domingo, 29 de marzo de 2009

¿Infieles o traicioneros?

En los años ochenta Brianda Domecq preparó una excelente antología de literatura mexicana, sólo que el tema estaba equivocado: se llama Acechando al unicornio (Fondo de Cultura Económica), cuando en realidad debería haberse llamado Escondiéndose o Evadiendo (o Acariciando) al unicornio, porque sólo uno de los relatos incluidos hablaba de la virginidad, y todos los demás de la pérdida de la virginidad.
Lo mismo puede pensar el lector de un libro de reciente aparición, Infidelidades.con, supuestamente una antología temática en la que varios autores, compilados por Mariví Cerisola, hablan de la infidelidad. La edición, de una belleza discreta pero engañosa, es de Terracota, y la colección es “La Escritura Invisible” (pésimo nombre) y está dirigida por un descortés Alberto Vital, quien comete la poco caballerosa actitud no sólo de incluirse, sino de cerrar el tomo con un relato suyo.
Los cuentos no hablan más que tangencialmente de infidelidad; hablan de adulterio, de machismo, de traición, de deseos reprimidos o mal contenidos, pero no de infidelidad; es más, la sensación que se tiene al terminar el pequeño volumen, que no llega a 150 páginas, es la de que los autores no tienen bien definida la infidelidad; ¿es un romance extramarital, como dice Alberto Orlandini en El enamoramiento y el mal de amores (Fondo de Cultura Económica, que tuvo el acierto de incluirlo en La ciencia para todos, bajo la acertada dirección de Marco Antonio Pulido y María del Carmen Farías); entonces pocos relatos caben en esa definición, porque no todas las relaciones son romances. Más bien se tratan de historias de otra naturaleza; están alejados de aquel relato extraordinario de Benedetti, el de las tazas de color.
En casi todos los relatos se repiten anécdotas que han abundado en filmes, en telenovelas, en series televisivas, en que si bien hay un trasfondo de infidelidad, más bien se trata de venganzas, de tentaciones, de la comezón del séptimo año, o de trucos fallidos que se descubren por recados en correos electrónicos o mensajes por teléfonos celulares; de escapadas que difícilmente pueden ser calificados como romances. O lo peor, hablan de frigidez, de impotencia, de hartazgo, de ausencia de deseo, pero atiborrados de lugares comunes, totalmente previsibles, lo que habla muy mal de los personajes y de los autores.
De lo que sí hablan los cuentos es de la humillación que sienten los protagonistas al enterarse de las actividades de los cónyuges, pero la infidelidad está detrás de la trama, no es el punto central de las anécdotas.
Hay cuestiones curiosas: un relato habla de una melómana, hija de un melómano, que lleva por nombre Elisa en honor a una pieza de Beethoven, que un verdadero melómano no tiene por lo mejor del músico; da la impresión que la autora (porque hasta eso, apenas hay tres hombres y bastantes mujeres) no sabe lo suficiente de música como para encontrar un nombre más adecuado, como por ejemplo Clara o Tosca (perdón por los malos chistes).
Otro relato habla más de una violación por un travesti, y sólo al final se insinúa que hubo infidelidad, pero de la esposa del protagonista, cuando revela que está infectada de sida, pero no se deja saber si la adquirió por andar de coscolina o por una inyección, lo que habla también de prejuicios.
Los que no abundan, en cambio, son los relatos inquietantes, excepto uno en que se describe muy bien un faje en un avión, pero un faje tampoco es una infidelidad, excepto por una cuestión: ¿la infidelidad se comete o sólo se antoja? ¿Tiene el mismo peso la omisión que la comisión? Las mujeres que coquetean pero que a la mera hora se rajan, ¿son infieles? Los que admiran fugazmente a una transeúnte, ¿son infieles o sólo son mirones? ¿Es lo mismo el acoso que el cortejo? Eso originaría otro tema: la religión, o la moral, en la que son expertas las autoridades mexicanas, según las últimas reglas (acaban de aprobar un bando en Culiacán que castiga el piropo, aunque aclaran que sólo el piropo obsceno; pero eso también es subjetivo; a las autoridades habría que reclamarles que no publiquen en el bando un catálogo de piropos permitidos, porque lo que a algunas personas una flor les parece adecuada a otras les parece grosera, y depende de quién se los diga —cabría recordar aquel cartón de Quino, en que una mujer gruesa, poco atractiva, le advierte al marido que ay de él si no la considera un objeto sexual).
Llama la atención otro relato en que una mujer reclama al marido, con palabras altisonantes, que si toda su vida ha sido educada con ignorancia de sexo, al casarse tenga que actuar como prostituta (o sea que el sexo sólo lo practican las prostitutas); además del anacronismo de la falta de educación sexual (cierto, dice una pésima película mexicana, “ya nadie dice gracias”), la acción parece situada en una hacienda de finales del siglo XIX, aunque es completamente contemporánea. Eso también está presente en otros muchos relatos: un anacronismo que llega a irritar, como también otro elemento común en casi todos los cuentos: una ausencia de humor, lo que hace pensar que toda infidelidad acarrea la tristeza, además del castigo. Más todavía: en la mayoría de las narraciones los personajes pertenecen a estratos socioeconómicos favorecidos, lo que lleva a pensar que no es lo mismo una tragedia doméstica en la que no hay trasfondo económico, que los que se aguantan porque es más apremiante pagar la renta y los abonos del auto; no es lo mismo escaparse a Acapulco con un ligue de ocasión que andar buscando hoteles o calles oscuras; no es lo mismo mantener un hogar además de una amiguita a la que hay que complacer, que cuando se está desempleado (“cuando el hambre toca la puerta el amor escapa por la ventana”, dice una canción famosa).
Sin embargo, hay dos aciertos notables: un relato de Germán Solana y Rodríguez gracioso, lleno de referencias cinematográficas, que aunque bien escogidas también parecen más complacientes con lectores ocasionales; pero está bien resuelto, muy bien escrito, y sólo tiene una falla: se dice que el protagonista nació infiel, lo que es imposible, porque sólo puede ser infiel quien tiene una relación, estable o no, pero al nacer no se puede serle infiel a nadie.
El otro acierto es la inclusión de dos cuentos de Yudi Krazov, que aunque no son precisamente de infidelidad, están excelentemente escritos, son inquietantes, ingeniosos y originales, además de que tiene el punto de vista femenino, no el masculino a través de la palabra femenina; es sólo una cuestión de sensibilidad, pero muy importante.
La mayoría de los demás relatos están narrados de una manera plana, convencional, confesional, sin mucho oficio literario, lo que no quiere decir carente de talento, pero sí de habilidad.
Finalmente, retomo ideas expresadas en otra parte: cuando alguien tiene una relación extramarital, ¿a quién le es infiel: a la esposa —novia, amante— o a la otra persona cuando se hace el amor con la esposa —o novia? Lo que puede inferirse de estos relatos es que es más riesgosa la infidelidad femenina, porque mujer pierde más al ser descubierta, lo que confirma que este libro no habla de infidelidades, sino de lo que hay antes, durante y después de una infidelidad: “¡el desierto, el desierto… y el desierto!”, dice Manuel José Othón; y para redondear, termina el mismo Othón: “¡qué sombra y qué pavor en la conciencia / y qué horrible disgusto de mí mismo!” Por desgracia, ningún relato de Infidelidades.con refleja el sentimiento expresado en “Idilio salvaje”, pero tampoco muestra satisfacción ni plenitud. Los autores tendrían que releer a Scott Fitzgerald para entrever el trasfondo de la infidelidad.

