Se levantó
del sillón donde nadie lo había
invitado: –Yo soy el único intelectual del periódico, me lo dijo Rogelio.
Decía esa frase cada vez que
alguien le señalaba un error –de los muchos que comete. Por ejemplo, no tiene
la menor idea de cómo se usa el dativo; no sabe contar sílabas, o sea,
desconoce para qué sirven las sinalefas; le adjudica puestos a sus cuates
(alguna vez dijo que Guillermo Samperio fue director de Bellas Artes), se
adjudica conocimientos de sus colaboradores –cuando los lee.
Esa noche no estaba convocado;
ya me habían advertido amigos, conocidos y enemigos: –se pone insoportable cuando bebe; bueno, cuando
alcanza a beber, le basta con apretarse el hígado y se empareja aunque le
llevemos mucha ventaja; no lo invité, como no invité más que a unos cuantos:
Lupita, Carmen, Fernando, Ricardo, Malicia, José Luis; el pretexto: escuchar
unos cuantos discos de música mexicana de concierto, que Lupita creía
inexistentes; tenía tacos, pocos, para todos ellos, y algo de bebida: cervezas,
ron, vodka, y algo más. Llegaron 20; casi todos, de la mesa de redacción; no
saqué los tacos, no alcanzarían; cada uno, o casi, llevó una botella y botanas
suficientes; lo que no había suficiente eran sillas; casi todo el espacio de la
sala y el comedor están ocupados por libros; Diego y María José, asombrados y
curiosos, se quedaron para ver qué pasaba; los gatos en cambio se escondieron.
Algunos años después Ricardo Ortiz aseguró que había sido la mejor fiesta de El Financiero, que habría que repetirla.
Al día siguiente Jorge
Rodríguez, jefe de redacción, me preguntó por el recuento de daños: un sillón
con una pequeña quemadura, un vaso roto, y nada más: son inteligentes, los
vecinos ni cuenta se dieron de la reunión.
(Las consecuencias fueron otras;
algún redactor, insatisfecho por lo temprano que se acabó la reunión se fue a
Garibaldi, se dejó entusiasmar por una damisela quien le puso algo en la
bebida; se despertó hasta el sábado, sin chamarra, sin grabadora y sin la
quincena que habíamos cobrado ese jueves.)
Misántropo, esperaba que se
fueran a las tres de la mañana; todos estábamos cansados, y además de los 20
iniciales, llegaron otros 20 que pensaron que era una fiesta; a las tres, en
efecto, muchos se levantaron, listos para partir; casi todos tenían que
presentarse a trabajar ese viernes, yo entre ellos; los otros descansaban.
Mientras veía que unos se
levantaban, se despedían, tomaban la última copa, festejaban los últimos
chistes, me asomé a la ventana, y lo vi, con su peinado a la Dave Crosby,
vestido siempre de negro, seguido por unos 15 o 20 más, tocando en cada casa,
preguntando si allí era mi fiesta. Pensé hacerme el disimulado, pero presentí
también que horas después mis vecinos, con los que no tengo trato, me
reclamarían que los despertaran unos impertinentes; asumí las consecuencias,
salí al balcón y lo llamé.
–Estábamos en la cantina y
alguien dijo que tenías fiesta.
Se fue hasta las siete de la
mañana. Abordaba a Malicia, quien estaba de moda en el periódico: fresca,
juvenil, coqueta, a ratos cachonda, vestía sin mucho pudor: varios de los
subdirectores cuando pasaban por la redacción solían tropezarse por caminar sin
despegar la vista de sus piernas, que mostraba sin disimulo (Ahí viene Sánchez
–o Barranco, o cualquiera otro: a que se tropieza –y se tropezaba). No la
dejaba en paz, se le insinuaba, se le restregaba, trataba de manosearla sin
mucho disimulo; alguno de sus compinches dijo, en voz más o menos alta: ¿ya
saben de qué va a tratarse el próximo “Hormiguero”? (como le decían a su
columna diaria, él que critica a los otros jefes cuando firman algo), donde
contaba sus desventuras eróticas, algunas de ellas reales.
(Reales, como las aspirantes que
lo visitaban en su redacción, y se quedaban solas con él, mientras los redactores
y diseñadores y correctores debían ausentarse con o sin pretexto; así, me lo
confesó él mismo, obtenía lo que quería a cambio de un espacio, un crédito o
una credencial, de las muchas apócrifas que se utilizaron para visitar al
subcomandante más famoso de la época.)
