Dice Arturo Pérez-Reverte que cuando el español (el idioma)
adquiere vocablos y modismos de otras tierras donde se habla el mismo idioma no
es contaminación, es enriquecimiento; mal haría en opinar lo contrario, porque
el idioma original, que no era español sino el latín que hablaban los soldados
que ocuparon el territorio de Hispania, contaminado con el habla de los
originarios de esas tierras, tiene un alto porcentaje de vocablos, palabras,
expresiones que heredaron del árabe, y otros muchos que adquirieron de las
tierras americanas que invadieron en el siglo XVI, y que saquearon hasta comienzos
del siglo XIX (y hay cantantes, compositores, bailarines, futbolistas que, al
fracasar en España, vienen a América, en especial a México, a cambiar oro por
espejitos —y como en la Cantata del
adelantado don Rodrigo Díaz de Carreras, se llevan los espejitos creyendo
que es oro, pero tampoco dejan oro) (no hablo de los científicos, escritores,
pintores, intelectuales, economistas que hicieron de México no un territorio de
conquista sino su nuevo país, y en muchos casos, su único país).
Aboga
Pérez-Reverte por una actitud más abierta, dejar de ser hispanocentristas;
arguye que es el mismo idioma el que se habla en España como en Hispanoamérica.
Es de aplaudir esa postura, pero me temo que sólo es políticamente correcta,
porque sigue considerando que es su idioma el que se contamina con los
americanismos; si lee los periódicos, revistas, redes sociales, y oye los
parlamentos en televisión y radio, tiene razón: ¿en qué momento comenzó a
considerarse que se escucha bien decir “cumple, peli, prosti, progre, boli”, o
acentuar futbol, al modo que proliferan en las revistas del corazón hispanas?
Se
equivoca en otra cosa: dice que al contrario de lo que pasa con el portugués,
en que no es el mismo el que aparece en los libros portugueses que en los
brasileños (omite, no sé si involuntariamente, que el inglés de Inglaterra es
muy diferente al del estadounidense, tanto en el hablado como en el literario),
los libros escritos en español se entienden en todos lados donde el español es
la lengua más común: vaya, ni siquiera entre editoriales lo es, porque no es
igual el español en los libros de Alianza Editorial que en los de Anagrama;
incluso, ni siquiera en algunas colecciones de una misma editorial, como en
Tusquets o en Alfaguara.
Ningún
hispanoamericano dice “tía” al mencionar a una mujer de mediana edad con la que
se tiene una relación efímera, poco seria, o casual o de paga; nadie en América
califica a un hombre fornido como “cachas” (ni en España le dirían “mamado”),
ni a un trabajador eficaz como “pilas”; si un libro infantil editado en España
contiene una frase como “ya todos los niños fueron cogidos” en vez de
seleccionados, puede ser calificado como descripción pederasta en América
Latina. O “A este capullo le pegamos la picha en la mano con cola de alto impacto”
no se le ve el lado pederasta; o los personajes que leían todas las mañanas los
cuadros de boxeo, o su descripción de un hit al left field: “pega un golpe a la
izquierda del campo”, se le entiende en Cuba, México, Colombia o Venezuela.
Vicente
Leñero reclamó a Jorge Herralde las traducciones de Anagrama, y éste contestó
con desdén que no le importaba el público de América hispanoparlante, sin
reconocer que sin sus exportaciones no sobreviviría.
Lo malo
es que hay muchos en América Latina que cuando son sorprendidos en el mal uso
del idioma recurren a la autoridad del Diccionario de la Real Academia
Española; cuando Gustavo Madero calificó al perredista Miguel Barbosa de
pendejo, se justificó diciendo que se trataba de una expresión coloquial, que es
lo que dice el DRAE; en primer lugar una palabra no es una expresión, y
coloquial, según la definición del mismo DRAE, es un adjetivo perteneciente al
coloquio, y propio de una conversación informal y distendida; el coloquio es
una conversación entre dos o más personas, o una discusión que puede seguir a
una disertación sobre las cuestiones tratadas en ella (cuestión es, en primer
lugar, una pregunta que se hace con intención dialéctica para averiguar la
verdad de algo; claro, en la segunda acepción es una gresca o riña; en el caso
de Madero contra Barbosa no era riña, era bravata).
Si los
asesores de Madero, que no creo que haya sido él, hubieran consultado el Diccionario
del Español de México reconocerían que el adjetivo es, en México, una grosería;
y en el más manual Pequeño Larousse, ya más permisivo que en los cincuenta
cuando pendejo sólo era un pelo del pubis, es un “pendón, una persona de vida irregular
y desordenada” (que no es Barbosa, cuadrado y previsible), y en su segunda
acepción, un cobarde o tonto; de ninguna manera, en la más reciente de las
ediciones, se dice que sea coloquial.
Ahora
que si sus asesores (o, en un caso extremo, el mismo Madero) leyeran novelas
mexicanas, se darían cuenta que es un insulto, aunque sea una expresión
informar y familiar.
Claro,
si los españoles leyeran libros mexicanos se darían cuenta que no entenderían
mucho, pues hablamos un idioma diferente; no sólo con los mexicanos; en las
novelas de Mario Vargas Llosa leemos que los personajes elegantes usan “terno”
(traje de tres piezas, incluido chaleco); los peruanos y los españoles, al leer
una novela mexicana se sorprenderían que sirven té o café en un terno, que para
nosotros es el juego de taza y platito.
En Tres tristes tigres Cabrera Infante
tiene una sección con los escritores prohibidos en algunos países; muchos se
asombrarán al ver que poetisas tan finas como Concha Espino o Concha Urquiza estarían
vetadas en Argentina y Chile, como en México es innombrable Giovanni Verga, ese
notable seguidor del verismo.
Bueno,
el propio Pérez-Reverte olvida que uno de sus libros, La sombra del águila, debió tener una versión mexicana porque la
española sólo la entenderían en España.
En el segundo libro que leo completo de René Avilés Fabila
se asegura que los superhéroes no tienen hijos, y menciona a varios, entre
ellos a Tarzán: ¿y Boy?
Él tenía diez años cuando nací, y me cuidaba y jugaba
conmigo cuanto podía; uno de mis recuerdos más antiguos fue cuando entró a la
recámara, donde dormía, y me avisó que había muerto Jorge Negrete; hay otros
recuerdos, más difusos, menos concretos, pero en mis primeros años estuvo
siempre cercano, igual que Enrique; un día desapareció de las visitas diarias,
dejó de ir a las fiestas que terminaban tardísimo y no se alejaba de mí y de mi
incertidumbre hasta que pensaba que me había dormido, aunque muchas veces lo
simulé, porque le gustaba estar con los de su edad; no recuerdo haberlo visto
bailar, como Enrique, que era un trompo; en mi adolescencia me convenció de que
cada domingo lo acompañara a las instalaciones del INJM en la Guadalupe Tepeyac,
y jugábamos frontón desde las ocho de la mañana hasta mediodía, siempre como
pareja; me ponía a sacar, y me dejaba los remates cortos, que pronto aprendí a
colocarlos lejos de los contrincantes.
Un día apareció en la secundaria,
en clase de Química; alguna de mis amigas me dijo que iba a acusarme; motivos
tendría, pero no sucedió más que la maestra me dijo que tomara mis útiles y
saliera con él; en el camino me dijo que mi tía Bela había fallecido durante la
noche; todo el tramo desde fuera del salón hasta que abordamos el taxi que nos
esperaba se me borró, no supe qué me dijo, sólo que el tono de su voz me
confortó; así fue siempre; por esos días mi abuela materna, madre de él, estaba
internada en el hospital Colonia, con cuidados por su corazón; ¿cómo decirle lo
que había sucedido sin que le afectara? Fue él, con su tranquilidad, quien lo
comunicó; desapareció unos meses, porque se fue a trabajar en Conasupo, creo
que a Aguascalientes, luego a Saltillo; apareció el 1 de enero de 1965 acompañado
de Patricia, con quien había casado días antes; él regresó a Saltillo,
Patricia, simpatiquísima, cariñosa, como diez centímetros más alta que él, se quedó en la casa paterna, y cuidó a mamá
Consuelo con devoción, y le lloró como cualquiera de nosotros cuando un año
tres meses más tarde amaneció sin vida pero sin sufrimiento.
Después
de eso lo veíamos dos veces por año, en Semana Santa y en Año Nuevo; cuando los
hermanos se dispersaron siguió visitándonos; tacaño, se quedaban en mi casa,
pero se sentía incómodo; resolvió hospedarse en un hotel en la calzada de
Guadalupe y Joyas, un hotel supongo demasiado barato como para que muchos lo
ocuparan por algunas horas; una tarde cuando salían a pasear los detuvieron
unos patrulleros: ¿qué está haciendo con la dama? Respondió indignado: “ninguna
dama, señor, es mi esposa”.