domingo, 22 de marzo de 2009

Un libro de García Riera sin García Riera, casi

En la Feria de Minería pude conseguir Historia de la producción cinematográfica mexicana, 1979-1980.[1] Sólo en las ferias de libro se puede conseguir este material, y no todo, porque el libro que se refiere a la Nueva Ola, prometido desde hace casi un año, no aparece por ningún lado, los vendedores que acuden a los estantes del CNCA desconocen su existencia, o afirman que ya se agotó, sin haber pasado por las librerías.
Como se comentó en este espacio hace casi un año, este libro, que es el segundo de la serie, es la continuación de la segunda edición de la Historia documental del cine mexicano, de Emilio García Riera, pero sin su enjundia, su humor y su visión panorámica del momento político y social de los años de referencia en los 17 volúmenes (hubo uno extra, donde se hicieron añadidos, correcciones, se repararon omisiones, se subsanaron errores y se cometieron otros, además de agregar índices onomástico y de títulos) que abarca la historia de la cinematografía nacional, escrita, en su primera edición por la benemérita Era, por la envidia que le había dado leer La aventura del cine mexicano, de Jorge Ayala Blanco (declaración vertida en la reseña que hizo del libro de Ayala Blanco, en las páginas del suplemento La Cultura en México, de la revista Siempre!).
Hay muchas desventajas para los coautores de este tomo; la primera no es culpa de ellos: son dos años muy malos para el cine mexicano, en crisis económica y artística, con los productores en busca de éxitos fáciles y aprovechando la apertura que se daba al permitir desnudos, obscenidades, simulacros descarados del acto sexual, en cintas que denigraban a los autores, a los actores y a los espectadores, no por el tema, sino por los lugares comunes, la repetición de las anécdotas, lo superficial de los argumentos, la incapacidad para hacerlos digeribles o, mejor dicho, soportables; por otro lado, el estancamiento de directores y productores, la insolvencia de los debutantes y el envejecimiento de los veteranos; a eso habría que añadir que las autoridades cinematográficas de esos días carecían, cuando menos, de orientación, de vocación y de cultura en el género (claro que verlo a casi treinta años de distancia da una perspectiva de la que entonces se carecía, no sabía, casi nadie, qué iba a pasar y no se tenía capacidad de juicio ni había las condiciones para mostrar los errores en que incurrían esas autoridades). El resultado es que hay muy pocas cintas dignas de elogiarse, muy pocas que hayan perdurado, y muchas de las que subsisten son por lo contrario de lo que fueron creadas; por ejemplo, ante el cine actual, y más, ante la televisión actual, los desnudos de las cintas de ficheras se ven inocentes, la mayoría grotescos y pocos hubo que fueron atractivos (no nos fijábamos que aún las “estrellas” no tenían cintura, estaban llenas de celulitis, sus vientres —esa barriguita que elogió Vinicius de Moraes en “Receta de mujer”— rebasaban los límites de lo erótico y estaban fláccidas, nada sensuales). Estaban en franca desventaja con las actuales; hace unos días Jennifer Aniston confesó que la maquillaron y usaron muchos trucos para aparecer semidesnuda a los 40 años y parecer de 39 y medio (hay quien considera que a los cuarenta años la mujer es fea. Allá ellos).
Hay otra desventaja, ésta sí imputable a los coautores: sus comentarios quieren imitar los que hizo García Riera en las dos ediciones de su Historia documental, pero la mayoría carecen de la gracia de aquél, de su humor y, sobre todo, de su amor por el cine mexicano; no siempre estábamos de acuerdo con sus comentarios, pero ni estaban totalmente errados ni eran menospreciables; se prestaban, como se decía en esos años, al diálogo con el lector; los que se incluyen en este tomo parecen exactamente lo contrario: no hay humor, no hay crítica ni gusto por el cine nacional; están más bien condicionados por sus gustos, su simpatía o antipatía hacia los directores, lo que hace que la mayoría estén llenos de prejuicios y de lugares comunes, que no nos obsequien una visión nueva, que no aporten datos que nos permitieran ver, o volver a ver, esas cintas, con una óptica distinta que ayuden a mirarlos de otra manera a como se vieron en los días en que se exhibieron.
No ayuda el hecho de que la mayoría de los comentarios favorables estén dedicados al cine marginal, a los corto y mediometrajes preparados por los egresados del CUEC, o de instancias diferentes de las casas productores que prevalecían en esos dos años: los productores industriales, el Estado mexicano, y Televisa; eso hace que el lector no pueda aceptar o rechazar esas opiniones, pues los únicos que tenían acceso a esas cintas eran los privilegiados con acceso a esas exhibiciones, que tenían lugar, como alguna vez se burlaron de Ayala Blanco, a la medianoche, en lugares recónditos, y de cintas en neozelandés con doblaje al alemán.
El cine que le interesó a García Riera, y a sus lectores, era el que se pudo ver en los cines, y después en la televisión; y ese amor desmedido por ese cine que en teoría abominaban, ayudó a que hiciera reseñas memorables, que encontrara algo valioso en nuestras películas, fuera de las de Buñuel (la cita no es de García Riera, sino de Ayala Blanco); así fue posible que elogiara Nosotros los rateros, con Manolín y Schillinsky, o El cariñoso, con Miguel Aceves Mejía; que se diera gusto elogiando las cintas de Tin Tan y obligando a espectadores y a otros críticos a verlas sin prejuicios, o con un prejuicio favorable; es decir, sin detestarlas; ése es el mismo amor de Ayala Blanco, quien confiesa que su película mexicana favorita es Los hermanos Del Hierro, y es el que nos permite discrepar de ambos.
Los coautores de este tomo no muestran ese amor incestuoso con el cine mexicano, y sí muchos prejuicios que los hacen desvariar en momentos; por ejemplo, no se atreven a despedazar, como se merece, La ilegal, de Arturo Ripstein, quien no tuvo empacho en renegar de ella con más fiereza de la que sintió Buñuel para varias de las que filmó en México, y que, dice García Riera en otras páginas, aunque no tienen calidad, sí dignidad y fidelidad hacia su estética y su integridad intelectual.
Así, para estos coautores todas las cintas de ficheras son deleznables, y no se detienen a reconocer cierta originalidad en alguna, y sobre todo la gracia de sus intérpretes (El Caballo Rojas, Alfonso Zayas) y en algunos su calidad histriónica (Rafael Inclán, Manuel Ibáñez); no revisan el hecho de que actores muy dignos hayan tenido que sucumbir a estas cintas (Blanca Guerra) en demérito de otras anteriores mucho más dignas (Estas ruinas que ves, por ejemplo, comparándola con las que filmó Guerra en estos dos años); por el contrario, los comentarios están llenos de adjetivos, no de razones; de opiniones, no de juicios; de calificaciones que se repiten de una ficha a otra; a veces lo único que cambia es la ortografía (exhuberante y exuberante, por ejemplo, o siquiatría o psiquiatría, aunque siempre pseudo, donde la p es innecesaria); como en el volumen anterior, el dedicado a los años 1977 y 1978, carece de aparato crítico, desechan juicios y críticas de otras personas y en otras publicaciones, lo que empobrece de manera definitiva sus propios comentarios.
Lo curioso es que son contradictorios; a veces son benévolos con los Cardona y a veces son fulminantes, pero con productos similares; a veces le aceptan capacidad técnica a Rodolfo de Anda y en otras lo tratan con crueldad (pero sucede que la capacidad técnica no se refleja en la calidad de la cinta, porque no siempre tienen el control absoluto de la obra; son los años en que el director deja de ser el centro de las cintas y tienen más peso los productores; eso, no sólo en el cine mexicano); en fin, son disparejos y, lo peor, acometen una cinta y citan a uno de sus coautores de manera amplia; cabe preguntarse si no hubiera sido mejor que el citado hubiera hecho todo el comentario.
Lo de menos, repito, es estar en desacuerdo con los coautores; se trata de que no hay estímulo ni gusto en la revisión de las cintas de este periodo, que el volumen se vuelve aburrido y el único atractivo es encontrar (y tampoco cuesta mucho trabajo) las muchísimas erratas que hacen más divertido el libro; a veces se pudiera pensar que más que descuido es ignorancia de los redactores, porque las erratas se repiten de página a página; es de lamentar que las fichas estén incompletas, que en el resumen del argumento se hable de personajes que uno no puede identificar, porque no a todos los actores se les pone el personaje que interpretan, y no todos los repartos están completos.
Hay algunas cosas curiosas: insisten en utilizar el calificativo “solvente” para algunos actores, en una clara imitación del García Riera de los años ochenta, pero a ellos no les queda, porque no le queda a los actores que juzgan; de Gómez Cruz dicen que una de sus actuaciones es una muestra de cómo debe gesticularse, cuando lo que menos hace es gesticular; y lo peor: atacan a Ayala Blanco por pura antipatía (que se ganó por su crítica implacable, sin concesiones), pero ellos arremeten contra directores, productores y actores confundiéndolos con las personas.
Lo peor es la edición: además de las erratas hay poca pulcritud, mal diseño, palabras mal divididas, mal uso de las cursivas y la redacción es casi uniforme en la torpeza; por ejemplo, de algún filme se dice que es alentador cómo alienta.

