viernes, 3 de junio de 2016

Bendito sea el árbol... Librerías muy distinguidas

En algún recuento de los piropos pasados de moda (“bendito sea el bosque donde cortaron el árbol de donde sacaron la madera con que hicieron la cuna donde te mecieron… etcétera”, “bendito sea el mármol del que construyeron la pila del agua bendita donde te bautizaron…) Carlos Monsiváis afirmaba que la manera correcta de emitir un contundente “mamacita” era adelantar la mandíbula y apretar los dientes, con los labios semicerrados; hay que agregar que  debe murmurarse la palabra de tal manera que sólo la escuche la pretendida, que por lo regular es una desconocida, y que elogiarla remitiéndola a las más oscuras veredas del complejo de Edipo, pocas veces tenía consecuencias favorables; por lo regular se hacían las desentendidas, y alguna que otra reaccionaba con un “¡atrevido!”, en la literatura o el cine, o un “pelado” en la vida real. Mi amigo Marco Antonio Pulido aseguraba sin embargo que un conocido suyo tenía éxito cuando menos una vez al día y encontraba respuesta favorable para hacer que las pasiones se conservaran encendidas, y lograba, cuando menos una vez al día, un encuentro furtivo sin más consecuencias que un par de horas de las que no tenían que hacer aclaraciones a sus respectivas parejas.
                La reciente propuesta del “jefe” de “gobierno” del Distrito Federal, de proporcionar silbatos con colores no aprobados por la mayoría, para que las mujeres se defiendan de los acosadores, más allá de las bromas por lo inoportuno de las palabras, de los colores y de los malos entendidos, puede alejar a los acosadores, que de plano demuestran y exponen sus complejos y sus frustraciones; lo malo es que puede acabar con la tradición de elogiar la belleza femenina; en alguna canción, Jorge Negrete declara que “me gusta echar mis piropos cara a cara a la mujer, y no chifliditos tontos (fiu-fiu, en una torpe onomatopeya) copiados no sé de quién”, sin que hubiera protestas de parte las aludidas; en Dos tipos de cuidado Infante intenta pedalearle una bicicleta a Negrete diciéndole que si no (una serie de sonidos intencionados e ininteligibles) nomás un ratito, y lo único que ella contesta es un coqueto “no seas malora, Perico”. En la misma cinta, poco antes, Yolanda Varela reclama a Infante una serie de aventuras fugaces, y éste las explica de manera poco convincente, hasta que ella señala a una empleada de correos, e Infante, gozoso, califica esa aventura como una “entrega inmediata”. Varela termina la relación, y después dice que sólo lo quiso presionar, pero que se le pasó la mano.
                Negrete, ante la negativa de Carmelita González de asistir a una kermés, no encuentra inapropiado conseguir la compañía de otra jovencita (la que Infante intenta bajarle), y caballeroso, dice a González que no la puede dejar plantada porque es un caballero. Cuando Infante le había querido jugar contras, estaba con otra cariñito de un instante, a la que busca embriagar, y uno puede suponer las intenciones: en una kermés hay bodas falsas que permiten a los participantes simular el maridaje y jugar de manera un poco más atrevida. Todas las escenas de Dos tipos de cuidado serían impensables en estos meses, porque hay acoso, asedio, conspiración, y los dos galanes, ya entrados en años pero que se fingen veinteañeros, sólo respetan a la que va a ser su esposa. Después, ni volverlas a ver.