Todos vimos cómo Malicia lo
despreció, aunque él presumió que había
sido una más de sus conquistas; el caso es que hizo una pausa en sus escarceos
para exclamar, borracho sin disimulo, que cuando ingresé al periódico tuvo
temor de que llegara a desplazarlo –no me conoce. Después se tranquilizó, dijo,
porque vio que no me metía en su sección; uno de sus actuales colaboradores
cercanos me cuenta que nunca se le quitó el temor, que siempre sospechó que
andaba tras sus beneficios; se puso celoso de las columnas que hice para la
sección de Deportes, y hasta reclamó que me permitieran mis reseñas de libros
literarios que hablaban de deportes (Updike, Cortázar, Sillitoe, muchos más),
que por qué incursionaba en lo que proclamaba sus dominios: “Yo soy el único
intelectual del periódico” y hasta reclamó que mi sección la antepusieran a la
de él.
Ahora se molesta
porque no acepto colaborar en su nueva ventura; olvida que tampoco lo hice
mucho antes, cuando emprendió Horas
extras, y no creyó mis motivos: estaba encargado de la edición de unos
libros que me ocupaban 15 o 16 horas diarias, que apenas tenía tiempo para leer
por placer, además de que me exigía que las colaboraciones fueran sobre asuntos
mexicanos, o cuando mucho, obviamente, en español, latinoamericanos, nada de
otros ámbitos. Me negué, como me negué a pagar los cuatro vodkas que se bebió
mientras que yo sólo tomé una cerveza.
Cuando salí del
diario, luego de 16 años de ocupar cargos de responsabilidad (y de corregir en
su sección varios errores, a veces en su ausencia que cubrían con tanta
devoción sus colaboradores), quiso salirse y emprender otra aventura; para
entonces ya aparecía mi sección en El
Universal, y me pedía que la dejara; no le dije que sí, que lo
platicáramos; es un secreto, no le digas a nadie, ya tengo convencida a una
empresaria; no fui quien lo saló, fue uno de los que él cree incondicionales,
que en todas las fiestas proclamaba: ya viene su nueva revista, ya suenan los
claros clarines. El secreto fue descubierto desde el principio, y también la
negativa con que se enfrentó porque no pudo convencerlos de su fianza.
Eso ya no me lo contó, me lo
dijo uno de sus amigos; quise llamarlo: no está, Lalito, me decía su corrector,
su formador, alguno de sus redactores, sus leales reporteras; está en junta en
la dirección; eso, a horas en que ya no había juntas; alguna reportera me
advertía: déjeme ver si está, de parte de quién; la extensión que nadie más que
él podía usar estaba junto a su silla, por lo que Rosy, o Carmen, o Beto, o David,
o Pepe, o cualquier otro, no tenía que ver por todos lados para enterarse si
estaba o no; y cuando me identificaba, decían: no está, está en junta en la
dirección. A la quinta vez decidí que si alguna vez me llamaba, quien
contestara mi teléfono dijera que estoy en junta en la dirección, que le
hablaré el próximo sexenio. Unos días antes del concierto de Bruce Springsteen
me lo topé en un Mix Up; me saludó porque no tenía espacio para escabullirse, y
desde luego no respondió a mi pregunta de por qué no contestaba mis llamadas.
Una mañana me
habló Náncy González: ¿ya viste lo que le pasó a tu cuate? Esta hospitalizado.
Fue un susto en todo el periódico: no voy a narrar lo sucedido, él lo contó,
abusando del espacio, toda una semana, con, creo recordar, un cuarto de página
diario, con detalles escabrosos que alejaron al lector desde la segunda
entrega; en todo ese relato no dijo que durante toda su ausencia conduje su
sección con respeto a sus manías, respetando incluso las columnas no
culturales, donde hablaban sus colaboradores acerca de su ombligo o de las
pantaletas de sus primas; en medio día hice dos páginas para conmemorar un
aniversario de un poeta, con más tino y eficacia que lo que hubiera hecho él.
Ni una palabra de agradecimiento, y sí, disimulado, algún reproche.
Salgo poco, hablo con muy poca
gente; sin embargo me llegan sus resquemores, sus reproches, sus acusaciones,
sus envidias; hizo otra revista, con nombre alburero, y no me invitó; Pepe Nava
me trajo un ejemplar, y el alivio: no me invitaba a colaborar, invitación que
no hubiera aceptado. Ahora me lo reclama, ahora que lo dejan solo quienes se
burlaron de él y que corrió a los que depositaron en él su confianza, su
trabajo, su futuro.