[1] Publicado por la Universidad de Guadalajara, el Instituto Mexicano de Cinematografía (del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) y la Universidad Veracruzana. Coordinación de Eduardo de la Vega Alfaro, supervisión de Emilio García Riera, y comentarios de Sergio Díaz, Ulises Íñiguez Mendoza, Eduardo de la Vega Alfaro, Emilio García Riera, Juan Carlos Rivas y Moisés Viñas. Se terminó de imprimir desde marzo de 2008, y estuvo bajo el cuidado editorial de De la Vega Alfaro.
Luis Acevedo me llama la atención de una errata que ya corregí; la mano es más rápida que el ojo, dicho sea con respeto.

domingo, 15 de marzo de 2009

Los mirones llegaron ya




Con pocos meses de diferencia, Héctor Manjarrez publica una nueva novela; la anterior, a mediados de 2007 (El bosque en la ciudad, Ediciones Era) describía la vida cotidiana mientras el narrador hacía ejercicios mnemotécnico y aeróbico en uno de los escasos sitios boscosos de la ciudad, y abrazado de un árbol le contaba sus penas; en esta Yo te conozco (Ediciones Era, 2009, con una edición casi sin erratas) vuelve a utilizar un recurso ya mostrado desde su primer libro, Acto propiciatorio: la imaginación desbordada que permite que la fantasía se convierta no sólo en realidad, sino que sea una realidad más tangible e interesante.
Si en Acto propiciatorio un personaje de una serie televisiva se transformaba en un huésped incómodo de una familia clasemediera, en Yo te conozco un marciano se aposenta en la cocina de una familia más clasemediera aún, y si causa incomodidades también acelera el crecimiento de uno de sus miembros, un adolescente al que le gustaría, aunque no se atreve, a vivir las aventuras de su casi contemporáneo Personaje de De perfil; no por menos audaz, o más miedoso, las fantasías del Julio de Yo te conozco son menos intensas, se desbordan e inundan los prejuicios de su hermano Marco y de su madre Laura, que conforman el núcleo de un hogar destruido y en vías de recomposición luego de pasar por un proceso poco reconocido incluso por la literatura, pero ya cotidiano en la época en que transcurre la trama (finales de los años cincuenta): el divorcio de los padres y los prejuicios con los que discriminan vecinos, parientes y amigos a los hijos del matrimonio disuelto, quienes se sienten culpables de esa separación.
Los tres personajes intentan que la vida sea normal, y de hecho lo es; sólo se conocen, aunque no se dejan ver, los apremios económicos causados por el abandono del padre, quien no aporta nada para el mantenimiento de la casa, y sin embargo llama por teléfono para alentar esperanzas en los hijos, pese a que su posición debe ser desahogada, pues es diplomático (como uno de los personajes de El bosque en la ciudad).
La verdadera trama sucede en la imaginación de los hijos, más detallada la de Julio pero no menos interesante la de Marco; el primero ve aparecer al marciano en la cocina, en una incursión nocturna para saquear el refrigerador; se comunica con él, lo entera de los conflictos familiares —lo que le sirve a Manjarrez para, como sin querer, hablar de la corrupción política y gubernamental—, lo hace partícipe de su miedo, que parece ser la principal preocupación del libro: las diferentes facetas del miedo; la imaginación de Marco es más terrena, pero igualmente irreal: la sensorial. Lo demás es anecdótico.
Pero aunque sea anecdótico, aunque no se desaten los nudos narrativos, aunque no concluyan las historias, es una novela con muchos ángulos que conducen a otras historias, algunas sólo esbozadas, y en conjunto, se dibuja un contorno muy real del México, o de la ciudad de México —capital entonces del Distrito Federal— en muchos de sus aspectos: la atmósfera en las escuelas públicas, los chismorreos en los edificios, la sensualidad de las sirvientas y de las tías cachondas pero tan insatisfechas que medio fajan con los sobrinos impúberes; los “segundos frentes”, el tránsito citadino, las marcas de automóviles, las bebidas que ya desaparecieron (Pep, Soldado de Chocolate), los personajes populares en los momentos en que tiene lugar la, digamos, acción, la recuperación del lenguaje que se ha escondido en el pasado.
No es una calca de Las batallas en el desierto, pero comparte con ella escenarios, como la Colonia de los Doctores, la colonia Juárez —vecina de la Roma— y algunas situaciones, como las mencionadas historias aledañas al sexo, que tienen como protagonistas a sirvientas (como en Las batallas…, despiden a una por recibir una visita masculina nocturna, aunque haya variantes decisivas), la conciencia de ser hijo de un hombre con dos casas (más insinuado en la novela de Pacheco, más descarado en Manjarrez); el erotismo que se vislumbra en las revistas “audaces” en las peluquerías y la reacción de los peluqueros regañones; la visión del mundo, sin embargo, es muy diferente, porque no se intenta en esta novela que la ciudad y la época sean protagonistas, sólo escenarios, y las referencias son más difíciles de ubicar, aunque se hable de hechos muy conocidos y muy identificables, pero también son más juegos que realidades, porque Manjarrez ha jugado con los recuerdos en vez de utilizarlos como pruebas contundentes del paso del tiempo ni de la cotidianeidad de los protagonistas: por ejemplo, pone en la misma época situaciones que sucedieron en muy diferentes fechas: engaña al lector hablando del temblor de julio de 1957, y afirma que los capitalinos pensaban que qué más podía pasar: que hubiera una devaluación —que fue en 1953; la siguiente, hasta 1976—, que murieran Joaquín Pardavé, Jorge Negrete, Pedro Infante, Blanca Estela Pavón —todos murieron antes, y algunos mucho antes del temblor—; se dice que aún no colocaban de nuevo el Ángel, y es lo que hay que tomar como referencia: lo volvieron a colocar el 16 de septiembre de 1958, si hacemos caso a las historias oficiales; pero en la novela se habla de cosas que pasaron mucho después: la fotografía de Marilyn Monroe sin ropa interior —sólo Chanel N° 5— se tomó en 1962, aunque Manjarrez es puntilloso en citar el sitio: el Continental Hilton; Beto Ávila aún jugaba en la Ligas Mayores, pero iban a ver a Luis Tiant, el pitcher cubano que triunfó en 1960 —en 1959 perdió 19 juegos y no era como para que lo admiraran— ; se habla del Parque Delta, que fue destruido en 1954 y en su lugar construyeron el Parque del Seguro Social en 1955; se habla del Pentagonal de futbol entre Duckla, Santos, León, Guadalajara y América, que también fue posterior a lo del Ángel: se jugó del 25 de enero al 15 de febrero de 1959 (¿Cuál es la historia, al día, del futbol mexicano?, Editorial Novaro, noviembre de 1960); se habla de la ejecución de Caryl Chessman en la silla eléctrica, pero también sucedió después, en febrero de 1960 (¿ese día sonaron las campanas de las iglesias capitalinas, o sólo lo imaginamos?); y se habla de la perrita Laika, que tampoco es de 1958. También es anacrónico que un personaje suplique “porfa, porfis”, que son modismos de finales de los noventa y que se siguen usando; en cambio no utiliza uno de los más populares de esa época, chiro, que había sustituido al chicho de los cuarenta, y que pronto sería desplazado por un más duradero chido.
