domingo, 25 de enero de 2009

Un árbol, una familia feliz (y una adenda)

Una vieja caricatura de Bugs Bunny (de 1947) terminaba cuando una jauría cada vez mayor acorralaba al único conejo ganador de un Oscar, frente a una librería, y éste se salvaba porque en el momento en que la amenaza crecía, ponían en el aparador el libro de mayor venta: Un árbol crece en Brooklyn; los perros, letrados, veían el título, se olvidaban de Bugs Bunny y emprendían la carrera hacia Brooklyn; por cierto, Bugs Bunny es de esa ciudad neoyorkina.
En los años en que la televisión mexicana transmitía esa caricatura, persistía la fama del libro de Betty Smith; como sucede siempre, se dejó de hablar de ese libro, pero vino una avalancha de recuerdos al toparme con él, por primera vez, en las mesas de novedades en la librería Rosario Castellanos.
No soy el único: al buscar la caricatura en Internet, encuentro que bastantes personas declaran que la primera noticia que tuvieron del libro fue por ella, “A harze grows in Brooklyn”; aunque las referencias del libro y de la autora en enciclopedias y diccionarios los califican de best-sellers, era mucha la tentación de adquirirlo, sólo por el recuerdo.
Pero la sorpresa fue inmensa: se trata de una novela no sólo muy legible, sino también muy agradable, bien narrada, muy emotiva, y con audacias literarias que si bien no son vanguardistas, le dan un carácter muy especial.
Al parecer, se trata de un libro autobiográfico, aunque la autora, que tenía reputación de actriz, declaraba que no era su vida lo que contaba, sino lo que le gustaría que hubiera sido; pero no sólo habla de ella, sus ambiciones, sus frustraciones, sus tropiezos y sus muchos pequeños éxitos: es un retrato (no sabemos si fiel) de Brooklyn, de sus habitantes, de Nueva York, de la vida de los pobres, de su ámbito familiar, de costumbres, de la vida cotidiana hace cerca de un siglo (la novela transcurre en los años diez, cuando no eran raros los automóviles, pero no abundaban; aún no era corriente la luz, y las familias se alumbraban y calentaban con gas; aunque el peligro de la guerra –la primera mundial— era inminente, no sonaba tan catastrófica como ahora; ganarse un dólar costaba muchísimo trabajo, pero rendía para comer, o cuando menos disminuir el hambre; los niños conseguían unos centavos vendiendo desperdicios, papel, y parte lo entregaban a su familia para ayudarse; pese a las carencias, reina una atmósfera de felicidad aunque vivan constantemente desgracias que le duelen a los personajes, pero que las superan sin olvidarlas); no se trata tampoco de una recopilación de anécdotas y datos con tendencia sociológica: es más bien el retrato de una familia, con todo y tías y vecinos y amigos o simples conocidos.
Un árbol crece en Brooklyn cabe en la definición de Balzac, de que la historia de las ciudades y de la sociedad se muestra más en las novelas que en la historia; pero su verdadero valor está en el personaje principal, Francie, una niña que al comenzar el relato está dejando la primera infancia, y al terminar ha sufrido desilusiones escolares, laborales y amorosas; ha vivido en peligro; ha sido humillada, ofendida; ha estado desesperada; ha visto morir a su padre –a quien adora, más que a la madre aunque a ésta le reconozca el sacrificio—; ha ambicionado una vida menos apremiante, lo que ha conseguido a ratos, pero siempre con la certeza de que es una comodidad fugaz y engañosa; pese a todas las desventajas de la vida pobre, es tan feliz como sólo puede serlo quien no se deja vencer, quien está dispuesto a no envejecer, quien decide nunca traicionarse.