Cuento esto
porque, faltando a la ética, como acostumbra, reproduce fragmentos de un
intercambio de correos aunque le pedí que no lo hiciera, y que no relatara
desde su muy parcial punto de vista mi no aceptación a colaborar en su revista;
como siempre, como cuando Horas Extras,
me acusó de traidor a la causa (la suya). No lo hago por defender mi punto de
vista; sólo respondo a lo que él hizo faltando a la ética, a la ley de derecho
de autor, y a su palabra, que ya veo que no tiene. Puede gritar cuantas veces
quiera que es el único intelectual, sin preocuparse. No me interesa parecerme a
él.
Hace muchos años
de esto; queríamos cerrar rápido el número de La Onda, porque esperábamos la visita de Rotger Rosas, lleno de
anécdotas y ocurrencias, o de Roberto López Moreno, lleno de poesía, de pasajes
gloriosos de su adolescencia, de sus batallas con su primera esposa, más
valiente que él a la hora de enfrentarse con alimañas (no los críticos
literarios, sino ratas, arañas, monstruos); sus primeras chambas, su
conocimiento de la música, de la bohemia, charlista admirable. Sobre todo, tenía
una visión fresca del mundo político; socialista, no era dogmático pero sí
fiero; y nos decía, a Manuel y a mí, de los peligros del socialismo cubano, la
burocracia el mayor de ellos; en sus palabras, Fidel era buen lector, admirador
de la inteligencia, de los intelectuales; por él sería posible un socialismo no
al modo soviético, sino latinoamericano, respetuoso, humano y optimista; Raúl, en cambio, era dogmático,
una especie de Goebbels y, al igual que él, capaz de sacar el revólver al escuchar
la palabra “cultura”; no sé qué piense Roberto ahora, cuando Raúl abre la
posibilidad de acercamiento con el mundo moderno, y sobre todo con la política
estadounidense; lo peor: que sea capaz de creer que Obama es un político
abierto, moderno, respetuoso de los otros, una especie de paladín de la
libertad.
El inmaduro Maduro proclama que no es antiestadounidense, que es
antiimperialista; él admira muchos aspectos de Estados Unidos, como a Jimi
Hendrix y a Eric Clapton.
–No tip?, me
espetó un enorme negro, malhumorado, cuando vio que le pagué exactamente lo que
marcaba el taxímetro; le di uno: que fuera cortés y bien educado.
La película es
horrenda; pese a la presencia de muchas mujeres jubilosas, con gesto jarioso;
de Pérez Prado haciéndola de galán, de los gestos sabidos de Amalia Aguilar, de
los bailes portentosos de Harapos y de Borolas (haciendo sándwich a una mujer
de nalgatorio inolvidable y de sonrisa majestuosa, con un ritmo asombroso,
moviendo la cadera y los hombros mejor que lo hacen las cubanas, sin despegar
los ojos del afortunado Borolas: ¿Celita, la célebre Chelo la Rue?), Adalberto
Martínez Resortes está patético, y ni
siquiera su baile acrobático lo salva, excepto cuando hace pareja con Joan Page
quien se avienta uno de los bailes más formidables del cine mexicano, sin
moverse, casi. La cinta (Al son del mambo)
es tan patética que luego de media hora de música extraordinaria, el locutor
nos despide diciendo que el mundo está al borde de la hecatombe (1950).
Pero excepto una versión de “La
Malagueña” peor que la entonada por Óscar Chávez, hay una sucesión de mambos
con desenfreno pero con calidad; Pérez Prado hace varios elogios de sí mismo,
pero Rita Montaner, Aguilar y Page hacen olvidar esos momentos; hay un duelo
(¿truelo?) de pianistas: Juan Bruno Tarrazas, Pérez Prado y el Chamaco Domínguez más desatado que en
las trovas que lo caracterizaron; los tres, formidables, hacen recordar el trío
de John Lennon, Paul McCartney y George Martin tocando “Rocanrol music”; la
cúspide, aparte de ¿Celita, La Rue?, las hermanas Gutiérrez se avientan un
“Mambo del ruletero” excelente; Rosario es más bella, de rasgos más finos y
gestos sensuales; Anabelle es más expresiva; se ve grandota, al revés que en
sus papeles de niña maleducada pero cercana a la Lolita que estaba a punto de dar a conocer Nabokov; demasiado alta,
demasiado muslona, demasiado nalgona para representar a una ninfeta, pero
incitadora; bailan con ritmo, y cuidan que se le vean las dos piernas, pese a
que sólo traen descubierta una; están descalzas, como las Dolly Sisters y Page,
y demuestran que no son necesarios los tacones altos para presumir derrière.
