En 1965 Yogi
Berra tuvo su último turno al bat, no con su uniforme de Yanquis, sino con el
de Mets, a donde se había mudado (aunque en la misma ciudad), como coach (y
luego fue su manager); ya había dirigido a los Yanquis, de donde fue despedido en
1964, más que por los resultados, porque no podía controlar a los jugadores
jóvenes que no le tenían el respeto que se merecía.
Luego de una mala racha, todos
molestos en el autobús, en silencio, un suplente de cuadro, Phil Linz, que
bateó ese año .250 con cinco jonrones y 25 empujadas, y sobre todo con un
fildeo de .952, tocaba la armónica (“Mary tenía un corderito”, que años después
grabó Paul McCartney, mostrando qué era lo que realmente le gustaba de música);
Berra le pidió que se callara; Linz dijo que no lo había oído y le preguntó a
Mickey Mantle qué había dicho; Mantle, que era malo haciendo chistes (cuando
estaba sobrio), le dijo que tocara más fuerte; Berra, enfurecido, fue y le
quitó la armónica, la arrojó, y ésta golpeó a Joe Pepitone; Yanquis ganó el campeonato,
perdió la Serie Mundial frente a Cardenales, pero en realidad el equipo, al que
no le importaba su fama, su liderazgo en el campo, lo despidió. Jim Bouton, el
gran chismoso del beisbol, llamó al episodio “el incidente de la armónica” en
su imperdible Bola 4; en la
enciclopedia de la San Martin Press, le llaman “Play it again, Phil”.
Es difícil pasar de ser
superestrella a manager, sobre todo cuando en el campo echaba relajo,
desobedecía al manager en turno (así fuera
Casey Stangel o Ralph Houk, este último, cátcher suplente de Berra,
coach bajo Stangel y luego gerente del equipo), era compinche abstemio de las
borracheras de Mantle, Whitey Ford, Billy Martin; amigo de los
superestrellas de otros equipos (Stan
Musial, Joe Campanella), y favorito de los entrevistadores de radio, televisión
y prensa, por sus puntadas y sus frases enloquecidas.
Yogi, compañero de Mantle, Roger
Maris, Ford, Joe DiMaggio, Elston Howard, Bill Skowron, Bobby Richardson, Johnny
Mize, fue tres veces el más valioso de
la Liga Americana, y el cátcher con más jonrones hasta que llegaron otros
receptores que eran más bateadores que receptores (Bench, Fisk), y aunque
terminó su carrera un poco abajo de los .300, varias veces rebasó esa cantidad.
No sólo era buen cátcher,
también jugaba el jardín izquierdo sin muchos problemas, en la última etapa de
su carrera como jugador activo, en que Elston Howard ocupaba la receptoría; el
año en que Mantle y Maris pelearon por ver quién rompía el récord de
cuadrangulares de Babe Ruth, el primera base Bill Skowron pegó 28, y los tres
cátchers sobrepasaron los 20: Berra 22, y Howard y Johnny Blanchard, 21 cada
uno. Varios de los cuadrangulares de Berra fueron como jardinero.
Muchas de las frases de Berra se
hicieron famosas: ya nadie va a ese restaurante porque siempre está lleno; no
se puede batear y pensar al mismo tiempo; ocho, porque tengo mucha hambre
(cuando le preguntaron si su pizza la quería en ocho o en cuatro partes);
¿ahorita? (cuando le preguntaron la hora); otra vez un dèja vu; la más
repetida, “esto no se acaba hasta que se acaba” la pronunció como manager de
Mets en 1969, no cuando era jugador.
Cuando pasó de ser jugador a
manager tuvo algunos tropiezos; el tercera base Cletis Boyer, jugando como
short stop, hizo una atrapada espectacular dando un gran salto para atrapar una
línea que se iba al left-center; la ovación estalló en las tribunas y en el
dugout, pero Berra la enfrió: parece más de lo que es, Tony (Kubek, el short
stop titular) es más alto (casi 10 centímetros más que Boyer) y no hubiera necesitado
saltar tanto. No era muy diplomático. Acostumbrado a ser un jugador respetado
pero al par de los demás, no pudo imponer respeto a sus antiguos compañeros que
pasaron a ser pupilos.