Si el personaje sobre quien gira la trama es de una gran riqueza, no lo son menos los demás: los padres, alegres pese a todas las asechanzas adversas, al alcoholismo de él (aunque la palabra sea censurada por las maestras en la novela); al hermano esforzado que nunca deja de ser niño; a la abuela sabia aunque analfabeta; a las tías desmadrosas, cómplices, cachondas, irreverentes y divertidas como son las tías de todas las novelas (como la sensacional tía Lola de Julia Álvarez –la extraordinaria novelista dominicana radicada en Estados Unidos); los familiares paternos que parecen tachados por un destino trágico; los comerciantes que se apiadan de las carencias de sus clientes y los ayudan, tratando de que no parezca caridad; las maestras, las compañeras, los pretendientes de Francie y de las tías e incluso de la madre, viuda joven.
El recuento de los daños es alto, pero la protagonista vive feliz, es alegre, y hay muchos motivos para ello, no es un optimismo exagerado, y menos es un libro de autoayuda.
En la descripción de Brooklyn aparece desde luego el beisbol, pero como los personajes son pobres lo juegan, no van a verlo, aunque hay referencias a los Dodgers, ya desde entonces rivales de los Yanquis (entonces Montañeses) aunque éstos no aparezcan; de lo que sí hay referencias inmediatas es de libros; Francie se la pasa en la biblioteca pública, y devora cuanto libro lee, y no se desilusiona cuando, ya joven sin las apuraciones de la miseria, intenta que la encargada de la biblioteca la reconozca; y como suele haber en cintas, autobiografías y algunas novelas, la literatura más importante es la Biblia, aunque la familia de Francie la enriquece con la lectura diaria de una página de Shakespeare.
La trama se desarrolla a base de anécdotas, y muchas de las vivencias de los personajes son narradas a posteriori, no es exhaustiva sino que completa datos al relatar otros sucesos; y el lenguaje, si bien no es experimental ni tiene la audacia de Faulkner ni la sensualidad de Scott Fitzgerald, es variado, exacto y puntilloso (es de suponer que la traducción no desmerece, aunque uno de los elementos importantes, la hucha –alcancía que nunca crece pero que salva de apuros a los protagonistas— no aparece en el Diccionario de la Real Academia, aunque sí en el Diccionario del Español Actual de Seco).
Un árbol crece en Brooklyn cuenta muchos dramas: asedio sexual, hambre, sacrificios, ignorancia, ausencia de lujos ni siquiera en días clave como Navidad, pero no es un libro triste, aunque hay pasajes conmovedores, que hacen que el lector se estremezca, y en cambio hay muchas páginas felices y no sólo por la eficacia literaria; se incluye un pasaje que sale sobrando dentro de la trama, pero además de que recalca la cercanía de Francie con su padre, es de una comicidad desbordante, cuando relata una visita a un pequeño lago; no es el único capítulo cómico, pero éste asombra por su economía verbal, porque no resulta repugnante aunque contiene momentos grotescos, y porque no exagera en las descripciones, y pese a todo, es regocijante como cualquier página de Un puñado de polvo, de Evelyn Waugh.
Aunque al terminar el libro comienza una nueva etapa de los protagonistas, menos apremiante y se supone que más feliz, Betty Smith no reniega de la vida anterior, e igualmente el lector añora las páginas en que los personajes sufrieron, pero también disfrutaron de una vida extraordinaria.
Las más de 600 páginas de una edición muy digna pero de caja muy grande, en la que no abundan erratas ni solecismos como en casi todos los libros españoles, se leen con placer, y es de los no pocos pero tampoco muchos libros que uno quisiera que no terminaran.
La recomendación de Paul Auster que se destaca en la portada se queda corta: Un árbol crece en Brooklyn (Lumen, 2008) es un libro que deja un sabor de boca muy agradable; ojalá todos los best-sellers tuvieran esa vitalidad.