                Desde luego que no es la única cinta donde hay acoso sexual, donde las mujeres reciben casi siempre orgullosas piropos y galanteos: “¡qué buena estás!”, grita a Infante a una Marga López agringada y a quien Infante supone ignorante del español; un grupo de enlutadas llora cuando Víctor Manuel Mendoza, en una fantasía, elige a López para esposa: ¿quiénes son?, pregunta ella, y Mendoza, orgulloso, declara que son “las abandonadas”, por lo que uno puede suponer que hubo razones de peso para que esas abandonadas lo sean, y no sólo suspirantes; en esa misma cinta, cuando ve las cadeiras bamboleantes de una transeúnte, después de un titubeante (a propósito) “álgame Dios, cuerpo de tentación”, ella, de cara no tan agradable como el nalgatorio, se acerca, ofrecida, mientras la abuela Sara García, en vez de reprenderlo por faltarle el respeto a una mujer, completa la frase: “y cara de arrepentimiento”; la escena termina cuando Infante dice que no se dirigía a ella, sino a su abuela (¿diciéndole cuerpo de tentación?) la ofendida completa: “su abuela”, pero en tono de mentada (o mencionada). En Calabacitas tiernas Germán Valdés atisba con mirada golosa los traseros de Nelly Montiel, Amalia Aguilar, Rosina Pagés y sobre todo el de Rosita Quintana, mirada ante la cual las transeúntes de ahora pitarían el silbato y acusarían lascivia. Igualmente, Antonio Badú e Infante inspeccionan con la mirada los traseros de Carmelita González e Irma Dorantes, suponiéndolas sirvientas de la casa del presidente municipal que los tiene presos no por acosadores, él mismo lo es, sino por tramposos y alborotadores; ellas no protestan, más bien se muestran complacidas (ya se ha comentado en este blog que, en una ceremonia de coronación municipal, las invitadas reaccionan con respingos cuando Infante pasa tras ellas, lo que hace suponer “tocamientos”); más asombrada que ofendida, Margot Kidder se queda paralizada cuando Christipher Reeves le hace un “tocamiento” en los glúteos no tan inocente pero que parece involuntario cuando Kidder le muestra las oficinas de El Planeta, en la primera cinta de la saga de Supermán de los años ochenta; más complaciente Kim Bassinger permite que Michael Keaton le quite el rollo de fotografías que había escondido en el escote. En Sí, mi vida Rafael Baledón pregunta su su supuesta prima Silva Pinal que cómo está, y ella, orgullosa, proclama que “muy buena”, que se presta más a la descripción física que a la espiritual; sólo queda confirmar que Pinal no mentía. A propósito de esa frase, un grupo de mujeres, que en grupo se envalentonan, preguntan a Infante que si su amigo Jorge Bueno “está bueno”. Abundan en nuestro cine las alusiones a lo buena que está una mujer, que por lo regular agradece la observación. No sólo: en el cine y la literatura: Roy Orbison, Elvis Presley y Jim Morrison en alguna canción aluden a la belleza física de una mujer, sin que nadie se ofenda.
                ¿Cómo diferenciar el acoso del coqueteo? En tiempos menos feroces se decía que el hombre avanzaba hasta donde la mujer lo permitiera, y que debería entender que ante un “no”, tendría que detenerse, aunque luego algunas reclamaran: dije que no pero no quería decir no, con tono de “estúpido, sí quería”. ¿Detenerse ante la resistencia? ¿Y si ellas veían al hombre como diciendo “por qué te detienes”? ¿Cómo saber si se sienten halagadas u ofendidas ante un piropo?
                Las mismas palabras, la misma mirada, el mismo piropo dirigidos a la misma mujer por parte de dos hombres diferentes pueden tener distinto impacto: los de uno las irritan, molestan, insultan; las de otro las halagan, se sienten mimadas, elogiadas, agradecidas; ¿es la lujuria en el tono, en la mirada? Por no hablar de otra posibilidad: la de quienes esperan que algún hombre las piropee, para dar a entender lo dispuestas que están a seguir escuchando esos piropos. A veces son ellas las que sostienen la mirada, las que parecen sonreír con los ojos, que es más insinuante que la sonrisa; ellas las que sonríen en un encuentro inesperado o fortuito, incluso a un desconocido, sin que signifique coqueteo, o por lo menos no tan inmediato. Conozco el caso de una mujer a la que el suegro le decía: “esos ojos, esos ojos”, y en Colombia un joven, apellidado Mejía, denunció que una morena bastante hermosa lo acosaba, se le repegaba, lo rosaba (sic; así está la ortografía en los periódicos mexicanos); por temor a ser acusado de acoso, no se alejó mucho; en respuesta a su queja, lo han llamado gay.
                Esto sucede en tiempos en que la iniciación sexual tiene lugar casi seis años más temprana que cuando se creía que era demasiado pronto, algo que alarma porque, dice Salma Hayek, coger diario hace que se pierda el encanto; o como decía la grupie mayor de la cultura mexicana, “de tanto que se da una se queda vacía”. Las que pueden divulgar sus intimidades confiesan que a los 14 años y que les dolió, lo que habla de un desequilibrio, que no va a arreglarse con la nueva orden de que no pueden matrimoniarse los menores de 18 años, ni siquiera con la venia de los padres, que mediante la tintorería de la boda limpiaban muchas manchas (Guillermo Álvarez Bianchi, a Enrique Rambal, en El día de la boda). Una cosa es la realidad y otra la teoría. ¿La represión conlleva violencia?, ¿los abusos, los tocamientos, los acosos, las palabras lujuriosas son producto de la incapacidad de relacionarse hombres y mujeres?