Como se sabe, los mambos casi no tienen letra, y si la tienen, son pujidos, más
explosiones de júbilo que ganas de narrar algo; en ese mambo resaltan unas
palabras, casi monosílabos: libre, chafirete, que sí, que no, el ruletero, el icuirique,
el macalacachimba (según Monsiváis, “el que muerde la pipa”, juarevermindat);
nunca “taxista”, siempre ruletero o chafirete.
En otra cinta de la misma época,
la inolvidable Elsa Aguirre es olvidada por Rafael Baledón, aunque él realizó
el parto, después de embarazarla (digo, podía olvidar su cara, pero ¿lo
demás?); antes de la seducción, más culpa de ella que de él, porque cuando el
mayordomo le sirve una bebida como para embriagarla, Baledón prefiere darle un
daiquirí suavecito, como para demostrar que es un
caballero (con ella, porque con otras quién sabe, si el mayordomo
prepara bebidas embriagantes sin consultar al patrón); pese a todo, él no
insiste y más bien insinúa que ya se vaya, y va a pedirle un libre; ella acepta
que la lleve, y la lleva.
Si en una comedia con tintes
patéticos y en un melodrama muy cómico se refieren como libres o ruleteros a
los automóviles que daban servicio de alquiler, ¿de dónde sacan los novelistas
actuales que los ruleteros se llamaban “taxistas” y los libres “taxis”?
Claudia Hernández
de Valle-Arizpe reclama, con razón, la moda de hablar y escribir eludiendo la
concordancia: la primer mujer, la primer derrota; estoy de acuerdo, y acoto una
variante correcta: el primer beisbolista, el primer futbolista, el primer
dentista, el primer ensayista, el primer modista (lo hago, desde luego, por
molestar); y salta la liebre: está permitido decir “modisto” en bien de la
modernización del lenguaje; ¿en bien de esa modernización ya podemos decir
dentisto, futbolisto, deportisto, novelisto?
¿Cómo dirige una
estación de radio dedicada al rock un fanático de Chava Flores, tan
antirroquero? Alguien que se hace pasar por conocedor de los Beatles y su
máximo forofo (Yo soy el único beatlemaniaco de México, clama como aquél)
cuenta que Paul llegó a casa de George o de John o de Ringo y mientras
esperaba, se enteró de las giras que debían hacer; se fue al jardín, se tomó
una taza de té, y compuso “Here, there and everywhere”; ¿se dice conocedor de
los Beatles y desconoce qué quiere decir “take some tea?”. Antes que ellos,
Agustín Lara se echaba “un tecito” y componía; y cuando mi amigo Marco Pulido
le preguntó si era cierto, mostró la yerba y retó a sus críticos a que la
probaran y compusieran.
A propósito de
componer, rompo mi encierro y vamos Lourdes y yo a la mansión de Carlos Ramírez
para conocer a Mario Carrillo, hijo de Álvaro Carrillo; gano nuestra cena al
contar que Manuel Gutiérrez y Horacio Rodríguez me cayeron al Tío Pepe, les
gané en el dominó, porque les importaba más llevarme al Bar de Perico; ya había
tratado de ir allí, entusiasmado por conocer a Pancho huyendo de Ramona, pero
me encontré con un sitio tétrico, oscurísimo; no recuerdo si me impacienté y ya
no esperé a Marco Pulido, o él no llegó, pero me alejé del lugar; Manuel y
Horacio me juraron que ya era otra cosa: un piano alrededor del cual había varios
bancos; Manuel y Horacio tenían su lugar apartado, y me consiguieron uno,
privilegiado; en el resto del local, semioscuro, parejas que cantaban en voz
baja, celebrando lo que pedían los cercanos al piano. El pianista tocaba lo que
pedían, y todos, menos yo, cantaban; yo, más plácido, lo disfrutaba. Horacio
sonrió cómplice cuando cantaron “como aberrante viviré” (gracia de las
sinalefas, que aquél no entiende), Manuel cantó en segunda voz “Nocturnal”, y
alguno de los asistentes me preguntó qué canción me gustaría oír; Horacio dijo
que él la invitaba; dije “cualquiera de Álvaro Carrillo”; se hizo un silencio
inesperado; aunque no creí haber dicho algo inconveniente, los miré preguntando
si había cometido una imprudencia: sí, me aclararon. “Aquí se dice ‘San
Álvaro’”.