(A la reseña de la edición de La región más transparente de la Real Academia Española, debo añadir un dato que omití; la Academia intenta ahorrarnos el exceso de mayúsculas que sufría el idioma, solemne y pomposo; pero exagera: pone minúsculas hasta en los nombres propios: cuando los invitados a la edición mencionan un libro clave de la literatura mexicana, El Llano en llamas, ponen "llano" en bajas, aunque se trate de un nombre [como sucede, aunque por razones de ignorancia, cuando se menciona Rosalba y los LLaveros, de Emilio Carballido, pensando que se trata de un objeto para guardar llaves, sin saber que es el apellido de la familia que hospeda a Rosalba]; más aún, al hablar de la Revolución Mexicana, que va en mayúsculas según nuestras normas editoriales, lo ponen en minúsculas, a veces también la "r"; lo mismo hacen con el adjetivo con que se le conoció sobre todo en la literatura: La Bola; al ponerla en minúsculas pierde su significado; lo que no sabemos es si se trata de ignorancia o de actitud política.)

domingo, 18 de enero de 2009

La región más transparente, nueva regada de la Academia

El 20 de junio de 1951, el mexicano Beto Ávila conectó tres jonrones y un doble, en un juego contra Boston en el Fenway Park, la sede de los Medias Rojas; dicen las crónicas que el doble pudo haber sido el cuarto jonrón, porque pegó en la parte alta del Monstruo Verde, la altísima barda del jardín izquierdo; también relatan que el tercer jonrón fue de campo, gracias a la velocidad del segunda base de los Indios de Cleveland.
Es importante aclarar que su equipo, de 1949 a 1958, fue los Indios de Cleveland, no “los indios” de Cleveland, como si fuera un gentilicio; es el nombre del equipo.
También es importante recordar que esa hazaña la cometió en 1951, año que, como dice José Emilio Pacheco, es el núcleo, el eje narrativo de La región más transparente, la primera novela de Carlos Fuentes y dicen, ahora que cumple 50 años de su primera edición, la más emblemática.
Pero sucede que desde esa célebre primera edición (“La región más transparente, de Carlos Fuentes, volumen 38 de la colección LETRAS MEXICANAS, se acabó de imprimir el día 29 de marzo de 1958, en los talleres de Gráfica Panamericana, S. de R. L., Nicolás San Juan y Parroquia, México 12, México D. F., Se tiraron 4,000 ejemplares, y en su composición se utilizó tipo Electra de 9:10 puntos. La edición estuvo al cuidado del autor y de Carlos Villegas.” –dice el colofón, perdonarán la ultraprecisión), en la página 42, Gabriel reparte los regalos que, al regresar de bracero, le trae a la familia; entre otras cosas (la licuadora, aunque en su casa no hay electricidad; unas medias de seda y un brasier para sus hermanas), a su padre le entrega una cachucha “de los meros indios de Cleveland: ahí es donde se las pone de a cuatro Beto Ávila”; es de suponer que ni Fuentes ni Carlos Villegas sabían mucho de beisbol, ya que un nombre lo convirtieron en un gentilicio.
Fuentes siempre ha estado informado y a tiempo de lo que sucede en el mundo; por ejemplo, Todos los gatos son pardos termina con Let it bleed, el disco de The Rolling Stones editado en noviembre de 1969; la obra de Fuentes fue editada el 5 de mayo de 1970 (seguramente el 4 o el 7 de mayo, porque el 5 era feriado; entonces se respetaban las fiestas patrias), cuando apenas estaba conociéndose el disco en México, con sus asegunes, porque es un álbum de transición –aunque Fuentes es editado con prisa, de cualquier manera se han de haber tardado por lo menos unos tres meses en la preparación del original, la tipografía, correcciones, impresión, encuadernación, distribución—; en la misma Región habla de una fiesta de los aristócratas donde bailan cha cha cha, que aunque sí comenzó en 1951, con “La engañadora” de Enrique Jorrín popularizada por Benny Moré, Fuentes cita “Los marcianos”, que es de 1955, y van a Acapulco, que comenzaba a ponerse de moda, pero las mujeres usan bikini, que se popularizó hasta que Brigitte Bardot lo puso de moda a finales de 1955. Por cierto, a ninguna edición llegó el anacronismo más visible que sí usó en el disco Voz Viva de México: “la reina del rocanrol”; en todos lados está “la reina del bebop”.