Menos bullicioso
que mis otros tíos, tenía un humor más cercano a la sonrisa que a las
carcajadas, como Alfonso y Enrique, y menos contundente que Ignacio, pero nos
hacía reír, y cerca de él nos sentíamos confortados, protegidos; de hecho, en
una época de carencias nos apoyó, sobre todo a mis hermanas.
Aunque
no le gustaba hacer gastos superfluos, no dejaba de llamarnos en nuestros
cumpleaños, y cuando podía, nos visitaba; sus últimas visitas eran incómodas
porque se volvió vegetariano y nos costaba mucho imaginar qué ofrecerle en sus
visitas, en que lo acompañaba su hija, Gaba. Patricia, ocupada con múltiples
trabajos, no le impedía sus poco frecuentes viajes, y se acompañaban de maneras
muy divertidas, complementándose aunque eran muy diferentes.
Hace
unos meses, poco más de medio año, me llamó muy temprano para avisarme de la
partida de Patricia, luego de 50 años de matrimonio; fue la única vez que lo oí
llorar, pues se contenía en todas las otras muertes que hemos vivido: estuvo
firme, aunque con la expresión contrita, cuando partieron Ignacio, después mi
padre y después mi hermana Laura; estuvo entero cuando Alfonso, Celia, mi
abuelo; ese día supe más de él que en todos los años que llevaba de conocerlo,
cómo observaba la vida, cómo se enteraba de la de los demás, pues vivieron
siempre en una calle cortada por un internado y por una calle larguísima; ni
lloró cuando me llamó para avisarme que nunca más veríamos a Enrique, al que
habíamos dejado de ver hacía casi diez años.
Un día
escribí en este blog que los pecados del mexicano son, al contrario de lo que
dice Leñero (que caben en un dedo: uña y carne), las piernas horneadas y las
piernas torneadas, y una lectora me escribió para decirme que si yo era el
sobrino de un señor muy agradable que, durante un viaje, le habló de mí. Cuando
María José le preguntó cómo era esa joven, él contestó, con tranquilidad, “como
de 18 años”. Sí, ejercía esa fascinación que hace temer a los casanovas, porque
con su silencio y tranquilidad llaman la atención de las mujeres a las que
ellos asedian.
Hace
unos días me avisaron que estaba hospitalizado, con insuficiencia, neumonía y
una embolia; resistió casi dos semanas; nada de eso lo acabó, sino la ausencia
de Patricia, lo que los cardiólogos llaman “corazón roto” y Fernando Soler, con
más propiedad, “corazón rompido”.
Habíamos
hablado dos veces en octubre, en mi cumpleaños y luego en el suyo; le había
escrito por facebook, pero él ya no entraba a esa red, aunque antes la visitaba
para hacer chistes o para ver las fotografías de Tsvetana Pironkova que inserto
cada vez que ella agrega una nueva. ¿Qué dice Lulucita de esas muchachas que
pones?, me decía. Le recordé la tenista para contradecir su afirmación de que
ya no veía internet; fue el último tono alegre en su plática: su voz ya no era
jovial, ya no transmitía la tranquilidad que siempre nos dio.
Ya no
veré a Pepe cada Semana Santa, aunque hace como cinco años que ya no viajaba a
esta ciudad que ya no era la suya, pero sé que me consolará cuando lo
necesite. Algo me queda; es a él a quien
más me parecí: me río como él, soy antigregario como él, rehúyo las fiestas,
como él cuando creció, y pienso como él en muchas cuestiones éticas, filosóficas
y religiosas. Él trabajó desde niño, moviéndole la panza a una marchanta del
mercado de la Industrial; se abstenía de opinar porque, decía, no hay que dejar
que nos vean la cara de lo que la tenemos; no compartí con él otros gustos,
como el rock y los western y las películas de guerra, ni la pasión por el
futbol americano, como con Enrique, pero me legó un sobrenombre, con el que me
conocieron los Alemanes, el Banano, Toy y sus hermanos, aunque ese apodo no
salió de Escuela Industrial. Nunca juzgó, no se metía en la vida de los demás,
pero se divirtió como pocos.
Una última moda: los editores que no leen. Y así nos va.
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