                Grace Kelly no se molesta cuando, al alejarse, Bing Crosby le pregunta si ha adelgazado; la protagonista de la canción de Beni Moré usaba relleno para que los hombres la tuvieran que mirar aunque después, sin siquiera averiguar, se supo que las mujeres son muy bobas si nos tratan de engañar (como la protagonista de un relato de Cristina Pacheco, que con tarzaneras con relleno vuelve a enamorar al marido). ¿Son tiempos de mojigatería, o para atenuar las soledades arrepentidas de las que arrastran un niño y recuerdan a un hombre.

Al caminar de Reforma y Juárez a Juárez y San Juan de Letrán, o del otro lado de la Alameda, por avenida Hidalgo de Juan Ruiz de Alarcón a Rosales, uno se encontraba con un buen número de librerías: El Caballito, Librería del Prado, Porrúa, Librería del Sótano, Otero, Libros Escogidos, Librería de Cristal, más dos o tres de lance; además estaba el recuerdo de la Zaplana, pero quedaba otra Zaplana, por San Juan de Letrán, tres cuadritas hacia el sur  más otra en Juárez (¿Libros Técnicos, se llamaba?) y otra en San Juan de Letrán; podía cruzarse San Juan de Letrán (entonces se podía, además de que había camellón a la mitad de la calle) y llegar a la Madero, en Madero, y en 5 de Mayo estaba otra De Cristal, otra Porrúa, Munguía, y tras pequeñas pero bien surtidas, hasta llegar al Zócalo, donde aún quedaba una con nombre de otras épocas, como El Volador.
                Quien atendía Otero (¿era el nombre del dueño o de la librería?) era seco y áspero, pero encaminaba al cliente hacia lo que él imaginaba que podía interesarle; en Libros Escogidos Polo Duarte siempre tenía un tema para platicar, chistes de moda, y apenas entraba alguno de los habituales, se le iluminaba la cara, y sacaba quién sabe de dónde un libro, novedad o una edición rara, que sabía que lo iba a entusiasmar; los más frecuentes esperaban la hora del cierre para compartir con Polo una o dos cervezas en El Golfo de México o en El Horreo; menos familiar era la Librería del Prado, pero cualquiera que recibiera al cliente (don Félix, Carlos Hernández, Humberto, Álvaro) conocían sus gustos, ya le habían apartado lo que pedía, o ya lo habían telefoneado para avisarle de un embarque de España, con títulos interesantes; cada semana, durante un año, las Selecciones del Séptimo Círculo; cada mes, un tomo de Peanuts; era frecuente encontrar a periodistas, actores, escritores, en amable tertulia, más discreta pero no menos entusiasta que las que hacía Duarte, mero enfrente. A veces, en la pequeña oficina al lado del local abierto, la invitación de un café o un té, acompañada de una petición, siempre extraña pero siempre incitante: localizar un texto antiguo que usarían para una edición especial, o el regaño por una reseña apresurada; con Carlos Hernández, un  café en el Sorrento o en el Sanborns, lleno de pláticas divertidísimas que siempre desembocaban en el relato de un encuentro casual que había originado un libro; en la Del Sótano, un siempre ocupado Gerardo López Gallo salía de su despacho para informar que había encontrado un título raro que nos había guardado antes que lo encontraran Otaola, o Raúl Renán; la invitación: espérese a que termine esto y luego nos tomamos una copa (antes, llevar a Irma, la cajera, a su casa en Tlatelolco), y la plática durante dos o tres horas siempre hablando de literatura; si en la Del Prado y en Libros Escogidos los clientes tenían crédito, en la Del Sótano, un descuento mayor al habitual.