Todas las ediciones de La región más transparente (las del Fondo de Cultura Económica en Letras Mexicanas, Colección Popular, la de Aguilar, la de Cátedra, la primera de Alfaguara que conmemoraba los primeros 40 años de la novela, dicen “indios de Cleveland”; la única que lo pone de manera correcta es la de Alfaguara de este año, que tiene varias enmiendas y correcciones importantes.
Lo peor es que acaba de aparecer oootra edición conmemorativa, ésta a cargo de la Real Academia (de la Lengua) Española, con intervención –española— de Alfaguara, que repite el error de “indios”.
Tampoco la versión del tomo II de las obras reunidas de Carlos Fuentes en el mismo FCE, que debe recuperar toda su producción narrativa y de ensayo, y que es donde se incluye La región más transparente, está correcta: también dice “los indios de Cleveland”.
(Y hablando del FCE actual, en la librería Rosario Castellanos se recuerda el aniversario luctuoso de Sergio Galindo; para conmemorarlo, ponen a la venta el volumen de Cuentos publicado por esta editorial, y una obra de teatro desconocida, lo que hizo que me pusiera muino, porque se supone que tengo todo; no la recordaba en ningún volumen suyo; la muina se me bajó y estallé en carcajadas: es obra de un homónimo de Sergio, nacido en Hermosillo, a la edad en que Galindo ya era novelista célebre; no hizo falta ninguna investigación: el dato viene en la cuarta de forros, que los encargados de la librería no se molestaron en ojear. Bien podrpian haber puesto Polvos de arroz, casi recién publicada por la UV, editorial de la que hay algunos pocos ejemplares en esta librería.)
Cabe la pregunta de por qué la Academia no tomó en cuenta la nueva edición mexicana; la Academia dice que la suya fue revisada por el propio Fuentes, y arguyen que no se trata sólo de una frase trillada.
Al igual que la edición conmemorativa del Quijote, La región más transparente está enriquecida por prólogos y posfacios de mucha gente; la mayoría habla de sí mismos, de su amistad con Fuentes, de lo que les aportó la novela, de cuánto le deben, pero sin aportarle nada nuevo al lector. (Hay que anotar que la excepción, como siempre, es José Emilio Pacheco, cuyas palabras hablan del ámbito y la atmósfera que reinaban cuando se publicó el libro; también hay que leer con cuidado el escrito de Sergio Ramírez, que hace buenas observaciones.)
La mayoría recalca la singularidad y la originalidad del libro. En una de las mejores entrevistas que le han hecho a Fuentes, Gustavo Sainz le pregunta: “En el momento en que tú apareces, ¿hay novela latinoamericana?”. Fuentes contesta: “Oye, sí, hay Pedro Páramo, las novelas de Onetti, está Borges, está Felisberto Hernández, Alejo Carpentier, Roberto Arlt, Horacio Quiroga y mucha gente que para mí importó. Eran formas que estaban presentes en mi ánimo de escribir. No siento que yo haya actuado en el vacío de la novela latinoamericana; además estaba la poesía hispanoamericana. Yo soy un lector voraz de la poesía.”
En su prólogo, Pacheco habla de otra relación que no se había tomado en cuenta: la influencia de Diego Rivera en John Dos Passos, quien la regresa a Fuentes enriquecida por otra visión, no sólo la del espectador mexicano que contempla los murales en la SEP, en Palacio Nacional, en Chapingo, en el Hotel del Prado, donde la pintura cobra un sentido narrativo para contar a grandes trazos la historia de México, desde el pasado prehispánico hasta el presente (ese presente), pasando por la dolorosa Conquista. Es casi la misma experiencia, varios lustros más tarde, de leer La conquista de México de Hugh Thomas que enriquece todas las crónicas viejas e interpretaciones nuevas de ese episodio, y nos hizo releerlas con otros ojos.