Como en todas las novelas de Héctor Manjarrez, ésta carece de moraleja, y el final se lo deja al lector, con muchas claves para que éste lo resuelva: un muy bien hecho cuadro de comportamientos individuales y colectivos, una eficaz tipificación de la conducta, con todo y aspectos no muy divulgados, como el de la discriminación racial que no se manifiesta como ataque sino como burla, y la “social” contra las familias divorciadas (la discriminación de la que habla Pacheco en Las batallas en el desierto es más cruel: la que se hace contra los desposeídos), las tentaciones eróticas, y la terquedad en no aceptar los cambios.
Hay una afirmación que desconcierta: asegura Manjarrez que en la época en que sitúa la trama había en México una obsesión masculina por atisbar la ropa interior femenina, y si no se podía, cuando menos las piernas; si sólo hubiera sido en esa época no habría tantas quejas de las miradas lascivas —pero no de las lujuriosas— en el Metro capitalino; además, hay suficientes testimonios cinematográficos y literarios de que es una costumbre no sólo de 1958:
“Quedaron solas y la hija estiró las piernas; la madre la miró alarmada y movió todos los dedos al mismo tiempo, porque podía ver las ligas de la muchacha…” (Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz.) “El elevador empezó a subir con Pampa Hash y el botones, y yo mirándola. Era de esos de rejilla, así que cuando llegó a determinada altura, pude distinguir sus pantaletas. Comprendí que era la señal: había llegado el momento de desaparecer.” (Jorge Ibargüengoitia, “What became of Pampa Hash?”, en La ley de Herodes.) “Ponte en cuclillas —se te ven los calzones— adelanta la mano izquierda —es el chiste—, con el índice y el pulgar sostén la canica —mejor la prieta, la de barro, no se valen las ágatas— y atíbale al agujero… perdiste —se te ven los calzones— (María Luisa Mendoza, Con Él, conmigo, con nosotros tres.) “Le diré a todo el mundo que comprendí algo del amor entre ella y yo cuando un día reflexioné en el tan sencillo hecho de que cada vez que yo veía sus panties (al sentarse ella mal en una silla o en una banca del parque, en mi casa o en la suya, solos o en reunión), éstos mostraban un tenue color azul celeste. En estas condiciones, y sin poderlo comprender, nuestras desavenencias surgían cuando las prendas eran de otro color.” (Roberto Fernández Iglesias, “Fundamento de la felicidad o pie para un manifiesto”, en Recits.) “La próxima vez que trabajó Fanny en la casa, Dubin la espió y vio que salía del portal a fumar un cigarrillo. Salió a su vez, con su taza de café, y se sentó en el peldaño superior, mientras ella lo hacía detrás de él, en una silla de lona. Fanny tenía algo separadas las piernas, dejando ver unas bragas de color limón. Iba descalza.” (Bernard Malamud, Las vidas de Dubin.) “El teléfono empezó a sonar en la oficina vacía cuando Pamela Gardner trataba de abrir la puerta que daba a la calle… El insistente sonido del timbre del teléfono hizo que se pusiera nerviosa. Primero, el folleto se le escurrió y cayó al suelo, luego, al tratar de levantarlo, la caja con el vestido se le escapó también. Dejó ambas cosas donde habían caído y apresurada, subió por la estrecha escalera que daba al primer piso. Llevaba una falda tan corta que le hubiera mostrado ampliamente las medias y las pantaletas a quien, en esos momentos, hubiera subido por la escalera. Sus muslos aún conservaban la redondez de la adolescencia, cosa que les daba un aspecto inocente.” Joe Gores, Interface.) “Mónica… luce una falda ligerita, muy adecuada para estos días candentes. Sus pantaletas son blancas. Su boca sabe a manzana con canela con un leve toque de cardamomo con… ¡Ah, veleidades de la carne, siempre débil aunque el espíritu permanezca firme! Pero hace rato lo firme no era mi espíritu, sino, como supondrán, su cara opuesta. Inicié la plática con Mónica sin intención de nada, solidario con su fastidio, pero no tardé en percibir su calentura. No porque sea muy ducho en la materia, sino porque era evidente: a cada tanto se mordía y se chupaba el labio inferior y apretaba las piernotas, luego las abría un poquito, las cruzaba y con gran estilo me mostraba la Senda del Justo hacia un triángulo blanco bajo el cual se adivinaban profusas boscosidades…” (Ramón Córdoba, Ardores que matan de “ganas”, de muy próxima aparición.)
Eso por no hablar de libros de Juan García Ponce, José Agustín, Ana García Bergua, Andrés de Luna —el más obsesionado—, Guillermo Samperio, Mario Benedetti, Julio Cortázar, la declaración de amor de José de la Colina a Cyd Charisse donde se resalta la escena donde Debbie Reynolds se baja la falda para esconder las pantaletas rosas (y hay que ser muy perverso para verlas, porque el movimiento dura mucho menos de un segundo); hay que recordar un anuncio de persianas Viste, que mostraba a una mujer a la que el viento levantaba su falda, y aunque el espectador no veía nada, dos modelos masculinos aparentemente sí, y uno de ellos pronunciaba un asombrado “¿Viste?”; o el anuncio en la sección amarilla del Directorio Telefónico a principios de los años setenta, en que se veía a un trabajador salir de una alcantarilla, extasiado atisbando bajo la falda de una transeúnte que no advertía que la espiaban; o el epígrafe de una sección en la revista Caballero en 1970 (seguro, de Gustavo Sainz): “En México existe una costumbre que las viajeras descubren cuando bajan por las escalerillas del avión”, o un anuncio de moda en los años setenta: “tarde o temprano alguien los va a ver… y como eso puede suceder hoy mismo, ¿por qué no empiezas de una vez a usar estos encantadores coordinados de la Línea 8 de Peter Pan…?” O para hablar de canciones como las que cita Manjarrez en Yo te conozco, está la de la muchacha que “cuando cruzaba la banqueta, demostraba no ser la engañadora” (Luis Demetrio, “El cha cha cha Chabela”). O ésta, en la que Huberto Altter y Humberto Heggo se disponen a un ménage à trois con la argelina Céline: “Huberto alejó la mirada de las piernas morenas que se empotraban en una pantaleta azul oscuro. Hmm. Humberto, en cambio, las miró con falsa serenidad.” (Héctor Manjarrez, Lapsus, 1971.)
Manjarrez no tiene por qué limitar una costumbre (ver Piel de ángel, por ejemplo) universal e histórica a una ciudad y una época específicas.

