Fue durante los años setenta;
se había extendido el uso de las calzas, mal nombradas pantimedias, cuyo
material no ocultaba el borde de las pantaletas, y los muy oportunos
fabricantes se dieron a la tarea de ofrecer unas que fueran más discretas y no
se delatara esos bordes que, por lo demás, pocas veces eran atractivos y mucho
menos eróticos. En donde iban las panties las calzas lo dibujaban.
Hay que apuntar también que fue antes de la aparición de
las pantaletas “tipo francés”, que eran largas y dejaban parte de los glúteos
fuera de la protección de la tela; o de las primeras tangas, que popularizaron
las brasileñas en sus playas y después en la vida cotidiana, y que eran
diferentes de las actuales tangas y más aún del llamado hilo dental, que ya no
se usa para lo que se usaban las pantaletas primeras, ni menos aún de los
bloomers o de lo que los novelistas franceses llamaban pantaloncitos, o sea
para proteger de infecciones una zona de por sí sensible.
(Ya lo he dicho: pantaleta viene de pantalones, que
vienen del cómico Pantaleón que usaba unas calzas tan aguadas como las prendas que
usó en los años cincuenta y principios de los sesenta del siglo XX Antonio
Espino Clavillazo —y suena muy
pedante decir que Clavillazo es una
derivación de Palillo, al que quería
imitar—; a falta de un nombre que no perturbara a quienes lo pronunciaran,
comenzó el “pantaloncito” que al principio llegaba a las rodillas, luego a
medio muslo y luego se limitó a la zona entre la cintura y el principio de los
muslos; los españoles les llaman “bragas” pese a que las mujeres nada tienen
que bragarse aunque muchas son más valientes que hartos hombres, sino que lo
diga López Obrador que sufre mucho cuando sus adelitas comienzan a
alebrestarse.)
Una prenda que no se veía mucho porque las faldas eran
largas y llegaban, ya muy atrevidas, debajo de las rodillas, de cualquier
manera causaba emociones encontrarlas cuando los hombres las atisbaban (al
subir a los camiones, al sentarse de manera poco elegante, al bajar de los
autos, si es que se atrevían a abordarlos), pero no sucedía con frecuencia;
durante muchos años no cambió de forma, sino hasta que las minifaldas las
delataban, o cuando los pantalones, que las ocultaban, se empezaron a usar
debajo de la cintura, y aparecieron al mismo tiempo pantalones y pantaletas
“bikini”, en homenaje a la prenda que inundó las playas europeas y que eran más
breves que los ya por sí atrevidos trajes de dos piezas, que dejaban al
descubierto el ombligo. Las calzas o pantimedias sustituyeron a las medias (o
medias calzas) y a las ligas y a los ligueros, que excitaban a los voyeristas
de entonces.
El cine, que va al parejo de los cambios sociales, apenas
se atrevió a insinuar las pantaletas de Marilyn Monroe en The seven itch, del muy atrevido Billy Wilder (uno de los primeros
en no enfadarse con la infidelidad femenina en una memorable Kiss me, stupid, donde una de las
protagonistas —la discreta Felicia Farr—muestra las pantaletas durante poco más
de un segundo). Pero circularon las fotografías de la escena, en que el aire
levanta la falda de Monroe y quedan expuestos pantaletas y algo de glúteos.
Pero ya a finales de los sesenta una muy provocativa Natalie Wood luce un
upskirt inesperado en Bob & Carol
& Ted & Alice y más visible pero más púdico en La carrera del siglo.
Más
discretas son las escenas en que muestran las pantaletas Wood y Rita Moreno en West Side Story mientras bailan algo que
llaman chachachá.
El
cine mexicano fue más atrevido: en los años cuarenta Virginia Manzano baila
swing en Un beso en la noche y en una
vuelta permite que el espectador se sorprenda durante un segundo; Rosario
Granados se abre una túnica y ataranta al de por sí atarantado Luis Sandrini en
El baño de Afrodita; Mapy Cortés en
alguno de sus bailes suspende el aliento de los espectadores, y más aún,
nuestra chica del suéter Lilia Michel le da vuelo al vuelo de su falda, pero lo
culmina con un gesto entre apenado y pícaro; en los cincuenta, Elsa Aguirre se
queda en sostén y pantaloncitos (negros, para hacerla más excitante) frente a
un alarmado Pedro Infante en Cuidado con
el amor, y antes, en 1939, Elisa Christy y Virginia Serret se muestran en
camisón transparente que no disimula pero hace como que, ante el estupor de
Jorge Negrete.