Pero Fuentes no sólo tomó la concepción de Rivera para ver al México de otra manera, descubrir lo que los ojos de los habitantes de los años cincuenta no estaban viendo o pasaban por alto: está también el Rivera cubista, el Siqueiros impertinente, el Orozco que hacía ver grotesca a la burguesía de esa época, que Fuentes ridiculiza pero sin maniqueísmo, viendo también su lado humano.
No sólo es un gran mural, que es el lugar común al hablar de La región más transparente; es también un cuadro de caballete minucioso pero con la visión del otro Rivera, el de La tentación de San Antonio, el del retrato de María Asúnsolo, de Silvia Pinal, con un erotismo muy delicado pero también impetuoso.

Es muy difícil hablar de La región más transparente, de su vitalidad, su visión del mundo, pero también de su excelente prosa cada vez más viva, de su eficacia literaria que desmiente el dicho de que es un mural, porque ningún personaje se parece a otro, y eso que son muchísimos, y el lenguaje siempre es el adecuado para cada ámbito socioeconómico que ocupan en el libro; no son brochazos rápidos, sino trazos minuciosos. Hay que hablar además de su influencia y su permanencia en muchos de los escritores que a raíz de su lectura emprendieron su carrera, lo que marcó por ejemplo a Pacheco, José Agustín, Héctor Manjarrez, por hablar de los mejores.
Sí hay que mencionar, en cambio, que la edición de la Real Academia Española añade un glosario inexacto para los mexicanos, y engañoso para los extranjeros, que si le hacen caso tendrán una imagen nuestra como la que divulgó el cine estadounidense, la del indio flojo recostado en una pared, o la divulgada por el cine mexicano, la del charro arrogante y sentimental, pero noble; según ellos “la bío, a la bau” es un “vítor que se emplea para expresar júbilo o entusiasmo…”, pero no dice que fue la porra inventada por el Doctor Garcés para animar a su equipo, el América, por los años treinta; rebozo es un “chal, mantilla o pañoleta que la mujer de clase media y pobre (sic) suele llevar echada sobre los hombros o cubriéndole la cabeza”; el suéter “un jersey (sic), prenda de vestir cerrada y con mangas que cubre el tronco”, y un “hijo de su pelona” es un eufemismo por “hijo de la gran chingada”.
Más ejemplos importantes de errores de interpretación: aguayón en México es nalga, no pechos; más guango que el aire a Juárez no es “venir muy grande”, sino algo inofensivo; apurarse es darse prisa, no estar preocupoado; atarantado es atontado, no “impulsivo” (viene del piquete de tarántula, que si llega al cerebro apendeja para siempre; de ahí el dicho de que ese animal, aunque repulsivo, no es mortal su picadura: “no mata, nomás taranta”) (“llegar tarde al banquete” es una cita de Alfonso Reyes que no interpretaron los autores del glosario); una bodorria no es un matrimonio desigual, es una expresión de los barrios populares; un café de chinos, nos dice, es un lugar modesto en que se sirve café, alimentos y otras bebidas (¿o sea que los alimentos son bebidas?); los calzones no son sólo prendas interior femenina (tendrían que recordar que el calzón sobre todo es prenda masculina, la calza corta); cantón no es vecindario ni barrio, en la literatura árabe es un palacio lujoso que por choteo se le llama así a los hogares humildes; chinaco es ranchero, y eran los guerrilleros contra los invasores franceses, no persona de bajo estrato social y cultural; “ah qué la chingada” (en el libro, que sin acento) no es exclamación enfática de afirmación, antes al contrario; chingón es el que alcanza sus metas o se impone, pero no necesariamente utilizando métodos poco ortodoxos, más bien es alguien superior a sus oponentes; codear, aparte de la acepción, es tratarse como igual con los “grandes”; a todo dar no es “al máximo posible”, más bien expresa que algo o alguien está muy bien; dejado no es abandonado, sino que lo mangonean; desbandar no es abandonar, sino correr en desbandada, sin unión; fajar es un acto propiciatorio para una relación sexual, no siempre consumada; gacho no es decaído, sino feo, lo contrario de “chicho”; gaucho veloz no es una persona muy rápida, lista y hábil, sino el protagonista de un chiste popular en esos años, de contenido sexual, y que es utilizado también por Ismael Rodríguez en voz de Amelia Wihelmi al referirse al marido chambista de la portera del edificio donde viven Pedro Chávez y Luis Macías, en ¿Qué te ha dado esa mujer?; no te calientes, granizo no se usa sólo para pedir moderación ante la excitación sexual, sino de todo tipo, sobre todo contra los encanijados; los polkos no se asociaron con los invasores estadounidenses, eran jóvenes aficionados a la polka, que se negaron a cooperar con el gobierno de Valentín Gómez Farías cuando pidió recursos y refuerzos para enfrentar a los invasores; hacerse tarugo no es volverse tonto sino hacerse el disimulado, el que dice desconocer una situación peliaguda.