                Cada lunes la Porrúa cambiaba el orden de la vitrina exterior y ponía al frente las novedades de la semana; era la única de todas que atendían en un mostrador, aunque los empleados, amables, mostraban con rapidez el título que se pidiera; el mostrador de Libros Escogidos era pequeño, y el visitante podía revisar a placer los plúteos y todos los libreros, retacados de piso a techo; en la Del Prado el mostrador ocupaba un lugar apenas mayor que la caja, y los libros estaban expuestos en un anaquel y en las paredes; en la Del Sótano había, además de libreros por todas las paredes (al principio, pequeña, fue creciendo hasta abarcar un tamaño casi tan grande como los de las Zaplana), y mesas que mostraban títulos por especialidades; en la entrada, libros de lujo, y ya en el interior, por novedades, y luego por editoriales.
                La Zaplana parecía descuidada, pero la vigilaban rigurosamente, porque las mesas, bien dispuestas y con libros arriba y abajo, propiciaban que se agacharan los clientes y se escondieran de las miradas de los empleados.
                Las Librerías de Cristal combinaban el local cerrado con los espacios abiertos, y en las vitrinas exteriores, las novedades, pero cada módulo albergaba especialidades.
                Más allá del corredor de librerías asentadas en la Alameda, en Insurgentes Centro y principios del sur, reinaba la Hamburgo, con Navarrete que había comprado el local al fallecimiento de don Andrés Zaplana; cualquier día de la semana se topaba el visitante con escritores ilustres, unos amables y otros muy mamones, que escudriñaban las apretadas mesas con novedades, las cercanas a la caja, por especialidades o editoriales las lejanas (cerca de la entrada, en un muro de carga, las policiales, donde podía uno encontrar más o menos la mitad de El Séptimo Círculo, la original). El “Quihubo campeón”, el saludo de Navarrete (o el más discreto pero también cálido de Islas) reconfortaba, y anunciaba también que nos tenía una sorpresa.
                En Reforma, en un espacio pequeño, dos librerías entrañables: una variante de las Porrúa donde conseguí casi todos los primeros libros de José Donoso; en donde había estado una librería del Fondo, la Antigua Robredo; la original Robredo fue afectada por las obras del Templo Mayor, y emigró; dos Rafael Porrúa atendían con timidez no exenta de amabilidad. Escondidos, los tesoros que rescataron del local original, y donde conseguí, azorado, la primera edición de A la orilla del mundo, de Octavio Paz. (Aún tengo buena memoria: recorro mis libreros y recuerdo en qué librería encontré, conseguí, compré, casi todos ellos; de casi todos, si no la fecha, la semana; por eso me estremeció la anécdota contada por García Márquez del jubilado que acomodó sus libros no por autores ni por editoriales, sino por el orden en que los fue leyendo.)
                Más al sur, además de la Universitaria, con Raúl Guzmán, siempre irónico, no parecía la bodega de clavos en que después se convirtieron las libreras de la UNAM; y cerca de la glorieta del Metro Insurgentes, Roberto, pirateado de la Del Sótano, regenteaba una pequeña librería que tenía tesoros importados de Cuba o de Argentina (y cerca, una disquería asombraba con las rarezas que ofrecía y que los Mercados de Discos escondían).
                En casi todas esas librerías los empleados, los dueños, los encargados, conocían a todos sus clientes a partir de la tercera visita, sabían sus gustos, qué los entusiasmaba; si no llevábamos dinero nos permitían llevárnoslo a crédito, o lo guardaban o lo escondían hasta que regresáramos por él.
                Las nuevas librerías, que se atribuyen un hilo negro que ya existía desde principios del siglo XX, carecen de la calidez, la magia, la plática, la tertulia; queda uno que otro librero que sobrevive de aquella época que, mucho me temo, comenzó a derrumbarse con el sismo del 19 de septiembre de 1985. Ya no encontramos a Polo, a don Félix, a Carlos, a Gerardo, a Roberto, a los anónimos pero amigables de la Porrúa; a lo mejor existen locales, pero apenas uno que otro librero que sabe.

Una iniciativa para poner en alguna de las treinta y tantas constituciones reglamentar horarios y salarios del personal doméstico me hace recordar una anécdota que me contó mi amiga Margarita García Flores, de cuando algunas intelectuales mexicanas intentaban sentirse feministas, y en la lujosa casa de una de ellas, muy famosa y muy premiada, discutían sobre cómo promover y reivindicar los derechos de las mujeres, y se enardecían ante el recuento de las injusticias e iniquidades sufridas por la mitad (más o menos) de la población; y cuando más embaladas estaban, la anfitriona preguntó “muchachas, ¿quieren más café y galletitas?”, al tiempo que agitaba con delicadeza una campanita para llamar a su sirvienta.