, y tan buen actor, que fue llamado dos veces por John Ford para papeles
breves pero lucidores.
Con su
voz grave, su acento pausado y su mirada entre lujuriosa y malvada, es uno de
los mejores actores que ha habido en nuestro cine, y es un villano inmortal,
capaz de habitar nuestras peores pesadillas.
Arturo Martínez
Es fácil caer en la tentación de colocar a don Arturo
Martínez como villano por su dirección de una de las cintas más torpes del cine
mexicano, Me caí de la nube,
glorificando a Cornelio Reina y desperdiciando a Claudia Martell y a Rosenda
Bernal (aquella que cantaba “Los laureles”, con el ritmo adecuado y ladeando
rítmicamente la cabeza, pero enfundada en hot pants, aquella horrenda moda de
principios de los setenta), pero bien vista, pese a escenas burdas, tenía
sentido del humor y estaba dirigida a un público nada exigente, que no
distinguiría los cambios abruptos en las caminatas, ni en el detalle de los
zapatos Canadá que usaba el héroe.
Pero
hay que admitir que Martínez era villano temible cuando se requería; por
ejemplo, como esbirro de don Julio Villarreal para entre ambos, y otros más,
mantear a Germán Valdés porque intentaba rescatar a Carmelita Molina en Soy charro de levita, y al final, salir
derrotado de manera inesperada.
Martínez
tenía un físico esmirriado, delgadísimo, como para aterrorizar a nadie, y en las
peleas casi siempre era apaleado por los muchachos (como se llamaba a los
héroes de las épocas en que más maniqueos eran unos y otros); pero no necesitaba
la fuerza bruta, con sólo su gesto fiero, sus maneras suaves, su voz de tenor
acostumbrado a las frases cortas y contundentes, la mirada fija que conllevaba
la amenaza no de golpes, sino de la tortura lenta y cruel, la sonrisa socarrona
y la risa obscena, que terminaba en la mirada lujuriosa en piernas y pechos de
las heroínas, y la manera de usar el sombrero de lado, como ocultando esa
mirada lujuriosa que significaba “mía o de nadie”.
Pocos
villanos con un debut tan deslumbrante: es Luis Coronado, despreciado por María
(la fría e inexpresiva Miroslava), y quien se venga charrasqueando a Juan
Robledo (tal vez por lo horrendo que canta “vengan canciones… de puro gusto y
hasta relincho”), en una escena previsible (“cuídate Juan que ya por ahi te andan
buscando… no tuvo tiempo de montar en su caballo, pistola en mano se le echaron
de a montón”), y todavía alardea cuando una bala atraviesa su corazón, pero
disparada a traición por Martínez, sin saber que varias cintas después su hija
estaría a punto de casarse con uno de tantos hijos de Robledo, pagando así sus
culpas. (Confesión vergonzante: en una misma función en el Cine Tepeyac vi
ambas cintas sobre Juan Charrasqueado, el protagonista de una de las canciones
que dio al habla coloquial tantas frases que se hicieron parte de nuestro
lenguaje cotidiano, y perduran pese al paso de las décadas. Me conmovió casi hasta el llanto, además de perder una
bufanda con la que me protegería del sereno; por fortuna no enfermé.)
Martínez
abraza a las heroínas con una impudicia sólo igualada en nuestro cine por don José
María Linares-Rivas; las hace sentir que al poseerlas las degradará, se sienten
asqueadas por la sola insinuación, y por la pronunciación lasciva de la palabra
“chiquita”; es también repelido por los “muchachos”; es el perfecto traidor, es
quien delata y además por placer, pero quien no perdona la traición en las
bandas a las que pertenece; es quien mata no sólo a traición sino con la turbia
mirada de sadismo.
En más
de la mitad de sus 180 apariciones fílmicas la hace de villano, pero es quien
más reciente la infidelidad de la esposa casquivana (Meche Barba) y quien finge
ser narcotizado para matar a balazos a la infiel y a su amante en Casa de vecindad; es quien sufre los
desprecios de Rosita Quintana en Escuela
de valientes sólo para ser atropellado por su caballo para que Piporro se lleve injustamente los créditos; es quien
legítimamente desea a Ana Luisa Peluffo y a Silvana Pampanini (ambas ceden ante
el arrogante y chocante Armendáriz en Sed
de amor); es el burócrata que pone la trampa al ministro que aspira a la
presidencia; bueno, ni siquiera cuando es bueno (Tiempo de morir) se le quita el gesto de malo.
Fue tan
buen actor que en sus últimos créditos alcanzó una distinción que no pocos
consiguieron: Don: Don Arturo Martínez, algo comparable a Fernando y Domingo
Soler, pero ni Pedro Infante ni Jorge Negrete ni Pedro Armendáriz.
Debo
agregar que, sin embargo, como villano es previsible, por lo maniqueo de sus
personajes; pero también, que dos de sus actuaciones más memorables fueron no como
“malo”: en Policías y ladrones, antes
de ser derrotado por Adalberto Martínez y Ricardo Moreno (nadie más popular que
él en sus tiempos de gloria, nadie más castigado por la vida luego de unos
pocos meses de celebridad), tortura a Resortes
y a la guapa y poco apreciada Lucy González, y para que los vecinos no los
oigan quejarse, pone en un Garrard una canción de moda, “Cógele bien el
compás”, con la Orquesta América, y mientras, Martínez y sus esbirros Manuel Dondé (que no la hace de Miguel Alemán), Jose Luis Fernández, Mario
Castillo y el temible Lobo Negro, bailan con sabor y cadencia que Resortes era incapaz de expresar; uno
lamenta que lleguen los buenos.
Y
en Quiéreme porque me muero es un
odioso y amanerado jefe de personal de Sears Roebuck, que maltrata a los
empleados, y al ser desplazado por el poco simpático héroe Abel Salazar, se
niega a ser degradado a elevadorista: “de limón la never”, dice, quebrando la
cintura.
Muchos
grandes momentos como villano, y dos ridiculizando a villanos, le ganaron la
gloria cinematográfica, además de por alguna que otra cinta dirigida con decoro
(por ejemplo, Julissa mostrando, por una vez sin vulgaridad, sus bombachas en
pleno Lago de Chapultepec).
(Ambas semblanzas fueron publicadas por José Antonio Gurrea en El Universal Querétaro.)
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