Contiene un peor índice onomástico que simplifica la vida y obra de muchos personajes importantes: para quienes prepararon la edición, Felipe Carrillo Puerto es un “periodista y defensor de los derechos indígenas”, Manuel Acuña es un “poeta romántico que se suicidó ingiriendo cianuro, presumiblemente a causa de su enamoramiento de Rosario de la Peña”; Juan Andreu Almazán, uno de los revolucionarios que cambiaron de bando con más facilidad, es un “militar, político y empresario, luchó durante la Revolución mexicana al lado del Ejército Libertador del Sur”; Rafael Buelna, “general revolucionario, antirreeleccionista, bajo el mando de Francisco Villa”; Díaz Mirón, “poeta modernista, apresado e, incluso, autoexiliado en distintas ocasiones por sus ideas políticas”; Guadalupe Rivas Cacho no sólo estuvo “ligada sentimentalmente con Diego Rivera” –primera noticia—sino con muchos políticos de la segunda etapa de la Revolución; no se dice que es mencionada en “Mi querido capitán”; menciona a Calles en la C, cuando debería ser en la E, Elías Calles, Plutarco; . No incluye a Beto Ávila, primer mexicano –y latinoamericano— campeón de bateo en las Ligas Mayores, con los Indios de Cleveland (como tampoco lo incluye la edición de Cátedra, a cargo de Georgina García Gutiérrez).
Con tantas imprecisiones y falsedades, el lector que les haga caso entenderá menos aún la excelente, pero compleja, novela de Fuentes.
Unas cuantas erratas e inconsistencias agravan el asunto; las más notorias: La Silla del Águila, intencionalmente con altas, se escribe siempre en esta edición con minúsculas, y bum, que en la más reciente edición del Diccionario ya aparece españolizado, en algunos de los escritos aledaños aparece como boom, que sería lo correcto, porque se trató de un movimiento que muchos catalogaron de mercadotécnico pero que también se trató de unas coincidencias estéticas y políticas.
(Por cierto, en algunos periódicos han dado por sustituir “auge” con boom; es por ignorancia de lo que fue el boom. En otro aparte, desde el 31 de diciembre, en que presenté mi renuncia, dejé de pertenecer a El Financiero, en donde durante casi 16 años fui reportero, coeditor, editor y los últimos 11 años, responsable de edición.)

domingo, 11 de enero de 2009

Zaid y Uribe, gran poesía en dosis pequeñas

En tiempos en que la crisis económica (visible desde hacía casi dos años, aunque no la advertieron autoridades ni especialistas) hace ser cautos en cuanto al futuro de la industria editorial, aparecen libros de dos poetas que se niegan a publicar más que a cuentagotas: Canciones de Vidyapati, de Gabriel Zaid, y Última función, de Marcelo Uribe.