domingo, 8 de marzo de 2009

Qué solos nos dejan los muertos

Casi todos los escritores que comenzaron a escribir en los años cincuenta muestran un respeto casi fervoroso por la literatura anglosajona, que se fue extendiendo a los autores estadounidenses que se hicieron famosos entre los años sesenta y setenta; muchos no sólo respetaban a esos autores, también se dejaron influir por ellos.
En mucho se debía a que llegaban a las librerías Zaplana, De Cristal, libros de la Editorial Sudamericana, que permitieron leer en esos años las novelas de E.M. Forster, Evelyn Waugh, Graham Greene, D.H. Lawrence, John Dos Passos, William Faulkner, Thorton Wilder, Virginia Wolf, e incluso los primeros, excelentes, libros del aún no popular Norman Mailer.
Todavía entre 1968 y 1970 se encontraban en las librerías Del Prado, Del Sótano, Hamburgo, las Zaplana que quedaban, muchos de esos libros, e incluían a Robbe-Grillet, Thomas Mann, Camus, y desde luego Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Y entre los títulos que uno vio y no aprovechó entonces se encontraba Una muerte en la familia, de James Agee; como muchos, lo dejamos pasar; reaparece en Alianza Tres, y al leerlo sabemos, irremediablemente, lo que nos perdimos entonces.

Alianza Editorial, desde un principio, asumió el legado de Sudamericana, Sur, Zig-Zag, y otras editoriales argentinas y chilenas que a poco fueron afectadas por las crisis económica y política de América del Sur, y aunque no dejaron de llegar sus libros, fue a cuentagotas; Alianza retomó muchos de los títulos, y lo mejor, aprovechó sus traducciones, si no insuperables cuando menos excelentes, y así, amparados por las portadas y el diseño del célebre Daniel Gil, leímos en sus casi pulcras pero siempre elegantes páginas de Alianza lo que los de una y dos generaciones anteriores habían leído en Sudamericana.
Alianza ha cambiado de manos, y pertenece a otros grupos que no siempre siguen al pie las enseñanzas de sus mayores; las portadas han perdido su originalidad pero no su belleza; sus páginas no son tan elegantes como las de los años sesenta y setenta, pero mantienen decoro y sobriedad; sus traducciones no son impecables, pero tienen un nivel mucho más alto que el de muchas de sus competidoras españolas, y al parecer han regresado a la costumbre de retomar los viejos libros de Sudamericana; así, en la Feria del Libro (porque si algo perdieron fue la visión comercial pero selecta de don Daniel Tapia y de Alberto Díaz, y ya no están en todas las librerías y traen pocos títulos) encontramos Una muerte en la familia, y uno se apresuró a enmendar, si se puede, los vacíos provocados por la ignorancia y los prejuicios.
Ya no es la misma traducción de Sudamericana, porque la de Alianza está atribuida a Carmen Criado Fernández, fechada en 2007; pero es sobria, contenida, adecuada, sin los localismos de otros traductores, con apenas fallas (alternativas, desapercibido), escasas en un libro de más de 450 páginas, aunque de tipo de 14 en 16 puntos y de lectura muy cómoda; puede ser por cuestiones de derecho de autor, pero hay traducciones que deben conservarse, aunque no todos resisten la tentación de pensar que todo pasado es perfectible, y se han dado a la tarea, infructuosa, de intentar superar a Pedro Salinas y a Mario Verdaguer. Algunos callejones y malas palabras involuntarias manchan un tanto el libro, aunque no son muchas ni notorias.

Una muerte en la familia es uno de los experimentos más arriesgados que uno pueda encontrar, aunque al contrario de otros libros de la primera mitad del siglo XX, es bastante legible, tanto que uno no advierte hasta dónde se adentró Agee.
La trama es muy sencilla, hasta simple: un hombre recibe una alarmista llamada telefónica de un hermano, en que le avisa de una enfermedad del padre, por lo que, a mitad de la noche, emprende un viaje no demasiado largo, pero a otro poblado, para verificar que la urgencia no sea tal; la esposa y los hijos, de seis y cuatro años, esperan que llegue al día siguiente; otra llamada le avisa a la mujer que el marido sufrió un accidente; a partir de ahí la trama se divide en la espera de la confirmación de la noticia, la comprobación del fallecimiento, y los preparativos para el sepelio; sin forzar el estilo, el narrador nos permite enterarnos de los pensamientos de la esposa, del hijo, sobre el que recae la mayor densidad de la narrativa, y la hija pequeña, que no alcanza a entender los hechos; unos breves apuntes nos dejan asomarnos a los pensamientos de otros personajes, pero siempre en relación con los tres principales, y sobre todo Rufus, que es un alter ego del autor, quien se llama como él, vivió en la misma ciudad, y le sucedió la muerte del padre a la misma edad que el personaje.
Una sumersión en el lenguaje hace que no se note el extraordinario trabajo de penetración en la mente de los protagonistas, quienes van de la incertidumbre a la desolación, viven contradicciones, caen en la depresión pero intentan salir de ella porque saben que la opción es la locura, la desesperación, así sea momentánea; con todo lo que viven, a ratos ríen, salen a relucir los recuerdos, se esfuerzan por parecer afligidos cuando en realidad sufren por no saber qué van a ser sin el padre, quien ha sido el sostén de la familia en todos los sentidos.
Agee no sólo disecciona la conducta y el pensamiento de los familiares cercanos al fallecido, también estudia lo que sucede con su grupo socioeconómico, su relación con otros sectores de la población, la reacción de los conocidos y de los padres de los compañeros de escuela; aunque la anécdota se sitúa en 1915, todo sigue siendo tan actual que lo único que nos hace ver que es otra época (ya casi cien años) es el modelo de los automóviles y que el teléfono que transmite las tragedias no es celular ni digital.
La novela navega entre la observación minuciosa del pensamiento de los personajes, hasta la narración detallada de los conflictos que no estallan porque en el medio socioeconómico donde se mueven ya no hay buscapleitos, las diferencias —excepto las religiosas— ni siquiera surgen, porque en cuanto asoma un principio de conflicto, mejor se ponen de acuerdo en posponer el tema; sin embargo, las contradicciones de la mente aparecen a cada rato, y se sugieren problemas inconfesados, críticas feroces que mejor ni se comentan, pero que alejan a la gente de sus semejantes, con conflictos que producen rencores y que brotan de manera inesperada.
Así como los lectores de los años sesenta se asombraban de lo detallado de las novelas de Robbe-Grillet, los de los años cincuenta deben haber sufrido con lo elaborado de esta novela, que elude el melodrama pero no evita la reflexión de la muerte; los críticos emparentaron a Agee con Joyce; como él, recurre a varios estilos, explora la mente de los personajes, saca un humor ácido de donde menos se espera, y está lleno de monólogos —o mejor, diálogos— interiores.
Pero donde encontramos una mejor guía es en dos de las cintas en las que Agee participó como guionista: La reina africana —no La reina de África, como se dice en la solapa, porque no es un personaje, es un nombre— de John Huston, con Humphrey Bogart y Katherine Hepburn, donde la risa nos impide caer en una tensión insoportable, y La noche del cazador, la única cinta de Charles Laughton, en donde nos sorprendemos riéndonos en medio del terror más angustiante.

Aunque no es un libro de tanatología, sí hay en Una muerte en la familia muchas reflexiones acerca, si no del tema, sí del hecho: la angustia al entender que nunca más se verá a una persona; el consuelo de saber que el amor o el afecto por alguien se limpia de rencores y permanecerá inalterado; el remordimiento por palabras no dichas o acciones no efectuadas; el empecinamiento por darle significado a hechos intrascendentes; el azoro cuando los vivos sienten alivio por no ser ellos los fallecidos, y la necesidad de sentirse víctimas cuando menos momentáneas, y se busca la compasión de los otros, aunque esos otros sean enemigos; el engaño de pensar en la vida eterna y la rotunda negativa a este deseo que todo mundo ha sentido; lo absurdo de pensar en cosas insignificantes cuando hay que enfrentarse a la muerte, y cómo en esos momentos es cuando aparece “el olvidado asombro de estar vivos”; y algo tan rotundo: la imposibilidad de la felicidad.
Una muerte en la familia no es un libro conmovedor, pero le trae a los lectores que hayan padecido una muerte en la familia (o con las amistades elegidas) recuerdos, reflexiones y remordimientos.
(Un último reproche a Alianza: que hayan dejado en suspenso durante tanto tiempo la continuación de Los Rougon Macquart, luego de haber publicado los primeros cinco, y otros dos fuera de la colección; ers muy difícil encontrar la excelente traduccion que hizo don Aurelio Garzón del Camino en México para la Compañía General de Ediciones; Alianza la comenzí en 1981 y desde entonces seguims esperando los restantes 15, ahora 13, pero esos dos no siguien el orden original.)

domingo, 1 de marzo de 2009

Crímenes en el porfiriato (y uno actual contra la gramática)