(Eso pasa también en el medio
periodístico y en el editorial, pero más grave.)
La madrugada del
miércoles amanecimos con la noticia de la muerte de Berra, a los 90 años.
Parecía inmortal; para el beisbol, lo es: uno de los mejores receptores, que
manejaba muy bien a los pítchers, un coach no oficial que aconsejaba, un gran
observador del juego y de la realidad, un compañero que consolaba cuando
cometían errores, y que ayudó a novatos y veteranos; buen jardinero, excelente
bateador, sus cualidades fueron más que las que mostró, y fueron muchas, en el
diamante.
Posiblemente el jugador más simpático, el más agradable, el que más
reconocía las habilidades de sus compañeros y contrincantes (de Sandy Koufax,
en la serie mundial de 1963, dijo: entiendo que haya ganado 25 juegos; no
comprendo cómo perdió cinco), inteligente como pocos.
Berra, como la
mayoría de sus contemporáneos, no hizo trampa; de los primeros años de las
Ligas Mayores, el más tramposo fue Connie Mack, quien obligó a cambiar las
reglas: como cátcher, con labios y dientes simulaba el sonido del batazo de
foul; entonces, cualquier foul tip era considerado out, y así se deshizo de
muchos bateadores; por su culpa, sólo el tercer strike (en sus tiempos, el
cuarto) es out si hay foul tip; hubo algunos rudos, como John McGraw, como
Billy Martin, como Beto Ávila; había corredores como Ty Cobb que lesionaba a
los infielders cuando se barría, e incluso estuvo a punto de ser expulsado del
beisbol por broncudo, y por apostar en el poker (lo que lo hacía sospechoso de
vender juegos); hubo los ocho expulsados de los Medias Negras aunque los
exculparon en el juicio, pero el alto comisionado no, sospechosos de haber
vendido la serie mundial de 1919.
Pero los que toman estimulantes
para tener más fuerza, como Barry Bonds (qué vergüenza con su padrino Willie
Mays), Samuel Sosa, Rafael Palmeiro, Roger Clemens y otros, han ensuciado el
beisbol.
Y hablando de Sosa, si se ven
sus fotografías de cuando tenía veintitantos años, se nota su fuerza, agilidad;
pero pocos años después hasta se le desapareció el cuello de tanto que le
crecieron los músculos, y además perdió agilidad. Está más que comprobado que
tomó esteroides y otros suplementos ilegales en el deporte. La misma impresión
tiene uno al comparar las fotografías de Serena Williams: sus piernas miden
casi lo doble de hace 15 años; hay sospechas, pero no comprobación porque no
aparece en los exámenes; sin embargo, hay otras cuestiones censurables; en los
descansos en los juegos, en los vestidores, mientras otros jugadores se relajan
leyendo, conversando, meditando, ella se pone una toalla en la cabeza y se
cubre: ya se sabe que se esconde porque en una tableta recibe instrucciones de
su padre-coach, quien le comenta los defectos o debilidades de sus
contrincantes. Por ello deberían expulsarla del deporte profesional. Por ello a
muchos nos dio gusto cuando la italiana Roberta Vinci la venció en semifinales
en el Abierto Estadounidense, con algo que era obvio: en primer lugar no se
dejó apantallar por sus gritos de gorila que marca su territorio al iniciar el
juego (califica Horacio Ortiz), ni se dejó intimidar por sus gestos
amenazantes, y sus golpes y saques con más fuerza que muchos varones, los
contestaba con golpes colocados, suaves, sorpresivos, no cayó en la trampa de
responder la fuerza con fuerza.