El primero no es nuevo; se ha publicado a lo largo de poco más de cuarenta años en diversos suplementos y revistas hasta que fue incluido en la célebre colección El Pozo y el Péndulo, de Editorial Latitudes, dirigidas por Carlos Isla y Ernesto Trejo (el primero, poeta y narrador que falleció hace poco más de 20 años), con tiraje de mil ejemplares, en un cuaderno de 29 páginas, más la bibliografía de Gabriel Zaid y una lista de otros títulos de la colección (entre ellos, La sangre de Medusa, de José Emilio Pacheco). Salió a la luz el 31 de agosto de 1978 (perdonarán la ultraprecisión, pero el dato viene en el libro); luego formó parte de Sonetos y canciones, en El Tucán de Virginia, otra editorial si no marginal, cuando menos no industrial, dirigida por Víctor Manuel Mendiola y Luis Soto, el 31 de enero de 1992 (perdonarán que omita el tiraje, que no viene en el colofón porque ya para entonces había desaparecido o desvanecido la ley que obligaba a los editores a informar el número de ejemplares impresos).
En ésta, alternaba con unos “Sonetos en prosa” y unas “coplas populares al gusto de Fernando Pessoa”.
Los sonetos en prosa no están incluidos en Cuestionario, pero sí en Reloj de sol; ni las Canciones ni las Coplas están recogidas en ninguno.
La nueva edición de las Canciones de Vidyapati, en Taller Ditoria, es una belleza como objeto, aunque un tanto incómoda para la lectura: sólo están impresas las páginas nones, pero las pares cuentan para la foliación; al abrirlo al azar, uno piensa en esos ejemplares que vienen con medio pliego en blanco, y que molestan cuando se trata de, por ejemplo, una novela policial (especialmente cuando, como le sucedió varias veces a Sergio Galindo, vienen en el último pliego); sobre todo que al final del libro se incluye una muy chismosa lista de patrocinadores de la editorial, en desplegado, impresas también las páginas pares, con las únicas erratas en todo el libro, y con doble orden alfabético (¿es Reyes quien insinúa que el alfabético es el único orden en que pueden ponerse los escritores?); el colofón es creativo, informativo (vienen casi todos los créditos de quienes participan en la edición, ahora que todos omiten a los que limpian erratas o las perpetúan) y difícil de leer, porque está formado con la tipografía menos clara que la utilizada en el cuerpo del libro, y con una impresión muy oscura; ésta sí informa que consta de 350 ejemplares, 150 de ellos firmados, pero no dice si fuera de comercio. No contiene información de la fecha de publicación, o una muy confusa: marzo 1- junio 25 2008; ¿fecha de inicio y de terminación de la formación, de la impresión, de la encuadernación, de la aparición?
La página legal, sin ninguna audacia, advierte en cambio de sanciones a quienes se atrevan a reproducir parcial o totalmente la obra sin permiso del editor, lo que viola la ley de derecho de autor donde se permite, en una reseña o crítica o comentario reproducir (para ejemplificar o ilustrar) algún fragmento de la obra, dando por supuesto la fuente (las editoriales en cambio reproducen fragmentos, notas, ensayos completos sin autorización de los autores, a veces sin avisarle, y desde luego sin pagarle, a menos que sean célebres los plagiados, y no siempre; disculparán la pedrada pero acabo de enterarme que se plancharon un ensayo mío acerca del periodismo de García Márquez en Colombia, sin mandarme siquiera un ejemplar). Lo curioso es que el © se lo adjudica la editorial, cuando es obvio que es de Zaid aunque lo ceda, por esta edición, a Taller Ditoria. En las solapas hay comentarios de Julio Hubard y lista de otras publicaciones, algunas de las cuales es de lamentar que no lleguen a las librerías.

Última función, de Marcelo Uribe, está publicado por Almadía, editorial oaxaqueña aunque el libro haya sido impreso en Ingramex, en Iztapalapa, México DF (no en Ciudad de México, ortografía agringada en Taller Ditoria); la página legal es convencional (no el colofón, más informativo de lo normal, aunque carece de datos del tiraje); el formato no presenta audacias, pero sí una elegancia y una sobriedad que se están perdiendo en la industria editorial mexicana que parece empeñada en parecerse a la española que ya no se parece a la bella industria editorial española de los años setenta.