Más
atrevida para su fama, pero acorde con la moda, Angélica María expone sus
pantaletas tres veces (en una banca de la Alameda en un sittin’, rodando en el pasto, trepando un muro) en Cinco de chocolate y uno de fresa; en La verdadera vocación de Magdalena un
aspirante a cantante le baja el pantalón de la piyama y queda en grannies blancas; Leticia Robles se
agacha en una de las poses favoritas de los erotómanos, y muestra su ropa
íntima en La sangre enemiga aunque su
competidora Meche Carreño fue más atrevida, y mucho años después, sin motivo,
en El día de las sirvientas imita la
postura de Robles. Antes, en varias cintas, su indiscreción era más natural (La vida cambia, La mujer perfecta, El mar)
y menos provocativa.
Elsa
Aguirre hace un vulgar upskir sitting
en El cuerpazo del delito, donde se
mostró muy bella pero inepta para la comedia, como bien dictaminó Emilio García
Riera.
En la vida real las
minifaldas exponían piernas y pantaletas de adolescentes y adultas; para ellas
era normal; para el hombre, menos apto para los cambios sociales, significaba
espionaje, voyerismo, y muchos lo tomaron como invitación a la contemplación o
coqueteo.
En ésas estaba el mundo cuando los publicistas,
derrotados por la realidad, inventaron unas calzas que tenían pintada una
imitación de pantaletas, y lanzaron la campaña: “Caramba, doña Leonor, ¡cómo se
le notan!”. La frase perduró mucho más tiempo de lo que duraron esas prendas
que pocas mujeres adoptaron, pero algo cambió; lo que antes era natural se
volvió incómodo, y muchos pronunciaban el eslogan más por molestar que por
advertir que veían más de lo que pretendían.
En la época en que las
pantaletas (ahora las llaman “grannies”) ocupaban más espacio que el que ocupan
ahora las truzas, los colores eran discretos: blancas, por lo regular, ocasionalmente rosa pálido o azul pastel; negras,
sólo las muy atrevidas y las que aparecían, ocasionalmente, en la pantalla del
cine; si las portadoras eran descocadas o no estaban seguras de su discreción
(a veces bailaban swing en las fiestas), usaban coquetos holanes; el material,
muy limitado; nylon o algodón; éste, más recomendado para la higiene, no para
el erotismo.
En
la época de la minifalda ya eran más vistosos: con estampados coquetos o
divertidos, con imágenes de corazoncitos; algunas, atrevidas, portaban
letreros, por lo general en inglés, por lo sintético (“Knickers!”, se burlaban
algunos adelantándose a la expresión espontánea y más bien imaginada del
espectador; “Kiss me”, invitaban pero de lejos, las highesculeras, como les
decía Parménides García Saldaña; o con unos labios pintados); en español no
eran tan atrevidos.
Los
materiales eran más diversos; alguna marca insinuaba “algún día alguien los va
a ver; ese día puede ser hoy”, y para mayor atrevimiento eran semitransparentes
excepto en el puente; eran épocas en que el vello era incitador y erótico,
antes de que por malas influencias del extranjero, como se decía antes,
comenzaran a depilar, primero con el pretexto de la tanga brasileña; después,
por imitación de las modelos de Self-play,
boy, como llaman en Mad a la
revista menos atrevida de las que exhibían desnudos femeninos.
¿Grannie o tanga?”, pregunta DiNozzo a McGee, presuponiendo que éste espía a Ziva, a quien ayuda a que espíe por la ventanilla alta de una
puerta; “let me see your knickers”, dice DiNozzo a Caitlin, en una escena
imaginaria porque ella ya fue asesinada, y en un fly skirt muestra una pantaleta blanca con un estampado
infantiloide al frente; hasta la más o menos púdica Shelley Long (excepto en Night shift, donde aparece varios
minutos en pantaletas bikini, que dejan al aire las piernas pero nada de
glúteos; o en The Money pit, donde
copula vestida con Tom Hanks; o en Hello
again, donde no muestra pantaletas porque no trae, aunque sólo se atisba un
segundo o menos cuando se le abre la bata) las despoja de erotismo con una
exposición banal, sin chiste, aunque era muy bella en esa época.