Mario Carrillo cuenta una
anécdota; San Álvaro y José Alfredo disputaban sobre el reino de los cielos, y
convinieron en hacer, José Alfredo, un bolero, y San Álvaro una ranchera; y él
comete una imprudencia: José Alfredo hacía mejores letras y mi padre mejor
música; no puedo contenerme: Falso, las letras de José Alfredo están llenas de
lugares comunes; tiene muchos aciertos, como la mejor definición de la
desilusión amorosa (“otra vez a brindar con extraños”), pero hace muchos trucos
para alargar o cortar versos, y sin la música sus letras son poca cosa;
Carrillo, en cambio, logra frases que expresan una pasión sin caer en
vulgaridades: “amor mío, tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor; ya
me ha dicho que estoy en la gloria de tu intimidad”; muy pocas veces en la
poesía popular hay una descripción tan elegante del orgasmo; no deja de cometer
alguna soberbia como “tanto tiempo disfrutamos de este amor”; los invitados,
grupo heterogéneo pero simpatiquísimo, cordial, amable, generoso (Luis Soto ni
siquiera me reclamó tantas veces que excluí su columna por no terminarla a
tiempo), escucharon con atención mi definición de las canciones de San Álvaro, y
en general estuvieron de acuerdo; los excelentes guitarristas jovencísimos que acompañan a
Mario Carrillo sonrieron y asintieron cuando afirmé que Bill Clinton podría
haberle llevado serenata a Monica Lewinsky y cantarle “en la boca llevarás sabor
a mí”; más discreto, Carlos Ramírez se abstuvo de afirmar, como lo había hecho
antes, que Lewinsky podría haber contestado que “como se lleva un lunar, todas
podemos una mancha en el vestido llevar”.
Mario Carrillo relata anécdotas
de cómo escribió su padre algunas de sus canciones; cobra sentido el desaire
que le hizo una gringa de ojos celestiales, pero que en la fiesta a que lo
había invitado ni lo pelaba; él se escabulló, sin saber qué pensaba de la
canción que le había obsequiado, y mientras encontraba un libre compuso la
extraordinaria “Seguiré mi viaje”; no me atreví a preguntar a qué se refería
con “si mi más grande amor tan pequeño lo ves”.
De pronto, en
medio de tanto desmadre y tanta vulgaridad, llega a la red, como un rumor
maligno, la muerte de Isabel Fraire; lo que siento y digo de su poesía lo
publiqué hace pocos años, a raíz de la edición de su obra completa. Como con
mucha gente, su obra la dejo para después; recuerdo en cambio su generosidad,
sus alientos, su belleza, su compañía en fiestas apocalípticas, y algunas
veces, compartiendo taxi, luego de comidas en las que parecía que pasaba algo
detrás de las puertas que se abrían de golpe y se cerraban (perdón por la
cacofonía) con violencia. Tuvimos varias pláticas; la última la molestó, cuando
dije que me informaban que Juan Vicente Melo (en cuya casa la conocí, en
Mariano Escobedo casi esquina con Mazaryk) estaba muy enfermo, que lo habían
encontrado sin sentido; me contradijo: está muy sano, eso es una mentira; a los
pocos días Melo falleció. Pero no volví a hablar con ella. Recuerdo su
elegancia y su audacia.
El mismo día me topo con la noticia de la muerte de Dallas Taylor, un
baterista del que sólo se acuerdan los conocedores; talentosísimo, su carrera
se vio limitada a acompañar a Crosby (el auténtico), Stills, Nash y Young y sus
variantes; es el baterista de Manassas; su talento se lo comieron las drogas,
la indisciplina, la dispersión; nacido en 1948, le pasó lo que a muchísimos de nuestros
contemporáneos, pero me callo sus nombres. Y me topo con otro fallecimiento, el
de Gunter Grass; lo leí, lo plagié (unas cuantas líneas), traté de escribir una
novela según yo muy audaz, y cuando iba por el tercer capítulo me encontré que
lo que intentaba él lo había logrado con su novela mejor, en mi consideración: Anestesia local. No todos sus libros me
gustaron, todos me parecen una búsqueda incansable, tanto en estructura como en
lenguaje; quiso deshacerse de dogmatismos y lo atacaron cuando vio que lo
extremo era tan grave como lo que atacaba. Lo acusaron de nazi cuando,
adolescente, cumplía con lo que le ordenaban; su pasado lo persiguió como si
hubiera sido un pecado, sin considerar que fue de los pocos que lo confesó, que
se arrepintió aunque no era su culpa; se arriesgó en muchos aspectos. Nunca
dejé de admirarlo. Sólo notó un aspecto no admirable en su vida: ¿cuántas
viudas mexicanas deja?
Termino estas líneas y una llamada me deja frío: pocas horas antes falleció Patricia Gaytán, esposa durante 50 años de mi tío Pepe. Estremece toda mi casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario