En enero de 1960 apareció en la Revista de la Universidad de México un ensayo, a página completa,
del entonces joven promesa Carlos Monsiváis en que, de forma contundente,
descalificaba a Luis Spota, “el novelista del futuro”, y se burlaba de la
variedad de temas que abordaba en sus novelas y, en paréntesis crueles, lo
proyectaba hacia el futuro y lo ponía como compañero y amigo de James Joyce, y
candidato al Premio Nobel de Literatura; en uno de sus tomos sobre el cine
mexicano, Emilio García Riera también se burla de Spota; los años sesenta no
fueron los más propicios para una lectura seria, reposada, sobre la narrativa
de un autor que ciertamente abordó diversas temáticas: la tauromaquia, la
Revolución, el sindicalismo, la corrupción policial, los braceros, la vida política,
los artistas; en esa descalificación se olvida que Spota fue pionero de la
novela sobre dictadores (sólo Asturias escribió del tema antes) anticipándose a
García Márquez, Roa Bastos, Vargas Llosa; se adelantó a Sergio Magaña y a José
Emilio Pacheco con el estruendoso tema del hombre que tenía encerrada a su
familia para salvarla del mundo de perdición.
Luis
Spota fue leído de manera descuidada por la crítica, se le excluía de los
recuentos anuales, y se le menospreciaba por la enorme cantidad de lectores que
tenía cada una de sus novelas; una, Casi
el paraíso, se reeditó cinco veces en cinco años consecutivos en su
editorial original, el Fondo de Cultura Económica, y diez veces en Diana; sus
últimos libros tenían tirajes de decenas de miles de ejemplares; cierto, gran
parte de su popularidad se debió a su aparición en mesas redondas televisadas;
algunas de sus novelas y guiones cinematográficos fueron filmados, algunos de
ellos dirigidos por él mismo. Otras actividades le dieron renombre:
profesionalizó el boxeo, protegió a deportistas, y fue el de la iniciativa de que un médico los
certificara antes de que subieran al ring. Dirigió un suplemento cultural en
donde colaboraron críticos y narradores de renombre y otros se abrieron caminos
en sus páginas, y dirigió una de las revistas más audaces de su época, por los colaboradores
y los temas que abordaron en sus páginas.
Fue reconocido
como un excelente narrador antes que un estilista, pero era difícil soltar sus
libros. Una de sus mejores novelas, si no la mejor, Lo de antes, fue llevada al cine en una cinta excepcional, Cadena perpetua.
En sus últimos años publicó una
saga, La costumbre del poder, que en
seis novelas aisladas pero unidas, habla del poder, la sucesión presidencial,
los golpes debajo de la mesa, las descalificaciones entre los contendientes: de
Retrato hablado hasta El rostro del sueño (pasando por Palabras mayores, una de las mejores
obras de la literatura mexicana) hace un relato que si bien retrataba aquellos
turbulentos años de los sexenios de Díaz Ordaz y Luis Echeverría, y en estos días
parecen retomar el clima de esa época.
La última novela de Spota, Paraíso 25, cuenta las nuevas aventuras
de Ugo Conti, el protagonista de Casi el
paraíso, en una visita a México, y habla de una violencia incontenida,
asaltos a deshoras y en cualquier lugar, prepotencia de los políticos y sus
guardaespaldas, y parece anticipar lo que se vive ahora, y ya no sólo en la
ciudad de México, que es donde la coloca Spota, sino en casi todas las ciudades
pequeñas, regulares y grandes del país; lo mismo parece haber anticipado en Casi el paraíso, con la sumisión de los
acaudalados hacia los famosos, así sean farsantes; igualmente, Spota prefiguró
a los políticos que en unos cuantos años acumulan fortunas impensables en unos
pocos años.
Siglo XXI Editores acaba de
reeditar las seis novelas de La costumbre
del poder, y se verá no sólo su actualidad, también la prosa de Spota, uno
de los mejores narradores de nuestro siglo XX; ojalá alguna editorial se
aventurara a una edición anotada de Casi
el paraíso, que estableciera por qué es una de nuestras mejores novelas.