La aparición de Daryl Hannah sin pantaletas en Splash, en donde John Candy trivializa
el espionaje con el truco de agacharse a recoger una moneda, comenzó una lenta
pero aparentemente duradera desaparición del erotismo con la visión de
calzones; la visión de los calzones blancos y con holanes de Katty Russell en
una escena accidentada, o la proliferación en el show de Benny Hill los fueron
haciendo inocuos y hasta cómicos los upskirts. El reflejo de las pantaletas de
Anna Faris en una espada, y la sonrisa pícara de unos extraterrestres, recalca
que se acaba el erotismo si se vuelve trivial y cómico.
Uno de los lugares usuales del espionaje de pantaletas
había sido el transporte público; las aglomeraciones han propiciado algo no
erótico, más brutal, el manoseo o el acercamiento sin permiso; antes, cuando un
hombre reclamaba que alguien observara a su acompañante, se exponía a que le
contestaran “ella es la que está enseñando”; ahora, hasta la mirada más fugaz e
inintencionada es motivo de acusación, a veces hasta de chantaje; desde hace
meses hay también la acusación de que muchas de las escenas eróticas fueron
realizadas bajo presión, con amenazas de no sólo despedir a las actrices que se
negaran a filmarlas, sino de obstaculizar su carrera. La proliferación de
escenas donde se simulan cópulas, o con desnudos sin motivo ni justificación,
fue resultado de presiones, y además acompañadas por cobros en especie; ciertas
o no las acusaciones, el espectador ve con otros ojos esas escenas.
Aunque es cierto que pocas actrices inteligentes se han
sumado a las acusaciones o al movimiento #metoo (ni Susan Sarandon, Emma
Watson, Brigitte Bardot, Sharon Stone, Jeanne Triplehorne, Sophia Loren, Gina
Lollobrigida), es verosímil que haya habido productores o directores que se
hayan aprovechado de esas actrices que ahora reclaman, también es cierto que
muchas han mentido o exagerado.
Lo cierto es que se teme hacer un piropo, invitar un café
o una copa, ofrecerse a acompañar a una compañera de trabajo a su casa, y más
todavía preguntar a qué hora van por el pan. Parecen inconcebibles escenas en
las que Alfonso Zayas, Alberto Rojas o César Bono interpreten papeles de
afeminados; suenan imposibles cintas como El
miedo llegó a Jalisco o Me gustan
valentones, donde la resistencia a discutir a madrazos suena a poca
masculinidad; incluso ya no parecen adecuados comentarios como el de Emilio
García Riera sobre el papel de Joaquín Cordero en No me quieras tanto (“lamentable mariqueta”) o el de José de la
Colina sobre el Cristo de Enrique Rambal en El
mártir del Calvario (“Cristo no era el maricón de mejillas rosadas…”).
Ante esa deserotización de la vida cotidiana ha surgido
un movimiento muy atrevido: visten pantalones tan ceñidos que se dibujan no
sólo los glúteos, también las tangas, los hilos dentales; o con los vestidos
pegados los glúteos, enormes y desproporcionados, se mueven de manera arrítmica
y poco atractiva, pero no dejan de llamar la atención; o los shorts descubren
parte de uno de los glúteos, o a veces los dos; los escotes son muy
pronunciados, y a veces traen pantalones de peto sin sostén; han regresado las
crinolinas que destapan las piernas y permiten atisbar sin indiscreción. Eso,
en la vida privada, porque en los medios masivos las entrevistadoras se sientan
con descuido, a la menor provocación hacen un outfit, las que pronostican el clima se ponen de perfil para que el
espectador ponga más atención a los prominentes glúteos que a las indicaciones
sobre tormentas o calores; se prestan a jugar carreritas indiscretas, se ponen
faldas cortitas y calzones vistosos que no se pueden obviar; hacen competencias
para ver quién es más indiscreta, salen de las piscinas usando tangas que
destacan nalgas que resultan grotescas.
Cuentan, las públicas, sus desventuras eróticas, cómo
fueron seducidas o cómo sedujeron (alguna, despechada por los famosos a los que
se les ofrecieron), cuántas veces copulan en una noche, y con cuántos y en qué
posiciones; se dejan fotografiar en revistas cuando las manosean, las cargan
enseñando lo que dejan al desgaire, y contradicen el movimiento que intenta
frenar el acoso.
Las faldas pegadas, los pantalones ceñidos, los descotes,
como se decía, se vuelven más visibles porque no ocultan; por eso uno recuerda
aquel eslogan: Caramba, doña Leonor, ¡cómo se le notan!