La portada, sencilla aunque con un suaje que semeja una puerta que se abre a unas ilustraciones sin crédito (y a los sentimientos), pero que pudieran ser de Mark Rothko, de Edgard Hopper o del mismo Alejandro Magallanes, quien se encarga del diseño del libro y al parecer de la editorial. En las solapas hay información sobre Marcelo Uribe (entre ellas, su labor en pro del libro mexicano y de la ley del libro; por desgracia, ésta, ya aprobada, es violada por algunas editoriales, que condicionan el mismo descuento a las librerías pequeñas que a las grandes, sólo si encargan la misma cantidad que las cadenas monopólicas), una ilustración, y en la contraportada una orientación del libro.
Una diferencia de Almadía con Taller Ditoria es que en ésta abundan los nombres conocidos, y la oaxaqueña se alimenta más de nombres desconocidos, excepto Hugo Hiriart y el multifacético Juan Villoro.

Hay coincidencias entre ambos poetas; reacios a publicar poesía, en estos libros abordan un género aún más singular: Zaid, las canciones; Uribe, darle cuerpo a las artes plásticas.
No son escasas las canciones en la poesía de Zaid; abundan desde sus primeras páginas, con una cercanía jovial e intencional con otras canciones, con la canción popular mexicana, e incluso con versos prestados o recuperados de ellas (“una paloma al volar”), o de corridos que son versiones mexicanas de los romances que son la forma poética de las canciones hispanas; entre los poetas a los que Zaid se acerca con mayor empeño están quienes escriben esta forma de poesía: José Gorostiza, García Lorca, Jorge Guillén; muchos sus poemas tienen ritmo del cancionero, abundan los que se llaman canción (“Serenata huasteca”, “Elegía”, “Canción”, “Canción de seguimiento”) y otros que simplemente lo son o parecen serlo (“Marxismolinosismo”, “Muchacha madrugadoras”, “Nacimiento de Eva”, “Haciendo guardia”, “Elogio de lo mismo”, “Alabando su manera de hacerlo”, “Alucinaciones”).
No es una traducción, sino una versión de algunas de las canciones de Vidyapati; tienen muchas de las características de los poemas de Zaid: el ritmo, los giros, la sorpresa, la pasión, el humor; sólo se diferencian en que éstas sí parecen “poesía autobiográfica” porque están escritas en primera persona. Todas son memorables e intensas.
La explicación histórica tiene la misma exactitud de la prosa de Zaid: concreta, llena de información y deja con ganas de que sea más extensa, como por ejemplo el análisis que hace de algunos poemas de Pellicer.

Marcelo Uribe también traduce o mejor, presenta su versión de los hechos; no de otro poema, sino cuadros, que por desgracia no están expuestos; pero mejor, porque queda sólo la visión de una sensibilidad trasladando a las palabras las sensaciones que entran por los ojos; ¿es permanente la sensación provocada por la poesía que la que nace de las artes plásticas? ¿Es necesaria la poesía para perpetuar la que provoca la pintura?
La mirada de Uribe es melancólica, pero no triste; puede ser pesimista, pues presiente que del pasado y del presente no quedará más que cascajo, y por ello hay que recuperar las sensaciones menos demoledoras, y hacer que se muevan, que se renueven, que su transformación sea constante para evitar que muera, como las casas inmóviles.
No es una visión catastrofista, ni siquiera pesimista, pero sí de añoranza por que el presente no se perpetúe, que la música se desvanezca, que los colores se esfumen, que los sentimientos se alejen, que los recuerdos sean mentira, se desmoronen.

Ambos libros hablan del amor; en Zaid la referencia es juguetona, el tono es pícaro, y todo es esperanzador: todo está por suceder; Uribe se refiere al presente y hay desesperación por que no desaparezca, por que siga sucediendo.

También es de destacar que en tiempos en que las librerías (a las que posiblemente no lleguen estos libros) buscan éxitos rotundos aunque fugaces, aparezcan estos poemarios en busca no de muchos lectores, sólo de los necesarios.