Tenemos una imagen sombría del porfiriato. Vemos con ojos actuales esa y otras épocas, y nos parece que el Distrito Federal era sórdido, lúgubre, oscuro y sucio; olvidamos que casi todas las ciudades en todo el mundo eran así, y que en muy poco tiempo han ido cambiando, con medidas sobre todo para mejorar salubridad, alumbrado, drenaje, pavimentación, lo que las ha llevado a mejores condiciones y que la esperanza de vida se ha incrementado de una manera impresionante. Pero al pensar cómo vivían nuestros antepasados tenemos una visión deprimente.
Acaba casi de aparecer un libro muy interesante, El lado oscuro del porfiriato, de James Alex Garza (Aguilar, 2008), que hace una revisión exhaustiva, aunque sólo en unos cuantos aspectos, descritos en el subtítulo: “Sexo, crímenes y vicios en la Ciudad de México”; exhaustiva, pero también acotada por unos cuantos acontecimientos: algunos asuntos amarillistas, y que sólo toman en cuenta sucesos de la nota roja, delimitados a las clases más desfavorecidas —aunque incurran en ellos algunos personajes de la clase media— y que en esos momentos llamaron la atención.
Por desgracia, el libro sólo se enfoca a esos pocos casos, y no se alimenta con cifras que den un panorama antropológico ni social: cuántos asesinatos ocurrían, cuáles eran las causas más frecuentes, cuántos se resolvían, si es que se resolvían, tomando en cuenta la clase socioeconómica a la que pertenecían víctimas y victimarios; la cifra de abortos, las infidelidades, los clientes de las llamadas “casas de citas” (que ahora serían hoteles de paso, aunque algunos muy caros) y de burdeles; el libro, aunque comete la osadía de calificar a los protagonistas, tiene la virtud de estar bien narrado, recrea —aunque intenta no hacerlo— con una buena narrativa, los casos que utiliza para hacer sentir al lector que todo lo que sucedía en la ciudad era tenebroso y pecaminoso.
El libro, luego de un prólogo un tanto titubeante, abre con la narración del caso de un hombre, calificado como el "Jack el Destripador Mexicano" —un tanto exagerado—, que asesinó a algunas mujeres de las llamadas “públicas”; los huecos de la vida de este hombre los llena con especulaciones sobre su infancia desprotegida, de una familia anormal (insistimos: con una visión actual; en ese tiempo era lo cotidiano; pero también hay que ver las condiciones económicas de las capas sociales del más bajo estrato económico); la escasa escolaridad, la necesidad de trabajar apenas saliendo de la infancia, y la incapacidad para controlar los instintos sexuales. Lo mejor del relato es la recreación de los dos juicios a que fue sometido el asesino, los argumentos de fiscales y defensores, del público, de los castigos que se aplicaban y que eran conmutadas por penas casi perpetuas que tampoco se cumplían.
Un poco más confuso es el capítulo dedicado a describir dos robos a gente más privilegiada, y la organización que podían lograr bandas armadas al vapor; una escena curiosa es la que sucede cuando, al cometer un asalto —que conlleva un crimen innecesario— los bandidos se comportan como en algunos westerns —por ejemplo, Nevada Smith—, que enloquecen al ver tanto dinero, se pelean entre ellos, y esas diferencias provocan descuidos por lo que son fácilmente atrapados en poco tiempo; en estos dos casos, Garza insiste en que se resuelven con relativa rapidez porque las víctimas son gente más o menos poderosa y la policía sufre mayor presión para actuar con eficacia.
Un tercer caso involucra a una pareja de amantes, un médico con poderío económico, y su enfermera, quien muere por un aborto mal practicado, lo que no es completado, como decíamos, por un estudio que hablara tanto de los abortos clandestinos, como de la vida sexual de los no tan desposeídos (éstos estaban menos protegidos por la medicina, y la cantidad de mujeres fallecidas en estos menesteres era enorme, además de las muchísimas que ni siquiera pensaban en ese recurso, y la abundancia de madres solteras y de hijos no deseados).
El libro cierra con un capítulo abordado en algunos libros: el ataque a Porfirio Díaz durante una celebración del 16 de septiembre, la muerte al atacante pese a las órdenes de que se le respetara la vida, el suicidio de quien ordenó el linchamiento del hombre a manos de policías más o menos disfrazados, y las conjeturas de que había sido en realidad una conjura de funcionarios gubernamentales —Manuel González Cosío, secretario de Gobernación, y Felipe Berriozábal, héroe de la batalla de Puebla y a la postre secretario de Guerra y Marina—, quienes, se dijo, intentarían deshacerse de Díaz; eso lleva a hablar con más detalle que en los capítulos anteriores, del sistema carcelario, de las torturas y de los métodos para encontrar (fabricar, mejor dicho) culpables aunque no lo fueran.
El libro, repetimos, es muy interesante, bien narrado, bien investigado, con fuentes tanto oficiales como extraoficiales, históricas (de Bulnes a Cosío Villegas), hemerográficas, aunque por desgracia no abundan las literarias (excepto Los paseos de la ciudad de México, de Novo, que no tiene más que ver que la recreación de algunas calles; El tigre de Santa Julia, novelización de Carlos Isla, y un título de Clementina Díaz de Ovando); pero obvia algunos detalles: en su arremetida contra el pulque no toma en cuenta la batalla del gobierno contra esa bebida, y la promoción por la cerveza, que no viene del porfiriato, sino de la Colonia, como detalló José Emilio Pacheco en uno de sus más célebres “Prontuarios”, cuando recreó la situación provocada por los comerciantes establecidos contra los ambulantes, que llevó al cierre de tiendas y mercados y con ello a la carestía y con ello a una protesta violenta de los más pobres y que culminó en la muerte de una indígena, en 1692; esa información hubiera enriquecido la perspectiva de Garza.
Más crónica que estudio psicosocial, El lado oscuro del porfiriato tuvo sin embargo la desgracia de contar con una muy mala traducción de Gerardo Piña, que se confunde varias veces en la narración, hace pensar que un mismo personaje es aprehendido y simultáneamente se evadió; abundan las palabras mal acentuadas, pero eso sería sólo cuestión de erratas, que saltan a cada rato (como huír, lo que va más allá de la errata); lo grave son otras que parecen más ignorancia, como un exhuberante, un posrrevolucionario y el más notorio, un quizo que cada vez es más frecuente en los diarios capitalinos. Además, una puntuación azarosa y sorpresiva mantiene en suspenso al lector, que aquí pierde de vista las funciones del punto y coma, del punto y seguido y de las comas.
El descuido de traductor y editores tiene su punto culminante en un párrafo (página 159) donde se describe cómo un criminal fue aprehendido en Celaya y mandado en barco a la ciudad de México; si fue así, faltó la narración de esa odisea, bastante más atractiva que muchas de las peripecias que sufrieron las víctimas y que disfrutaron los espectadores de la época, tanto o más morbosos que nosotros.