En La hija del ministro (Fernando Méndez ,
1952), cada vez que Rosita Arenas va ver
a José Elías Moreno, su padre en la película, es porque agentes de tránsito la
amenazan con multarla por exceder los límites de velocidad y por manejar sin
cuidado; en una de ésas, atropella a Luis Aguilar, quien después la enamorará;
en ATM (Ismael Rodríguez, 1951) el
agente de tránsito Pedro Chávez perdona a la quinceañera Alma Delia Fuentes por
manejar sin cuidado (y sin licencia, no tenía edad para que se la otorgaran), y
después, él y Luis Macías, otro agente, tienen que alegar con Amelia Wihelmy,
quien provoca un embotellamiento por transgredir varios reglamentos de
tránsito, que debería conocer porque su esposo y su hijo corrieron en la
carrera Panamericana (torneo automovilístico de moda en los años cincuenta); en
What’s Up, Doc? (Peter Bogdanovich,
1972) Barba Streinsand conduce de manera audaz por las calles de San Francisco
y causa colisiones, un gran cristal quebrado, la destrucción de un automóvil
estacionado, casi el atropellamiento de un repartidor de leche, y que varios
autos, incluidas unas patrullas, cayeran a la bahía; en Annie Hall (Woody Allen, 1977) se ve la expresión aterrorizada del
protagonista ante la conducción intrépida de Annie Hall (Diane Keaton), quien
además, se estaciona lejísimos de la banqueta (es de familia: el hermano Duane
Hall conduce igualmente rápido); en To
Catch a Thief (Alfred Hitchcock, 1955) Grace Kelly maneja tan rápido que
provoca el accidente del auto en que agentes policiales persiguen a Cary Grant,
quien se arriesga, pero también sufre con esa manera de conducir; en Calabacitas tiernas (Gilberto Martínez
Solares, 1948), Nelly Montiel atropella a Tin-Tan (la culpa no sólo es de
ella); mi buena amiga, la excelente poetisa Guadalupe Flores lograba sumar a
mis miedos (las inyecciones, los perros, las alturas) el subirme a un auto
conducido por ella (no sé si después de destruir su auto se hizo más prudente,
o se fue a perfeccionar a Grecia, donde conducen tan mal como en Puebla,
Guadalajara y Coyoacán); una correctora se indignó cuando leyó un reportaje que
Carlos Avilés hizo para El Financiero
comparando estadísticas de accidentes de peseros y mujeres; atenuó su molestia
cuando supo que se lo dedicábamos, por haber chocado dos veces en una semana,
en la misma esquina. En NCIS Tony
DiNozzo se niega a subir a un auto conducido por Ziva, tan peligrosa al volante
como con los puños, los puntapiés y las armas blancas (aunque él es conocido
como “asesino de autos”).
El lugar común de que los
mujeres conducen peor que los hombres se refleja en las calcomanías que
advierten MUJER AL VOLANTE y en el refrán pareado “Mujer al volante, peligro
constante”, que me enseñó Nahúm cuando, en la prueba de conducción en Orlando,
su único incidente fue un llegue, obviamente de una mujer; cortés, no la culpó
pero la evadió en los siguientes minutos; desde los años cincuenta se decía que
los choques de los hombres se debían al exceso de velocidad, y los de las
mujeres por conducir al tiempo que se maquillaban, porque se les estropeaba el
manicure y le hacían más caso a ese incidente, o porque confundían a los demás
conductores, que no sabían si hacían señal de que iban a dar vuelta a la
izquierda, de que iban a frenar a mitad de la calle, de que se secaban el
barniz o sacudían el cigarrillo (si se atrevían a manejar, también a fumar).