Una de las mejores parejas del cine mexicano, aunque
alejadas de la imagen glamorosa de galán y belleza, la formaron Joaquín Pardavé
y Sara García, con divertidas y conmovedoras actuaciones; matrimonio en El barchante Neguib, en El baisano Jalib, en El hombre inquieto; novios en El ropavejero; cómplices en Dos pesos dejada, en La familia Pérez, representan a un matrimonio
en que ella, pretenciosa, desea colocar a sus hijas casaderas con pretendientes
ricos; él es un dejado de quien se aprovechan la esposa, el jefe, los
compañeros de trabajo, y es defendido tímidamente por las hijas y por una
compañera de trabajo; García cree que esa compañera es amante del marido, y lo
corre de la casa, pero en realidad esa compañera lo ayuda a recuperar la
confianza y a callar a la esposa mandona. Gilberto Martínez Solares, uno de los
mejores directores de comedias, también lleva crédito del argumento y del
guión; en ninguna parte se dice que la trama está casi calcada de una de las
mejores novelas, y la más conocida, de Jean Austen, Orgullo y prejuicio; ni Carlos Fuentes, tan buen cinéfilo, lo
advirtió en su prólogo a la novela, editada por la UNAM en la colección
Nuestros Clásicos.
El cine
mexicano ha sido especialista en hacer adaptaciones de las grandes novelas o
cintas, a veces dando el crédito debido, pero otras no; de My man Godfrey Rogelio González tomó y adaptó la trama para hacer
la muy divertida Escuela de vagabundos
(y sus remakes ¡Qué hombre tan sin
embargo! y El criado malcriado),
pero fue en Nosotras las sirvientas,
de Zacarías Gómez Urquiza, donde el director y sus colaboradores Guz Águila y
Ramón Obón tomaron una escena de My man
Godfrey, cuando las villanas tratan de culpar a la muy bella Alma Rosa
Aguirre de un robo, pero los malos son desenmascarados.
Uno de
los escritores favoritos de los argumentistas mexicanos, y del público en
general, en la primera mitad del siglo XX fue Alejandro Dumas, de quien adaptó
el cine nacional varias historias, sobre todo Los tres mosqueteros (Cuatro
contra el imperio) y El conde de Montecristo, y una muy curiosa: Camino de Sacramento, de Chano Urueta, donde Jorge Negrete hace el
doble papel de los hermanos mellizos que resiente, uno, las sensaciones y
tentaciones del otro, como en la obra de Dumas Los hermanos corsos; pero no dan el debido crédito ni en Calibre 44 (Julián Soler, con argumento
de José María Fernández Unsaín, con Lalo González Piporro, doble héroe de la cinta) ni Fray don Juan (René Cardona, con argumento suyo y de Fernando
Galiana), en que Mauricio Garcés interpreta a un coleccionista de cariñitos de
un instante, y a su hermano sacerdote que piropea a feligresas y se embriaga
cuando su hermano bebe. Pero tampoco dan crédito a Dumas por una cinta más
célebre, Ansiedad, de Miguel
Zacarías, con Pedro Infante interpretando a dos hermanos totalmente opuestos,
así como al padre de ambos, o el de los hermanos Andrade en Los tres huastecos, de Ismael Rodríguez, con argumento suyo y de Rogelio González.
El
recuento de copias, adaptaciones, plagios involuntarios o no, sería enorme,
sobre todo porque muchos argumentistas de la autollamada Época de Oro del Cine
Mexicano eran hombres cultos, buenos escritores, como Edmundo Báez, Xavier
Villaurrutia, José Revueltas, Mauricio Magdaleno, que solucionaban trabas de la
trama tomando alguna escena de la literatura universal o del cine
estadounidense.
Uno de
los escritores más saqueados, con crédito o sin él, ha sido Guy de Maupassant,
excelente narrador ahora poco citado y poco leído, pero del que John Ford tomó
un cuento, Bola de cebo, para el
arranque de La diligencia, cinta que
se dice vio 40 veces Orson Welles mientras filmaba El ciudadano Kane; lo interesante, y me parece que no advertido, es
la semejanza de la heroína de Los muros
de agua, de José Revueltas, con la protagonista de Cama 26, de Maupassant, que mata más soldados prusianos que el
ejército francés, contagiándolos de sífilis.
Con agradecimiento a José Antonio Gurrea, por la difusión que le ha dado a estos textos en El Universal de Querétaro, y a Lourdes, que me abre los ojos.
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