Los peligros de la mujer al
volante crecen por culpa de las camionetas que manejan pensando que tienen
impunidad; un amigo se queja de que, porque no ven o no les importa, invaden
las zonas peatonales, impacientes por que tengan la luz verde del semáforo para
lanzarse sin importar la (ahora) reiterada norma de que hay que permitir a los
peatones terminar de cruzar la calle aunque no les haya alcanzado el tiempo;
“pinche viejo”, le dijo una a ese amigo que se atrevió a señalarle su doble
infracción; a riesgo de que se me acuse de misógino, hago ver que son las que
invaden las zonas peatonales, se estacionan en doble fila (y triple, en las
zonas escolares de la Colonia del Valle o en Polanco), abren su portezuela sin
importar que vengan otros autos, se echen en reversa sin fijarse por el
retrovisor si hay peatones, y pegan gritos destemplados si a consecuencia de
sus acciones rayan un poquito sus camionetas, las que conducen a gran velocidad
pensando que son inmunes, sin considerar que tienen su punto de equilibrio en
un sitio tan peligroso que con un volantazo pueden volcar; traen a sus niños,
por lo regular latosos, en los asientos delanteros, sin el cinturón de
seguridad, y, como los choferes de autos oficiales, con el codo recargado en la
ventanilla, que es la posición más favorecedora para sufrir la amputación del
brazo izquierdo, según dicen los médicos ortopedistas; el nuevo reglamento no
contempla que se debe conducir con los brazos en posición de las 14:45, es
decir, con las dos manos en el volante, del que no deben despegar ni para
contestar el teléfono portátil, cambiar el compadisc ni menos para mandar
mensajes (que lo hacen con alevosía). Ni siquiera para recoger las tortillas
que se les caen, sobre todo si continúan con el auto en marcha (admito: por un
enfrenón de Manuel Gutiérrez Oropeza contra otro auto, el día que inauguramos
los ejes viales con un choque, tuve un golpe en la cabeza a raíz del cual se me
redujo el astigmatismo, según justificó mi optometrista de entonces, Aurelio
Mota). Son más peligrosas cuando conducen con bebé en brazos, o con una
mascota, más traviesas que los infantes.
No debo ser injusto: peores son
los choferes de guaruras, con el agravante de que se distraen con la plática de
sus jefes, por si una crítica a un contrincante en la Cámara, o a un rival en
el propio partido, deben interpretarlo como una orden. Las señoras de camioneta
injurian a quien les señale sus infracciones; los guaruras, de menos, enseñan
chica pistolota, se niegan a obedecer a los agentes de tránsito, o madrean a
los que se atreven a ponerles arañas. Guaruras y señoras bloquean pasos para
inválidos, se paran a la mitad de la calle, invaden cocheras ajenas, se
estacionan en la banqueta y ponen cara de palo cuando se les pide que se
muevan. A eso no se limitan: dos veces algún alto funcionario me puso un chofer
(la primera vez tenían que llevarme, casi a la medianoche, al Heraldo de México; la segunda, muchos
años después, para llevar material a una imprenta); en ambos casos condujeron
con exceso de velocidad, se pasaron altos, invadieron zonas prohibidas, uno de
ellos corrió con exceso de velocidad en sentido contrario en pleno Insurgentes,
a la altura del Polifórum, a mediodía; como después llegaron a diputados,
senadores y luego funcionarios menores, mejor no les doy su nombre, como cantó
Jorge Negrete.
Todo eso es infracción, aunque
el reglamento ya no es explícito en cuanto a invadir entradas ajenas, llevar el
brazo fuera del auto, recargado en la ventanilla; ya no mencionan las
penalizaciones por usar mal las luces direccionales (dislálicos, cuando los
ponen indican vuelta a la derecha y la dan a la izquierda); sólo, ¡ay!, en las
multas por hablar fuerte a los agentes o mandarlos a la fuente de gracia de donde
proceden, con el claxon, la flexión del brazo derecho hacia atrás, con el puño
cerrado, o con cinco chiflidos seguidos de otros dos . (Esta parte es fragmento
de la serie sobre el Nuevo Reglamento de Tránsito, que Carlos Ramírez me está
publicando en Indicador Político.)
A propósito de la
ciudad de México y sus autoridades, se decía que Carlos Salinas de Gortari se
desquitó de La Laguna y del DF, que votaron contra suya en las elecciones de
1988; al parecer el “jefe” de gobierno actual la trae contra la delegación
Miguel Hidalgo, donde sus partidarios pierden las elecciones cada seis años; varios
meses después de excederse en el plazo para terminar de destruir Masaryk,
deciden volver a abrir las calles para meter cableado subterráneo, dejan
hoyancos, ponen obstáculos, ponen semáforos que duran minuto y medio en calles
donde no hay tránsito, y dejan un solo carril para el tránsito, por lo cual ya
no hay camiones del Metro Sevilla hacia el Conservatorio, además del terregal y
las polvaredas, todo eso responsable de tantos locales cerrados, tantos
negocios que quebraron; pero al abrir Masaryk, aunque fuera poco, se aligeró el
tránsito por Thiers después de varios años de que era estacionamiento con
velocidades de tres kilómetros por hora; claro que se atora al pasar el
circuito, porque la construcción de edificiotes en Misisipi quita dos carriles,
y se atora un poco; desde hace unos días redujo un carril en el tramo de Thiers
hacia Ejército Nacional, con lo que nos aseguramos despertarnos desde las seis
de la mañana, por los claxonazos de los desesperados que llegan tarde porque la
circulación se hace lenta, pesada, insoportable. Mariano Escobedo es también
intransitable, y cuando no abundan los autos, los que hay corren a más de 80
kmh; todo es delito, o lo será a partir del 15 de diciembre, si es que llegan a
imponer el reglamento de tránsito.
Cuando se construía el Viaducto,
la gente decía que el entonces regente Fernando Casas Alemán buscaba los huesos
de sus antepasados más cercanos; lo mismo se dijo cuando el regente Carlos Hank
González destruyó parte de la ciudad para hacer los inútiles ejes viales; ¿qué
buscará el “jefe” del “gobierno” que tiene gran parte de la ciudad en obras,
inutilizadas las vías y amenaza entorpecer más la ciudad al reducir Reforma a
dos carriles por vía porque quiere hacerle espacio a los metrobuses que van
llenos, con carteristas, acosadores, asaltantes (no es lo mismo robar que
asaltar: en el asalto el delincuente literalmente salta sobre la víctima, la
amenaza con cualquier tipo de arma y la despoja de todo lo que puede); no
respetan los semáforos, no pueden detenerse y arrollan a peatones; ¿qué le
hicimos?
Planea destruir Avenida Chapultepec,
tan destrozada ya, con el pretexto de embellecerla; los vecinos que piden se
les tome en cuenta (aunque ellos no tomen en cuenta más que a los que
Viven de su lado
de esa calle), y el “jefe” dice que sí, y pone tres preguntas, ninguna de las
cuales responde a las necesidades de tránsito, de vialidad, de seguridad, sólo
presentan opciones que dan por hecho que ya aceptamos las obras.
Tres chistes con sesgo
chovinista: un hombre le dice a la Pilarica, su esposa: dime si sirven las
direccionales: ella se va al frente y exclama: sí, no, sí, no, sí, no; después,
platica que dejó las llaves dentro del auto; consiguió que le prestaran un gancho;
por fortuna, dice, la Pilarica estaba adentro y me decía “más para acá, más
arriba, más para allá”. En un centro nocturno el ventrílocuo le dice a Neto: ¿quiénes
son los más ricos? Los árabes; ¿quiénes
los más pícaros? Los mexicanos; ¿quiénes los más tontos? Los españoles; de una
de las mesas salta un hombre: estoy harto de que hagan mofa y escarnio de un
pueblo que tuvo un Goya, un Picasso, un Cervantes; el ventrílocuo, apenado, se
disculpa: créame, no quise ofender, es una rutina; el hombre irritado lo
interrumpe: no estoy hablando con usted, estoy hablando con su hijito. Créanme,
tengo motivos para repetirlos.
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